De qué hablamos cuando hablamos de amor

Revista Número 9

De Vladimir Nabokov Editorial Anagrama

Rey, Dama, Valet

De Vladimir Nabokov

Editorial Anagrama

(…) Tintineó el timbre de la calle. Tom rompió a ladrar animadamente. Martha enarcó, sorprendida, sus finas cejas. Dreyer se levantó con una risita contenida, y, sin dejar de masticar, fue al recibidor.

Martha estaba sentada, vuelta a medias hacia la puerta, la taza en la mano. Franz, empujado con buen humor por Dreyer, entró en el comedor, se detuvo con un golpe seco de tacones y fue derecho hacia ella, que le sonrió tan bella y cálidamente que hasta los labios le relucieron, y Dreyer, en el fondo de su alma, creyó sentir un ensordecedor aplauso, y se dijo que, después de una sonrisa como aquella, todo tendría por fuerza que ir bien: Martha, como solía hacer antes, le contaría ahora con todo detalle la estúpida película, de pe a pa, a modo de prólogo y precio de una sumisa caricia; y el domingo, en lugar de tenis, se irían los dos a caballo por el parque susurrante, jaspeado por el sol, anaranjado y rojo.

—Ante todo, mi querido Franz —dijo Dreyer, acercando una silla a su sobrino—, tienes que comer algo. Aquí tienes un poco de Kirsch.

Franz, como un autómata, alargó la mano sobre la mesa en busca de la copa ofrecida y tiró un esbelto florero que arropaba a una gran rosa oscura (“Que debían haber quitado de aquí hace ya tiempo”, reflexionó Martha) El agua, liberada, se extendió sobre el mantel.

Perdió su aplomo, y no era de extrañar. En primer lugar no esperaba ver a Martha. En segundo, había pensado que Dreyer le recibiría en su despacho para informarle sobre la importante, importantísima tarea a la que tendría que dedicarse sin tardanza. La sonrisa de Martha le había desconcertado. Indagó, para sus adentros, la causa de su alarma. Como la falsa semilla que entierra el Fakir para sacar inmediatamente después, con maníaca magia, el vivo rosal, la petición de Martha de que ocultase a Dreyer su inocente aventura —petición a la que, en su momento, apenas había prestado atención— se inflaba fabulosamente ahora, en presencia del marido, hasta convertirse en secreto vínculo erótico. Recordó también las palabras del viejo Enricht sobre una amiguita, y esas palabras confirmaban ahora, en cierto modo, tanto el deleite como la vergüenza. Trató de liberarse del hechizo, pero, enfrentándose con la mirada abrumadoramente intensa de Martha, bajó los ojos y continuó, indefenso, frotando suavemente con su pañuelo el mantel mojado, a pesar de que Dreyer trataba de impedírselo.

Momentos antes yacía en la cama, y ahora estaba sentado, en aquel espléndido comedor, sufriendo como en un sueño por no poder detener el arroyuelo que ya cercaba el salero y trataba de llegar al borde mismo de la mesa al amparo del canto del plato.

Sin dejar de sonreír (iban a cambiar mañana el mantel de todas formas), Martha fijó la mirada en las manos de Franz, en el suave insinuarse de los nudillos bajo la piel tensa, en la muñeca peluda, en los largos dedos tanteantes, y se sintió rara por no llevar encima ninguna prenda de lana.

Dreyer se levantó bruscamente y dijo:

—Franz, ya sé que no es nada hospitalario lo que voy a hacer, pero no hay otro remedio. Está empezando a hacerse tarde y tú y yo tenemos que irnos.

—¿Irnos? —profirió Franz lleno de confusión, metiéndose violentamente la pelota empapada de su pañuelo en el bolsillo.

Martha se quedó mirando a su marido con sorprendida frialdad.

—Enseguida comprenderás de qué se trata —dijo Dreyer, y en sus ojos relucía un destello aventurero que Martha conocía demasiado bien. “¡Qué pesadez!”, pensó, irritada, “¿Qué se le habrá ocurrido ahora”?

