Frente de batalla

Revista Número 11

Por Ulises Martino

I.

Me tenía que ir pero no me fui. ¿Por qué? Porque la vida es así. Me levanté y, al rato, vi desde la ventana una goma pinchada en el auto. Me pareció que eso era un mensaje. Pero no estaba seguro. Quizá no fuera un mensaje o quizás yo estaba esperando el mensaje. No me fui, eso es todo. Me quedé a escribir. Me quedé cerca del mar. Aunque no fuera a verlo. Pero él estaba allí, eso lo sabía, casi que lo podía escuchar, a tan solo dos cuadras.

Corregí una novela, avancé a paso rápido. Le agregué dos o tres reflexiones. Quería dejar atrás la novela. Quería que esté terminada. No porque tuviera otra cosa en el frente de batalla. Quería verla detrás. Camino pisado, pasado. Se necesita dejar algo atrás. Aunque adelante no se sepa que viene. Ese frente de batalla con la escritura.

Ese frente con la vida misma.

Luego de corregir más de la mitad, llegó el mecánico. En Mar del Sud, el mecánico va hasta tu casa. Yo no quería pasar por ese rollo de cambiar el neumático. Se iba a llevar mi fuerza. La que yo creo que necesito para escribir. Pero en verdad, soy más que nada haragán. Eso va para la escritura y para cambiar un neumático.

Quizás haya suspendido el viaje de puro haragán que soy.

Ese puede que sea el mensaje.

Le avisé a mi mujer.

−Quedate todo lo que puedas −casi que me ordenó, como si me conociera, por fin.

−Yo me organizo –dijo.

El asunto es que cuando no está mi familia tengo silencio para escribir, para estar. Hago una vida fuera de lo común. No como, no duermo. Ando por la casa en el silencio. Solo fumo y tomo cerveza. Y puedo matar el tiempo, lo mato. No queda vivo. Lo escuchó morir. Se muere rápido. Las horas se deslizan sin que yo haga nada. Miro por la ventana. Escribo. Vuelvo a mirar la ventana. Abro una cerveza. Así puedo pasarme un día que pasa volando. Sin que yo haga demasiado.

Sin que yo sea capaz de cambiar un neumático.

Solo me acompañan los perros. Ellos saben acompañarme. Nos acompañamos. Los perros y yo, adoramos que suceda en silencio.

II.

Lo único dramático fue quedarme sin encendedor. De pronto el que tenía no lo podía encontrar. Tampoco había un calefón, como en Buenos Aires, para usarlo de encendedor. Tuve suerte, pasó una persona. Un hombre flaco, caminando hacia el mar. Iba con mochila. No era conocido. Barba abultada. No sé qué hacía caminando con tanto frío, aunque se lo veía abrigado. No es época en que una persona pase caminando, menos un desconocido. Le pedí fuego, le grité “¡Fuego, flaco!”. Y sin que se sorprendiera extrajo uno de algún bolsillo del pantalón y me convidó.

Luego siguió en dirección del mar.

A eso de las siete de la tarde salí a comprar. Fui por el camino de la playa, tal vez empujado por la curiosidad que había dejado el desconocido. Un buen bife, cigarrillos, más cerveza, madera, mucha madera. Y un encendedor, por supuesto. Un fumador tiene que tener en la casa varios paquetes y más de un encendedor. No se puede depender de que alguno pase. No se puede estar en invierno sin fuego. Aunque estuviera seguro de que ese desconocido se las iba a ingeniar para volver a pasar por mi puerta. Quizás los perros me lo hicieran notar.

Hice una buena fogata, prendí la tele. No la quería prender, pero para escuchar música tenía que tener la tele. Iba a corregir el final de la novela con música que saliera de fondo. La tele no andaba. Así que no pude elegir entre la música y el silencio. Tuve que seguir adelante sin música.

