Celebraciones

Revista Número 12

El Negrofiero

 

 

Cuando Julio Argentino Roca asume su primera presidencia en 1880, con  el lema “Paz y Administración” resumió lo que será la consolidación de una idea de nación, en un entorno donde las ideas opuestas no tendrían capacidad para enfrentarse.

La Paz era la ausencia de disenso capaz de impedir o, al menos, modificar el proyecto que se iniciaba. La administración va a ser la implantación de la idea de Nación utilizando todos los recursos que comenzará a obtener el Estado.

Es cierto que para 1880 atrás han quedado los años de enfrentamientos entre Federales y Unitarios. Rosas hace tiempo que es apenas una evocación entre gauchos cuando la caña empieza a pegar. Su rival Urquiza hace mucho que salió de escena y no sólo por su propia decisión, como en Pavón, sino por los tiros y las puñaladas de sus asesinos. También encontraron la muerte otros que pretendieron atajar lo que, a partir de este 1880 va a establecerse, como Peñaloza, y por si aún no estaba claro, hasta se hizo llorar al urutaú en las ramas del yatay.

Sin las luchas internas, sin poderes externos que puedan dar alas a la oposición, y con la federalización de la Ciudad de Buenos Aires –y su puerto y aduanas-, en 1880 comenzará, con Julio Argentino Roca al timón, la configuración de la Nación Argentina, y será también el comienzo de una leyenda urbana que aún hoy sigue castigando las mentes de muchos argentinos, fantasía que Joaquín Sabina definió tan bien en su canción “Con la frente marchita”: “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió”

La “Generación del 80”, artífice de los cambios que se van a dar entre 1880 y 1916, logró su mayor éxito de márquetin cuando instauró en las generaciones posteriores el supuesto hecho de que la República Argentina alcanzó en ese período un grado de desarrollo económico que la colocó entre las principales potencias mundiales. Más allá de algunos datos macroeconómicos, la República Argentina sólo se convirtió en una mera proveedora de materias primas, algo que a esa “Generación del 80” no le preocupaba en lo más mínimo porque, después de todo, ellos eran los dueños de las tierras que producían esas materias primas que tan gustosamente compraba Albión.

Grandes latifundios en manos de terratenientes que tenían dos clubes sociales donde reunirse con sus pares: el Jockey Club y el Congreso de la Nación. La Paz instaurada les garantizaba la producción agrícola y ganadera mientras que la Administración les conseguía las infraestructuras necesarias para que esa misma producción fuese fácilmente comercializable. Así, con todas las garantías que sólo un Estado puede dar, millones de libras esterlinas fluyeron a la Argentina para dar forma a los puertos y a los ferrocarriles. Pronto, los mismos barcos británicos que llegaban a Buenos Aires llenos de carbón y manufacturas, partían hacia el Reino Unido llenos de granos, pieles, lana, madera, carne o cualquier otra cosa que la generosa tierra argentina ofrecía en abundancia.

El proyecto pronto se consolidó, se desarrolló y las fortunas comenzaron a crecer. Sólo bastaba poseer unos cuantos cientos de miles de hectáreas para ser parte de la fiesta. Y para más bienaventuranza, el ingenio humano se disparaba, ofreciendo a los dueños de la tierra las más formidables herramientas mecánicas que posibilitaban una explotación cada vez más intensiva, ¡y con menos mano de obra! Todo estaba dado para que el dinero nunca dejase de fluir. Y si bien en 1890 el país sufrió una crisis que el concuñado de Roca no logró capear, pronto el gringo Pellegrini recondujo las cosas, recuperó la confianza internacional y, con ella,  las inversiones y créditos volvieron como antes para hacernos florecer.