Le paró un momento en el recibidor, preguntándole, en rápido susurro:

—¿A dónde vais?, ¿a dónde vais? Te exijo que me digas a dónde vais ahora.

—De juerga —replicó Dreyer, esperando provocar así otra de sus maravillosas sonrisas.

Martha dio un respingo de repugnancia. Él acarició su mejilla y salió.

Martha volvió lentamente al comedor y se apoyó, perdida en sus pensamientos, contra la silla en que había estado sentado Franz. Luego, llena de irritación, levantó el mantel donde se había derramado el agua, y puso debajo un posaplatos. (…)

Vladimir Nabokov nació en San Petersburgo, Rusia,  en 1899. Hijo de un aristócrata y político liberal, se exilió con su familia tras la Revolución rusa en 1917. Su padre fue asesinado por un fascista ruso en 1922 en Berlín. En esa ciudad Vladimir se ganó la vida dando clases de tenis, inglés y ruso. En 1924 se casó con Vera Evsivna Slonim, una traductora de familia judía con la que tuvo un hijo. En 1926 publicó su primera novela, “Mashenka”, a la que seguirían “Rey, dama, valet” (1928)  y “La defensa” (1930). En 1936 apareció “Desesperación”y un año después se trasladó a Francia, donde terminó de escribir “Invitado a una decapitación”. En 1940 se mudó a Estado Unidos, donde trabajó como profesor en la Universidad de Cornell, dando cursos de literatura rusa y europea. En 1955 publicó “Lolita”, tras cuyo éxito se dedicó exclusivamente a la escritura. En 1959 se mudó a Suiza. En los años siguientes publicó “Pnin” (1957), “Pálido Fuego” (1962)  y “Habla, memoria”. En 1969 publica “Ada o el ardor”, “Cosas transparentes” (1972)  y “¡Mira a los arlequines!”, publicada en 1974. Tres años después, en 1977, murió en Montreux, Suiza. El extracto aquí reproducido pertenece a “Rey, dama,Valet”.


Que el mundo me conozca

Alfred Hayes

La fiesta habrá durado más de la cuenta; cansado de las voces demasiado animadas y del alcohol demasiado abundante, pensando en lo agradable que sería estar solo, pensando en escapar por un rato de las sonrisas que te clavan contra el piano o de las preguntas que te dejan retorciéndote en una silla, salí a mirar el océano.

Ahí había, tal como se ve en los avisos publicitarios, una ondulación densa y oscura y, a lo lejos, las luces de un barco demorado que se movía con lentitud hacia el sur. Me quedé mirando el agua como si fuese una frontera mientras, detrás de mí, en la habitación iluminada, con un bar de bambú y muebles de bambú, las voces de esas personas que no eran exactamente desconocidas ni exactamente amigas seguían detallando triunfos o contando chistes. No valía la pena que me quedara, cansado como estaba y con la fiesta muriéndose; no valía la pena que me fuera, sin nada en casa salvo cuatro paredes.