Terminé de corregir la novela, a grandes rasgos. Pasando de largo las páginas. Solo profundizando en esas dos o tres reflexiones. La novela ya estaba, lo bueno y lo malo, ya estaba. No la iba a poder mejorar y si la tocaba demasiado, la podía empeorar.

III.

A las ocho me desvelé a pesar de haberme dormido a las tres. Sentía algo de resaca. Guardé en el auto lo que pude de toda la lista mental que habíamos armado con Carla y me fui. Puse un disco. Sonó Insensatez, mientras avanzaba en la ruta viendo los colores del cielo. No me gusta manejar de mañana. No sé porqué. Hay colores, hay algo de tranquilidad, el aire parece más limpio.

Cuando acabó Insensatez le siguió Fogata de amor, una versión inédita. La escuché dos veces. Me gustaba esa canción en la ruta.

Me daba algo de tristeza mezclada con profundidad.

De pronto, recordé que no tenía el auxilio. El mecánico se lo había llevado. Eso tiene el mecánico a domicilio. Siempre queda un asunto pendiente. No había pasado a buscarlo por la mañana. No pensaba levantarme ni salir a las ocho. El auxilio no estaba. Cualquier inconveniente me tenía que arreglar con lo puesto. ¿Un neumático faltante era mi gran problema en el mundo? Cigarrillos podía comprar, eso me bastaba. Hasta iba a comprar otro encendedor. Aunque lo del neumático resultaba inquietante. Nunca lo precisás. Pero si no lo tenés surgen los inconvenientes. Si lo seguía pensando iba a pinchar la rueda a propósito, me las iba a ingeniar. El cuento a veces se escribe solo, pensé. La novela no, estuviera buena o mala, le había puesto un montón de empeño. 

Vi una estación de servicio. Paré a tomar un café. Adoro el café de mañana, apenas cortado. La chica no me preguntó si lo quería chiquito, mediano o gigante. “Apenas cortado” se lo dije yo, sin que me preguntara.

Mientras lo preparaba, yo disfrutaba el olor a café. Para la chica ese olor, seguramente, era común y corriente. Yo tomaría su trabajo tan solo para oler café. Sus manos parecían entenderse muy bien con la máquina. Había una conjunción entre el aparato y sus manos. En realidad, sus guantes, tenía unos azules.

−¿Lo quiere con medialunas? –me preguntó, cuando la tuve de frente.

Era una promoción de café con leche con dos medialunas.

Me senté en una mesa con la mirada en la ruta. Comenzaba a llover. Prendí un cigarrillo, sin darme cuenta. Enseguida la chica me dijo que no, con un gesto, muy amable. Como si la prohibición de fumar hubiera comenzado la noche anterior.

Cuando acabé con la promoción, le pedí dos paquetes de cigarrillos Lucky.

−¿Anda solo? –me preguntó.

Era linda, muy flaca, pero tenía mirada. Quiero decir, parecía mirar al mirarte.

Y los guantes, color azul cielo.

−Con un perro.

Y señalé hacia el auto.

−Me encantan los perros −dijo.

Me contó de un perro que había tenido, de un perro que iba a la estación pero que no llegaron a ponerle nombre. No estaba claro si lo había tenido.

La chica era muy simpática pero yo tenía que seguir adelante. Era lo del auxilio al revés. No necesitaba el auxilio. Amaba a mi mujer, la quería más que a mi perro, que eso es decir bastante. Y mi amante era la novela, recién terminada, todavía huyendo de mí.

Tampoco estaba seguro de que la chica de guantes quisiera profundizar en algo, me trataba de usted. Quizás me viera como el padre bueno que no había tenido. Me fui deseándole buena suerte. Era la estación de Pirán. Diez de la mañana, algo menos. Ya no había una mezcla de colores en el cielo sino un gris bastante uniforme. Iba a llover en la ruta. Me esperaba un frente de batalla climático.

Las gotas pegando, como el mismo vacío, incesantemente en el techo del auto.

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