Levantar la voz

Revista Número 13

NegroFiero

¡Menudo revuelo armó el anterior escrito “Celebraciones” en la red! Todo por mencionar a Julio Argentino Roca y señalarlo como el que llevó el timón en el primer tramo del proceso que consideré resumido con la frase usada en su campaña, “Paz y administración”. La verdad es que los argentinos somos así, no hay manera de que veamos en tonos grises y, según quien opine, Roca fue un genocida o fue el mayor estadista de nuestra historia.

Cuando se revisa el pasado, y no estoy hablando de “revisionismo” sino simplemente de volver a echar una mirada a la historia para profundizar un poco el propio conocimiento, se corre el riesgo de encontrar actos honorables en lugares insospechados, o hasta peligrosos, si es que a uno se le ocurre la insensata idea de ponderar positivamente actos de gobiernos o personajes a los que la opinión pública moderna condenó. Un caso puede ser el de Domingo Faustino Sarmiento, prócer alabado en las aulas a fuerza de repetición, que luego es odiado fuera de ellas, ya sea por simple reacción a tanto “Padre del aula”, o porque la visión moderna decidió que su figura es repugnante. Así, decir que Sarmiento fue el mejor escritor argentino del siglo XIX puede atraer un terremoto de insultos y saludos para las madres, tanto para la de Domingo, como para la mía. No hablemos de lo que ocurriría si además de alabar su escritura me pusiese a decir que era un genio absoluto que podía abarcarlo casi todo, un verdadero creador multifacético de la Argentina moderna. Muchos vendrían a señalarme con desprecio que estaría yo defendiendo a un genocida que quería matar indios y gauchos para reemplazarlos por inmigrantes europeos. “No trate de economizar sangre de gauchos; éste es un abono que es preciso hacer útil al país; la sangre es lo único que tienen de seres”, ésta es la frase más citada, originada en una carta de Sarmiento a Bartolomé Mitre, y con esa oración se borran y niegan páginas de genialidad. Que cada cual piense como quiera, yo seguiré viendo a un genio donde otros prefieren vengarse al grito de “tiro los libros al viento…

Avisado el lector de esta manera que amo a Sarmiento desde que leí el Facundo por primera vez a los doce años en un ejemplar que ha emigrado conmigo además de poseer otras ediciones con el único objeto de regalarlas a quien considere que merezca semejante honor, puedo entonces entrar en la historia que quiero hoy contar y que trata sobre un ministro del personaje histórico cuya mención generó tanta polémica en mi escrito anterior.

Vamos a remontarnos en el tiempo y la geografía, para recalar por las llanuras venezolanas y verlas asoladas por la guerra civil, los alzamientos de caudillos de una u otra región del país, y a su economía desbastada por la guerra y la pobreza, que de tan persistente que es en nuestras tierras, ya parece signo de identidad latinoamericana. La muerte del expresidente de Venezuela y hombre fuerte, Joaquín Crespo, en la batalla de la Mata Carmelera el 16 de abril de 1898 abrió este período violento y destructor.

Estamos en 1902,  Cipriano Castro Ruiz lleva un par de años en el poder. Con su Invasión de los 60 logró imponerse sobre otros aspirantes, alzarse con el poder y encarar un proyecto centralista y modernizador, pero durante este 1902 está haciendo frente a otra revolución, autodenominada Revolución Libertadora, (ni libertadores, ni originales, los del 55…).

Esta revolución contra Castro Ruiz está encabezada nada más ni nada menos que por un banquero, Manuel Antonio Matos, quien tiene poderosos contactos en el “mundo civilizado”, goza de las simpatías de las potencias europeas y recibe financiación a espuertas. Lamentablemente para Matos y sus inversores, nada pudo evitar que Castro Ruiz lograra finalmente derrotarlo. El fracaso de la revolución impacientó a los inversores extranjeros, que creían haber hecho una apuesta ganadora, por lo que a fines de 1902 Inglaterra, Alemania e Italia, secundados por España, Bélgica y Holanda, deciden reclamarle todas las deudas al gobierno venezolano, incluyendo un cálculo delirante de daños sufridos por los súbditos y las empresas de esos países durante la guerra civil. ¿Suena familiar? Meterse con Venezuela parece ser un hobby de los países poderosos.