Frente a mí estaba la playa: entonces, de una habitación de la planta baja salió una chica en pantalones cortos y remera rayada, con una gorra marinera en la cabeza y un vaso largo en la mano. Recortada contra la luz de la casa, con ese gorro falso de capitán sobre el pelo negro, se movía con cuidado y alegría por la arena y balanceaba el vaso. Con los pantalones cortos y en la oscuridad, sus piernas tenían una blancura especial. Se acercó hasta la espuma de la orilla y, con deliberación, dio un buen sorbo del vaso e inclinó un poco la cabeza para mirar las estrellas. Era un cuadro impactante: el mar, los pantaloncitos, el trago, y supuse que ella tenía conciencia de la composición; pero bueno, yo también la tenía, de pie en la terraza, fumando un cigarrillo, totalmente pensativo. Imaginé que la había visto en alguna parte: al menos había visto esas piernas blancas, el pelo largo, la gorra alegre; a veces reclinada contra la vela de una balandra en Balboa, algún fin de semana muy concurrido, o sentada en la banqueta de un bar a eso de las cuatro de la tarde en Ocean House, donde hay que ser socio y dueño de una cabaña, cosas que, con seguridad, ella no era. A Ocean House la habían invitado, y la habían invitado a bordo de aquella balandra en Balboa, y por lo general no a ella sola; por lo general, había otras tres o cuatro chicas con piernas igual de largas y el mismo pelo enrulado a la altura de los hombros. No podía ver su cara, pero no importaba: estaba seguro de quién era ella, más o menos, y estaba seguro de que, mientras el agua se ensortijaba en sus tobillos, ella experimentaba una conexión inefable con el mar. A continuación, sosteniendo el vaso como si fuese algún tipo de cáliz en una ceremonia privada, empezó a adentrarse en el océano. Sus piernas brillaron un poco en la oscuridad. Deliberadamente, se detuvo a beber otra vez. Después, la corriente removió la arena donde estaba parada y ella se cayó. Me encantó. Su pequeño trasero quedó empapado y su cabeza perdió la gorra marinera. Se puso de pie y enfrentó el Pacifico: ya no era la silueta atractiva que unos minutos antes se había ofrecido a un cielo indiferente. Tenía el aspecto de una ninfa desconcertada. Me incliné con los codos apoyados en la baranda de la terraza y saboreé su desastre. Estaba un poco harto de todos ellos: de sus jeans informales, sus alpargatas, sus remeras; sus sandalias y sus telas a cuadritos y sus blusas sin mangas ni espalda; sus camisas de manga corta y sus encantos bronceados.

Tras perder la gorra y el vaso, la chica vaciló y luego siguió metiéndose en el océano. Se internaba en el agua, y fue evidente que su intención no era, como yo había pensado, solo vadear la costa. Cuando rompió una ola grande, el agua se la tragó. Verdaderamente se la tragó. Grité algo y de un salto salí de la terraza.

(…)

Alfred Hayes nació en Londres, en 1911 pero creció en Nueva York. Escritor, guionista de cine y televisión, y poeta, trabajó en Estados Unidos e Italia. Escribió el poema “Joe Hill” basado en el organizador de la Internacional de Trabajadores del Mundo, ejecutado en Utah en 1915. El poema fue llevado a la música por el compositor Earl Robinson, y se transformó en un grito de guerra del movimiento laboral y de la música folk norteamericana.
Trabajó como periodista entre 1932 y 1935 en The Daily Mirror y The New York American. Luego ingresó en el ejército, y fue  reclutado como soldado durante la Segunda Guerra Mundial en Italia, donde comenzó a escribir su primera novela “Todas tus conquistas, situada en Roma ”.Tres años después le siguió la célebre “La chica en Via Flaminia”. También en Italia trabajó en los guiones de célebres películas como Paisan de Roberto Rossellini o Ladrones de bicicletas de Vittorio De Sica. Hayes falleció a los 74 años en California, en 1985.  Entre sus novelas podemos mencionar “Los enamorados”, “Mi perdición”, y “Que el mundo me conozca” de donde se extrajo el fragmento aquí reproducido.


Autobiografía III

Victoria Ocampo

(…) El amor pasión es un hambre tremenda y no sólo del cuerpo, no sólo del corazón, sino de algo en nosotros que escapa a toda clasificación y análisis, a toda denominación precisa. Es de tal naturaleza que no se sacia sino pasando a otro plano. Al mirar el mar, abierto a todas las partidas, uno se siente como al borde del universo. Desde los acantilados del amor pasión, la certidumbre de estar al borde de algo tremendo nos invade. Estamos en el umbral de un misterio que palpamos con manos de ciego. Es como si descubriéramos la existencia de una salida hacia la eternidad.

          Sin embargo, en el momento en que rechazaba la mano de J, cuando tomó la mía, no me rechazaba sino a mí misma, por ese amor a crédito, sin garantía. Apenas terminada una triste aventura (mi casamiento) me reprochaba estar ya inventando otro amor (prefabricado por mí) y pagándolo caro desde el saque: ¡tanto trabajo me dio ocultarme y tanta mala sangre me hice para llegar a sentarme en un taxi junto a un desconocido! La humillación le ardía a mi soberbia. Mi razón, sublevada, le negaba su asentimiento a algo tan desproporcionado y sin átomo de justificación, fuera del dominio del instinto. No repudiaba yo al instinto, aunque fuese instinto casi animal (una manera de olfato).

