La vida, la muerte, el queso brie

Revista Número 5

Por Fernanda Cava

Papá y mamá estuvieron veinticinco años sin hablarse. Cuando pasaron los diez años de silencio recíproco, ninguno de los dos recordaba el motivo por el que habían dejado de decirse las cosas, pero el desprecio mutuo quedó, incluso creció, y se podía respirar en el ambiente con la densidad de una gelatina vieja. Ambos habían encontrado en el silencio un aliado incondicional, un arma, algo así como una pared donde apoyarse en los buenos y en los malos momentos.

Papá murió en el ‘83 y para mamá fue como si lo hubiera hecho a propósito. No le había alcanzado con veinticinco años de silencio, el viejo zorro además tenía que morirse primero. El día del funeral lloró con un desconsuelo adolescente, golpeó puertas y rompió seis vasos de whisky contra la pared (papá tomaba whisky). Finalmente, puso sus cenizas en un jarrón plateado y le adjudicó un lugar central en el comedor, muy cerca de la cabecera donde él se sentaba a leer el diario, callado, por supuesto.

A partir de ese día, no se separó de su lado. Empezó a hablar de él como si estuviera ahí en cuerpo y alma, señalando el jarrón cada vez que hablaba de tu padre, y comenzó a conversarle como no lo había hecho en un cuarto de siglo: –¿A vos te parece? Un hijo ingeniero y yo con la canilla rota. En casa de herrero… ¿Qué preparo de cenar? Algo liviano, ¿no? Otra vez sin luz. Estos son los delincuentes que nos gobiernan.

Si hablaba desde la cocina, levantaba la voz como para que él no dejara de escucharla y así iba dejando declaraciones, frases hechas y preguntas sin respuesta acumuladas en el comedor.

Los domingos mamá le leía los avisos fúnebres a papá (a los dos meses del funeral ya todos le decíamos papá al jarrón) jugando a buscar conocidos del otro lado de la vida y a descubrir relaciones en la familia que estaba de este lado.

–Mirá, participan dos hijos por un lado y un tercero por otro. Ahí hubo rosca, no me digas, porque si no los hermanos participan juntos.

Mamá no paraba de hablar. Era como si la situación la rejuveneciera. Hablaba de día, de noche, de lejos, de cerca, de todo, nombrando siempre a papá como si no quisiera dejarlo descansar ni un segundo.

–La muerte cambia a los que se van, pero también a los que se quedan –decía mi hermano, haciendo alarde de un sentido filosófico tan precario que reafirmaba su pertenencia a la familia con una contundencia brutal.

Hasta que una mañana mamá se levantó, hablando como siempre, y cuando entró al comedor se frenó en seco. Corrió al teléfono y marcó el número de mi hermano:

–Sergio, tu padre no está.

–Y no, mamá, no está.

–No, no entendés, lo perdimos.

–Sí mamá, hace dos años ya que lo perdimos.

–Anoche estaba, Sergio, por favor, no me vuelvas loca.

A la hora y media había cónclave de tías en casa de mamá. Papá había desaparecido. Ella quería llamar a la policía y los demás intentábamos convencerla de que lo mejor era dejarlo, estuviese donde estuviese.

–Si amas a alguien, déjalo ir… –arrancó mi hermano, pero fue sabiamente interrumpido por tía Águeda, que le dio un codazo suave y le pidió bajito si podía ir a la cocina a hacer café.

Mamá no recordaba cuándo había sido la última vez que había visto a papá. Últimamente le hablaba sin mirarlo por esta cosa de que papá no manifestaba ningún tipo de emoción. Águeda entonces empezó por el principio: la búsqueda de testigos.

–¿Le preguntaste a la empleada si lo vio?

–Hoy no vino –respondió mamá.

–¿No viene los martes?

–Sí, pero no vino. ¿Vos decís que se fue con la empleada?

–Por qué no –agregó Sergio entrando con una bandeja llena de tazas y pegando la vuelta cuando todas las miradas se clavaron en él–. Uh, falta azúcar.

El concilio duró unos treinta minutos y como no logró llegar a ningún tipo de certeza sobre el asunto, se disolvió con la promesa de mamá de ponerse en contacto con todos ni bien tuviera novedades. A partir de ese día mamá volvió a hablar poco y nada. Solo repetía que el que solo se va, solo vuelve, y quedó enredada en esa frase y en el vacío que deja la falta de enemigo, sin más alternativa que deponer su artillería de silencios y palabras.

El tiempo pasó, mamá cambió de empleada y una mañana de marzo la encontró lustrando con énfasis el jarrón vacío, que ahora tenía un brillo de anuncio de televisión.

–Mire qué lindo quedó. Lo encontré caído atrás de aquel mueble tan pesado, estaba lleno de tierra, opaco. Una pena que no se luzca.

Mamá escuchó en ese momento el camión de la basura. Imaginó que ahí se estaba yendo papá, sonriente y acurrucado en una bolsita verde de supermercado. Viejo zorro, siempre se sale con la suya.

–Está hermoso –dijo mamá tirando el jarrón al tacho de reciclables y cerrando la frase sin siquiera mirar a la empleada–, andá nomás y sabés qué, no vuelvas.

Y aunque vivió muchos años más, esas fueron las últimas palabras que le oímos decir. Salvo un domingo que estábamos todos en su casa y entró Sergio sonriente con una bolsita verde de supermercado en la mano.

–No sabés lo que te traje –dijo mirándola a los ojos.

Ella se puso de pie, lo miró con la cara iluminada y los ojos muy abiertos, como si de golpe recuperara la vitalidad y se le borraran las arrugas. Se acercó con la impaciencia de los chicos mientras decía con un hilo de voz No me digas… Los ojos se le llegaron a nublar de la emoción y estaba a punto de llorar cuando Sergio metió la mano adentro de la bolsa y sacó un queso brie. Entonces ella lo miró con una sonrisa triste, se sentó y, con el queso en la falda, se volvió a callar.

 

 

Fernanda Cava es Licenciada en Comunicación Social por la Universidad de Buenos Aires y estudió Letras en la misma Universidad.

Entre 1991 y 2005 trabajó como redactora en el departamento creativo de distintas agencias de publicidad. Escribió comerciales de televisión, de radio, hizo avisos de gráfica, vía pública y para medios no tradicionales.

En 2005 comenzó a trabajar como productora independiente para diferentes espectáculos y festivales, mientras continuaba escribiendo en forma freelance para agencias y publicaciones.

Hoy desarrolla y produce contenidos para productoras, agencias de publicidad y organismos culturales. Piensa, escribe, produce. En ese orden o por separado.

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