Mecanismo de escape

Revista Número 8

Por Sebastián Martinez

Desde una semana antes, tal vez un poco más, mi vieja era puro nervio. El ambiente en casa se iba poniendo cada vez más espeso a medida que se acercaba el 24. Los preparativos arrancaban antes de tiempo, exageradamente antes de tiempo. Como si fuésemos a recibir a una multitud.

Mi vieja se despertaba con una expresión severa y la mantenía durante todo el día. Destilaba fastidio, escupía frases cargadas de bronca. No sabíamos bien a quién iban destinadas; Rafa y yo nos llevábamos la mayor parte sólo por estar ahí.

Mi viejo era profesor de tenis en esa época, aunque siempre fue de inventarse oficios. Trabajó años en una relojería; se le daba bien la precisión, lo meticuloso. Pero desde la irrupción de Vilas lo que había empezado como una changa de fines de semana se convirtió en su actividad principal. En poco tiempo tenía todos los turnos tomados –incluso había lista de espera‒ y se pasaba el día entero fuera de casa. Nosotros tampoco estábamos mucho en casa durante el verano, por lo general nos íbamos al club. A otro, no al que trabajaba mi viejo. Pero los días previos a la Navidad no había pileta ni rutina que estuviera por encima de lo que mi vieja llamaba Limpieza General. Un despliegue de trapos y plumeros, máquina de encerar y placares abiertos de par en par que se hacía interminable. No importaba que estuviese Gregoria para ocuparse de las cosas de la casa. No importaba que Rafa y yo pasáramos horas con la gamuza refregando porcelanas o sacándole brillo a los cubiertos de plata que nunca usábamos. No importaba siquiera si lo hacíamos bien o mal –más allá de los insultos o algún cachetazo‒, porque en el fondo la cosa no tenía que ver con limpiar sino con transitar con mi vieja los asuntos que, usando palabras de ella, le envenenaban la vida. Ese año, esas semanas finales del año, la cuestión eran las vacaciones en Mar del Plata. El chalet que nos esperaba en pocos días ‒alquilado hacía meses por insistencia suya‒, ahora no terminaba de llenarla. En el club la gente empezaba a viajar a Miami.

 

Recibir en casa para Navidad era algo bastante nuevo. Antes la pasábamos en lo de lo Freddy y Mónica, los Mettler, que tenían hijos de nuestras edades y una casa con jardín. Rafa jugaba con los más chiquitos, yo trataba de impresionar a Denise que prefería quedarse conmigo en vez de hacer las estupideces que hacían sus hermanos y el mío. Las estupideces eran tirar petardos o buscar bichos debajo de las piedras, cosas que en realidad me encantaban. Pero Denise me miraba de una manera que me hacía sentir grande. La última Navidad que pasamos en su casa estaba más alta y más rubia de lo que la recordaba. Nos sentamos al borde de un cantero al fondo del jardín donde la luz disminuía un poco. Los adultos se arremolinaban debajo de la guirnalda de bombitas que cruzaba el ancho del terreno, descorchaban sidra, fumaban, hacían chistes que Denise y yo no terminábamos de entender pero hacíamos como que sí. Nos mirábamos de reojo. Yo también miraba mi reloj cada vez que podía. No porque estuviera apurado para que se hicieran las doce sino por el placer de verlo brillar en mi muñeca. Era un Seiko de malla metálica, automático, veintiún rubíes: un reloj de hombre. Denise no le sacaba los ojos de encima y de alguna manera era como si me mirase a mí. A ella no parecía importarle que me quedara callado. Cada tanto me preguntaba la hora.

–Yo todavía soy chica para tener reloj.

‒¿No pediste uno para Navidad?

‒Mi papá dice que tengo que esperar hasta séptimo grado.

‒Yo paso a sexto. Y Papá Noel… y a mí me lo regalaron el año pasado.

‒Sí, ya sé… pero tu papá es relojero.

‒Ya no –dije con algo de nostalgia, aunque no supe bien por qué. Nos iba mucho mejor desde que mi viejo daba clases de tenis.

‒¿Lo puedo ver? –preguntó Denise.

Las agujas tenían una leve fosforescencia. Ella se inclinó para verlas de cerca. Su pelo cayó sobre mi brazo, como una caricia.

‒Hay demasiada luz acá dije, y traté de oscurecer la esfera haciendo sombra con la otra mano.

‒¿Ves bien ahí?

Acercó su cuerpo contra el mío, envolvió mi mano entre las suyas para oscurecer aún más el reloj, y apoyó la frente como si estuviese frente a un microscopio.

‒Tomate tu tiempo. Todo el tiempo que quieras ‒me hubiese gustado decirle.

No quise ni respirar ni moverme ni hacer nada que pudiera interrumpir el momento. ¿Cuánto dura? ¿Cómo se mide un estado de shock?

Después ella apartó las manos, volcó el pelo hacia el otro lado de la cabeza, y como si fuera lo más natural del mundo, apoyó la oreja sobre el vidrio del reloj, aunque yo sentí que se había recostado sobre mí.

‒Es increíble que haya un montón de engranajes en miniatura ahí adentro, ¿no? ‒preguntó Denise. Sus labios me rozaron la piel. 