Rehusaba someterme a él, en la circunstancia.

La calle estaba oscura. Al chofer se le había dicho que siguiera andando y comprendió perfectamente que no íbamos a ninguna parte. Estos detalles me erizaban. Le habíamos participado (indirectamente) a ese hombre que éramos amantes o que estábamos en trance de serlo.

Nos quedamos mudos unos minutos (¿siglos?).  De pronto, como pidiéndole perdón, le di un beso, sin hablar. No teníamos ya nada que decirnos. Me abrazó y apretados el uno contra el otro sentimos, mudos, juntos, el alivio del contacto físico. Nos invadió, eliminando todo el resto. Alivio y felicidad. Las preguntas que habíamos preparado, las explicaciones que él quería darme, las palabras que esperábamos uno de otro se desvanecieron. Hoy no hay tiempo, pensábamos. Hoy no hay tiempo sino para este bálsamo de la presencia física. Estar abrazados sin una caricia ni una palabra.

No teníamos sino un grito interior:

‒Est-ce toi?

‒Est-ce moi?

Grito de ópera (se burlaba mi espíritu crítico).

Pero había sido el grito de Wagner y de Matilde Wesendonk, antes de ser el de Tristán e Isolda. La ópera nació de ese grito, (¡Qué mezquino y de bajo vuelo era el espíritu crítico!) Al separarnos, media hora después (media hora tan corta y tan definitiva) yo no sabía nada del presente, del pasado, de las virtudes, de los vicios, del carácter de ese desconocido cuya presencia me anegaba en felicidad. Pero sabía, eso sí, que yo estaba resuelta a mentir sin remordimientos para sentarme media hora en taxi junto a él, nada más. (…)

Victoria Ocampo nació en Buenos Aires en 1890. Hija de una famili tradicional argentina, fue la mayor de seis hermanas, entre ellas su hermana menor, Silvina Ocampo, poeta y escritora. Se educó con institutrices en la mansión Villa Ocampo en San Isidro, aprendió desde muy temprana edad francés, inglés, italiano, álgebra, música, historia y religión. En su infancia viajó a Europa y Estados Unidos, destinos que visitará con frecuencia a lo largo de su vida. En uno de sus viajes a París en la década del 1920, Victoria se vincula con el mundo del teatro, y pese a sus deseos de trabajar como actriz, acata a la prohibición de su padre. En 1920,  publica “Babel” su primer artículo en el diario La Nación, acerca de “La divina comedia” de Dante Alighieri. En 1924 publica su primer libro “De Francesca a Beatrice” en la Revista de Occidente, e integra la Comisión directiva de la Asociación Amigos del Arte.  En 1926  publica “La laguna de los nenúfares”. En 1931 funda la Revista SUR, entre los miembros del consejo redactor estaban Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Eduardo Mallea, Guillermo de Torre y María Rosa Oliver, y como parte del consejo extranjero José Ortega y Gasset, Alfonso Reyes, entre otros. En la revista colaboraron figuras como: William Faulkner, Thomas Mann, María Zambrano, Rafael Alberti, Rabindranath Tagore, Paul Valéry, Bertold Brecht, Anton Chejov, Graham Greene, Ricardo Güiraldes, Ezequiel Martínez Estrada, Leopoldo Marechal, Silvina Ocampo, Ernesto Sábato, Juan José Sebreli, Conrado Nalé Roxlo, Nicolás Berdiaeff, Francisco Romero, Alejandra Pizarnik y Edgardo Cozarinsky. En 1933 crea la editorial con el mismo nombre donde publicó novedades de autores extranjeros como “Romancero gitano”, de Federico García Lorca, Juan Onetti, Horacio Quiroga, y traducciones de André Malraux, Virignia Woolf, Aldous Huxley, Carl Jung, Vladimir Nabokov, Jean Paul Sartre, Jack Kerouac y Albert Camus, entre otros. En 1936, Ocampo representó a Perséphone (Ópera de Igor Stravinski) en el Teatro Colón y  en el mismo año fundó la Unión de Mujeres Argentinas con Susana Larguía y María Rosa Oliver. En 1946 es invitada a asistir al Juicio de Nuremberg, En 1958 se incorpora como miembro del directorio del Fondo Nacional de las Artes, En 1967 es condecorada con la Orden de la Legión de Honor y nombrada Comendadora del Imperio Británico. En 1977 ingresa en la Academia Argentina de Letras. El 27 de Enero de 1979 muere en su casa de San Isidro. En su rol de cronista publicó 6 tomos de su autobiografía, el fragmento aquí extraído pertenece al tomo 3.