La respuesta de Venezuela fue suspender todos los servicios de la deuda externa. Lo que se dice en moderno: un default. De esta manera, los civilizados países europeos, pero especialmente Inglaterra, Alemania e Italia, decidieron pasar a la acción bloqueando los puertos venezolanos y bombardeando con sus acorazados los puertos y las ciudades costeras. Venezuela apenas contaba con algunos barquitos que no tenían absolutamente nada que hacer frente a las flotas coordinadas de las mayores potencias mundiales.

El gobierno venezolano, incapaz de poder hacer frente a los bloqueos de sus puertos y a los bombardeos de instalaciones portuarias o ciudades costeras, apeló a la ayuda norteamericana, alegando el amparo de la doctrina Monroe, aquella que se resumía como “América para los americanos”. En EEUU gobernaba entonces Theodore Roosevelt, que no tenía nada que ver con el simpático, tímido y enamoradizo personaje interpretado por Robbin Williams en Una noche en el museo, sino que era un belicoso militar que había peleado como voluntario contra España en Cuba siendo uno de los jefes de los Rough Riders con el grado de coronel. Orgulloso de su participación en la guerra, era un imperialista convencido del “destino manifiesto” de los EEUU y cultor de la “política del Gran Garrote”. Pensemos que Roosevelt estaba tras la construcción del canal de Panamá, que era entonces una región perteneciente a Colombia, pero que cuando Colombia rechazó firmar el tratado Herrán-Hay, que habilitaba a EEUU a hacer el canal, milagrosamente aparecieron unos revolucionarios a la carta que declararon la oportuna independencia de Panamá y cuya primera decisión de gobierno fue, justamente, firmar el tratado Herrán-Hay. Qué volubles que somos los latinoamericanos, ¿no?

Siguiendo con el relato, Theodore Roosevelt se pasa la solicitud de ayuda venezolana por donde se pasan aquellas cosas que no nos importan, afirmando que las potencias europeas sólo quieren cobrar, ¡pobrecitas!, y que no hay intención de invadir y ocupar territorios, por lo que la doctrina Monroe no es aplicable al caso. ¡Chau Venezuela, que te garúe finito! Pero, para no ser del todo descortés, se ofreció como mediador entre los venezolanos y los europeos.

En toda Latinoamérica la opinión popular se volcó completamente a favor de la ultrajada Venezuela, pero ningún país movió un dedo en favor de los caribeños, ninguno, con la salvedad de una única y honrosa excepción.

En ese año 1902 gobernaba en Argentina el, digamos, hoy polémico Julio Argentino Roca. Está en su segundo gobierno, llevando las riendas de un país que, recuperado de la crisis económica desastrosa que estalló durante el gobierno de su concuñado Miguel Ángel Juárez Celman, está modernizándose a pasos agigantados mientras cada año aumenta su producción agropecuaria y está ya camino de convertirse en “el granero del mundo”. No voy a caer en el discurso repetido de que Argentina era o estaba a punto de ser una potencia, nada más lejos de la realidad. No hay que centrarse sólo en los números de la macroeconomía. Por muy buenos que fuesen esos números, Argentina era tan dependiente de Inglaterra que, a todos los efectos, parecía más una colonia autogestionada que un Estado soberano. La riqueza que se generaba se estaba concentrando de manera brutal en una aristocracia cada vez más poderosa, mientras que la gran mayoría de la población vivía hacinada en conventillos insalubres y apenas subsistiendo, o trabajaba en el campo en condiciones de casi esclavitud.

Sin embargo, desde el fin de la fratricida guerra contra el Paraguay y del decaimiento del poder provincial, el Estado nacional se estableció con solidez y, pese a la falta de libertad política ya que aún faltan diez años para la Ley Sáenz Peña, lo cierto es que hay una estabilidad que está permitiendo el crecimiento económico, el aumento de la producción, el incremento de las exportaciones, y la aparición en las ciudades de una pequeña clase media formada por pequeños empresarios, profesionales y empleados jerárquicos. En comparación con Venezuela, aún en guerra civil en este 1902, podría decirse que Argentina llevaba casi unos 30 años de adelanto.