Pero había otra Argentina, una que nunca salió en la foto. Gauchos pobres que cada vez eran más obsoletos en las explotaciones modernas, economías regionales que no podían competir –¡y cómo iban a poder!- con la industrializada producción británica que viajaba con portes pagados al puerto de Buenos Aires, se subía a los trenes ingleses y se esparcía por todas las provincias y, para colmo, encima venían esos pobretones inmigrantes europeos, que no eran ni ingleses ni alemanes, como había sido la intención, sino que eran italianos, españoles o irlandeses, que huían de luchas internas, de miseria o de hambrunas.

Dicen que el gringo Pellegrini visitó una exposición internacional de esas que se hacían a finales del siglo XIX en Europa, donde Argentina se mostraba al mundo como el paraíso en la tierra. En esa exposición había un pequeño destacamento militar argentino, que hacía los honores al izado y el arriado del pabellón albiceleste. El gringo, un hombre de imponente estatura y elegante porte, alabó la marcialidad de los soldados, pero no pudo evitar mencionar que “eran todos chinos” Esa no era la imagen de la Argentina moderna que nuestro gringo “piloto de tormentas” quería mostrar en Europa.

Así, fueron pasando los años, gobernaron Roca, Juárez Celman, Pellegrini, Saéz Peña, Uriburu, Roca otra vez, Quintana,  Figueroa Alcorta, y paro acá porque hemos llegado al 1910. Han pasado casi 30 años desde el lema “Paz y Administración”, las fortunas de la elite son tan ingentes, que mientras construyen verdaderos palacios en Buenos Aires, casan a sus hijas con la nobleza europea. No es casualidad que la actual Reina de los Países Bajos sea la hija de quien fuera Secretario de Agricultura y Ganadería y presidente de la Junta Nacional de granos durante la Dictadura de Videla, no, no es casualidad, es costumbre.

Así entonces, llegamos a la celebración del Centenario, y no es cualquier celebración. Es la autocelebración de una aristocracia que se apropió de un país para convertirlo en una fábrica exclusiva de riqueza. La fórmula era sencilla: tierras para producir, y gobiernos para facilitar la comercialización, garantizar los beneficios, minimizar los impuestos, y sostener las alianzas que hagan falta para no perder compradores.

Sinceramente, los entiendo. “Esa” Argentina tenía mucho que celebrar. Para la otra, la de los desclasados, la de los que no tenían ni tierras ni futuro, no había celebración alguna. En aquella Argentina, que aún hoy cada tanto alguno señala como idílica, potencia económica y sin fractura social, había un enorme submundo de seres tan atrozmente desplazados, que, a 111 años de distancia, no se los percibe. Y es que no salieron en la foto.

Los años pasaron, la “Generación del 80” dejó su sitio y otros conceptos de Nación surgieron, se aplicaron y cayeron también. Para el Bicentenario, la celebración fue más abarcativa, pero también surgieron dudas, ya que más allá de la redondez de la efeméride, no parecía que hubiera mucho que celebrar. Hoy, a 211 años del primer gobierno patrio, seguimos divididos entre los muy ricos y el resto; entre las provincias y una capital que ni cambiándose el nombre a un acrónimo se siente parte del resto; entre civilización y barbarie, sin que nadie tenga del todo claro dónde están los bárbaros y dónde los civilizados; continuamos en un país donde sigue dando lo mismo que sea cura, colchonero, Rey de bastos, caradura o polizón.

Pero de todos modos y porque somos, a pesar de nuestra historia, un pueblo alegre, porque con todo en contra alguna vez también supimos alzar la voz, porque tenemos el orgullo de seguir siendo los descendientes históricos de los que liberaron América y porque hemos hecho de la supervivencia un arte, es que seguimos  encontrando motivos para celebrar. Ya sea que ganamos la Copa América, o porque ganó Defensores de Belgrano, o si Las Leonas sacaron plata en Tokio, o si a un ex presidente lo van a imputar por tráfico de armas.

O como es mi caso ahora, en el que levanto mi copa literaria para brindar con mucha felicidad por este primer año de nuestra querida Revista Cara de Perro.

 

El NegroFiero

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