Los llanos

De Federico Falco

(…)

A veces todo ese enrolle de cosas no dichas o dichas a medias se me metía en la cabeza y empezaba a rebotar allí y a dar vueltas, hasta que se volvía agobio, o cansancio, o pena.

Después, no pasaba nada: Ciro estaba, quería estar, nuestra relación seguía, encontrábamos espacios donde hablar, donde reírnos, lo que importaba era el día a día.

De a poco aprendí a no prestarles atención a sus indirectas. A escucharlas solo como algo que necesitaba ser dicho pero que no generaba consecuencias. Aprendí a intuir también sus miedos, lo que callaba y lo que decía entre líneas, lo que hacía esfuerzo por vencer. Los dos todavía nos estábamos conociendo, avanzábamos a tientas, no queríamos apostar demasiado ni salir heridos.

Jugábamos todo el tiempo ese juego: yo me arrimaba, Ciro se retiraba dos pasos. Límites cariñosos en cuanto me veía demasiado cerca. Su distancia me ponía inquieto, yo me alejaba pero lleno de dudas. Entonces él reconsideraba, decía algo, tenía un gesto: me llamaba.

Una vez, en una cena, escuché de refilón una conversación que Ciro tenía, un poco apartado, con una amiga.

«Un neurótico siempre necesita un lugar seguro donde esconderse», le dijo.

Ciertas noches, cuando me volvía caminando solo a mi departamento, en el fondo, muy abajo, me encontraba a mí mismo pensando: ¿dónde voy a encontrar otro como é1? ¿Si no me quiere él, quién más podría quererme?

Me sorprendía descubrirme así: ¿qué era este miedo nuevo?, ¿de dónde había salido?, ¿quién era este nuevo yo?, ¿dónde había quedado el que podía solo, el que no necesitaba, el que iba a llegar lejos y demostrarles a todos que así estaba bien?

¿Era amor eso que me había transformado tanto?

Con los años, con los meses, me acostumbré a esa respiración en la forma, en la manera de querernos.

Un equilibrio dinámico entre mis ansiedades y sus fobias.

Mi miedo a estar solo, mi miedo a perderlo.

Su miedo a quedar atrapado, su miedo a que lo quieran y después dejen de amarlo.

Y me convencía a mí mismo: ¿por qué debería ser fácil, si es tan difícil el encuentro?

Esta es la manera en que se construye una pareja de verdad, una pareja en serio, me decía.

Es un trabajo, hay que tener paciencia.

El miedo de cada uno a que el otro nos viera desde muy adentro.

Hamacarse en continuos y complementarios desequilibrios del susto.

(…)

Federico Falco nació en General Cabrera, Córdoba, Argentina en 1977. Se licenció en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Blas Pascal y realizó un Máster en Escritura Creativa en Español en la Universidad de Nueva York. Fundó la revista Fe de Errata junto con Luciano Lamberti e Inés Rial en el año 2002. Fue seleccionado por la revista Granta en 2010 como uno de los mejores narradores jóvenes en español. Actualmente vive y trabaja en Buenos Aires, donde coordina y co dirige el proyecto editorial Cuentos María Susana. Ha publicado los libros de cuentos 222 patitos, 00 (ambos en 2004), el libro de poemas Made in China (2008), La hora de los monos (2010) y Un cementerio perfecto (2016), la novela breve Cielos de Córdoba (2011) , Elefante. Antología (2013) y Los llanos (2020) de donde se extrajo el fragmento aquí reproducido.

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