Las deudas externas agobiaban ya entonces a los países americanos, incluida la Argentina que, entre muchos otros, aún debía pagar el famoso empréstito Baring, tomado por Bernardino Rivadavia en 1824 y que sería el primero de una serie, ¿infinita?, de deudas asumidas por el Estado argentino. Este primer préstamo se cancelaría en 1903, habiéndose pagado por los 2,8 millones de libras asumidos, la cantidad total de 23,7 millones, poco más de 8 veces la cantidad recibida, (sin mencionar que de los 2,8 millones prestados, a Argentina apenas llegaron 570.000 libras…)

En este contexto, la situación de Venezuela sólo anunciaba futuros problemas para los demás estados americanos y, por eso, el ministro de Relaciones Exteriores de Argentina, Luis María Drago, hijo de una familia de buena posición, miembro del PAN (Partido Autonomista Nacional), legislador y representante argentino en diferentes conferencias, consideró que era preciso actuar en el conflicto e intentar sentar bases que impidan en el futuro el uso de la fuerza para el cobro de deudas.

Así es entonces que la República Argentina decide intervenir en el conflicto, una vez que el presidente Julio Argentino Roca, convencido por Drago y con el apoyo de Bartolomé Mitre, da el visto bueno al envío de un despacho oficial al gobierno de los Estados Unidos, que entre otras cosas decía así:

“Entre los principios fundamentales del Derecho Público Internacional que la humanidad ha consagrado, es uno de los más preciosos el que determina que todos los Estados, cualquiera que sea la fuerza de que dispongan, son entidades de derecho, perfectamente iguales entre sí y recíprocamente acreedoras, por ello, a las mismas consideraciones y respeto”

“El cobro militar de los empréstitos supone la ocupación territorial para hacerlo efectivo y la ocupación territorial significa la supresión o subordinación de los gobiernos locales en los países a que se extiende. Tal situación aparece contrariando visiblemente los principios muchas veces proclamados por las naciones de América y muy particularmente la Doctrina de Monroe con tanto celo sostenida y defendida en todo tiempo por los Estados Unidos, doctrina a que la República Argentina ha adherido antes de ahora. (…)”

“Lo único que la República Argentina sostiene y lo que verá con gran satisfacción consagrado con motivo de los sucesos de Venezuela es el principio aceptado de que no puede haber expansión territorial en América, ni opresión de los pueblos de este continente, porque una desgraciada situación financiera pudiese llevar a algunos de ellos a diferir el cumplimiento de sus compromisos. En una palabra, el principio que quisiera ver reconocido es el de que la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas por una potencia europea”.

La nota representó en cierto sentido un acercamiento a Estados Unidos, toda vez que apelaba a la doctrina Monroe para solicitar la intervención norteamericana en el conflicto, al tiempo que señalaba el principio de que el incumplimiento de una deuda pública no daba lugar a la intervención armada.

Estados Unidos, al igual que hizo con la solicitud del gobierno venezolano, reafirmó su visión de que la intervención militar por cuestión de deuda no violaba la doctrina Monroe, aunque no rechazó –ni aceptó- la nota argentina. Sin embargo, la prensa norteamericana se volcó completamente a favor de la postura argentina, al igual que la opinión pública.

Al final, el conflicto en Venezuela se resolvió por la mediación de los Estados Unidos, que incidieron para que las potencias abandonen la intervención militar, mientras Venezuela se obligaba al complimiento de los servicios de la deuda. La doctrina Drago pudo haber tenido cierta incidencia en el cambio de la situación, pero su aplicación efectiva fue limitada. Recién en 1907, en la Conferencia de La Haya, se debatió sobre el uso de la fuerza para el cobro de deudas, sin mucha definición.

Pese a todo, la doctrina Drago, modificada o limitada, terminó reconocida como norma jurídica internacional. Ese despacho enviado por el gobierno argentino del presidente al que tanto odiamos hoy, fue la única reacción latinoamericana a la intervención militar europea en Venezuela.

Resulta sorprendente ver en aquellos oligarcas actos de verdadera solidaridad latinoamericana. Y más cuando se considera que apoyando a Venezuela se actuaba en contra del principal socio comercial, el principal destino de todas nuestras exportaciones y también casi el único acreedor de todas nuestras deudas: el Reino Unido. Quizás aquellos políticos de principio de siglo eran conscientes del futuro de endeudamiento que esperaba a nuestra nación y levantar la voz por Venezuela no era otra cosa que defendernos a nosotros mismos. O quizás sencillamente se creyeron con la autoridad suficiente para actuar en el escenario internacional, poniendo a la Argentina en el mapa como actor en los sucesos, aunque sea en los americanos.

En todo caso aquélla fue una acción que, por poca cosa que pudiese parecer, resultó muy osada. Otra de esas acciones que parecen indicar que, más allá de nuestro presente poco prometedor, la República Argentina es una nación que tiene la capacidad de, a veces, hacer cosas sorprendentes y gallardas.

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