Le podría haber contestado que ese montón de engranajes se llamaba mecanismo de escape. Que era un sistema de precisión diseñado para garantizar el movimiento constante a lo largo del tiempo. Años. Décadas de un sincronismo inalterable. O que si eso sonaba muy complicado lo podíamos pensar simplemente como el alma del reloj. Así me lo había explicado mi viejo en el fondo de la relojería cuando me dejaba verlo trabajar. Y no es que yo entendiera exactamente lo que significaba, pero lo podía repetir de memoria como la vez que di una clase especial en el colegio y me saqué un diez.

Sin embargo no pude decir ni una palabra de todo eso.

‒Increíble, sí ‒contesté.

La miré apoyada contra mi brazo. Ella seguía escuchando el tictac como si no importara otra cosa en el mundo. Debía darse cuenta de que la miraba porque se le enrojeció la cara. O al menos la mejilla que yo podía ver. Sus ojos apuntaban lejos, hacia las risas de los adultos que parecían venir de otra fiesta.

¿Cuánto más vas a quedarte así? ¿Puedo jugar con tu pelo? ¿Querés ser mi novia? Denise levantó la vista como si me hubiera escuchado. Sonrió.

‒Hay chizitos ‒dijo después‒. ¿Vamos?

Cuando llegaban las doce alguno de los adultos que no hubiese tomado demasiado se disfrazaba de Papá Noel, repartía los regalos entre risotadas y aplausos. Denise y yo mirábamos la excitación de los más chicos por encima del hombro, nos burlábamos de su inocencia.

Después vino la pelea –una discusión entre mi vieja y Mónica que empezó por el vitel toné y terminó en escándalo– y nunca más volvieron a verse. Nunca más volvimos a vernos Denise y yo. O en realidad sí, pero ya éramos mucho más grandes y se nos dio por hacernos los indiferentes.

 

De ahí en más las fiestas se convirtieron en un trámite denso, una reunión en el living de nuestro departamento a la que sólo venían mis abuelos paternos y la hermana de mi vieja, la tía Graciela, con su reciente marido. Era toda la familia que teníamos. 

Aquel año, en esos días de furia y Limpieza General, mi vieja se peleó también con su hermana por el alquiler de la carpa en Playa Grande. Fue por teléfono. El tono se puso cada vez más agresivo hasta que mi vieja estrelló el tubo color marfil contra el aparato. Para Rafa y para mí fue un golpe, la tía Graciela nos hacía buenos regalos. Ahora quedábamos en manos de lo que pudieran traer los abuelos, esos amables desconocidos que veíamos una o dos veces por año.

 

Quince minutos antes de la hora prevista todo estaba dispuesto como le gustaba a mi vieja. Las aspirinas en los floreros para que los crisantemos se abrieran, las velas encendidas, el pesebre con el niño cubierto hasta que llegara la medianoche, la vajilla de gala y la música clásica.

Rafa y yo ‒idénticas camisas blancas, peinados, perfumados‒, esperábamos a que sonara el timbre para tirarnos arriba de las papas fritas, o al menos para sentarnos en los sillones del living que por orden suprema no podían usarse antes de que llegaran los invitados. Los almohadones debían verse mullidos e intactos hasta que los visitantes se desplomaran sobre ellos.

La abuela Alba generaba algo especial en mi vieja, yo no entendía bien qué. La veía como una señora que sonreía desde que llegaba hasta que se iba, que hacía gestos suaves con las manos, y sus comentarios, tal vez por el aflautado tono de voz, parecían de lo más inofensivos. Años más tarde supe que lo suyo era sarcasmo. Cuando todo había terminado, en la madrugada, me llegaba el murmullo de las peleas desde la habitación de mis viejos.

El abuelo Florentino era un señor bonachón. Bajito pero robusto, bigote canoso, ojos claros, mirada franca. Cada vez que venía a casa, o en las raras ocasiones que íbamos a la suya, le pedíamos que nos mostrara sus músculos. Después de negarse dos o tres veces, se terminaba por arremangar la camisa y flexionaba el brazo. Entonces aparecía un bíceps macizo y redondo, como si tuviese una pelota de tenis bajo la piel. Rafa se colgaba del brazo y se balanceaba mientras el abuelo sonreía al mismo tiempo que se le enrojecía la cara. Después, como si nunca lo hubiésemos escuchado, nos hablaba de la época en la que recién bajado del barco, con apenas catorce años, se ganaba la vida levantando barriles en los almacenes. La historia la conocíamos bien, pero la escuchábamos fascinados porque siempre le cambiaba algún detalle, y sobre todo, por el acento asturiano que hacía que todo lo que contaba sonara más lejano.

Sentadas a la mesa mi vieja y la abuela no podían verse más distintas, como si se esforzaran por alimentar la rivalidad ancestral entre nuera y suegra. Mi vieja tenía el pelo batido y ondulado con reflejos rubios, como uno de los Ángeles de Charly. El bronceado de su piel daba a pensar que no hacía otra cosa que tomar sol en la terraza del club, y la verdad es que no hacía mucho más que eso.

La abuela Alba era de piel blanca, casi transparente. Debajo de los pómulos se le dibujaban unas líneas rojizas que formaban algo similar al delta de un río. Tenía el pelo oscuro y se peinaba hacia atrás, de modo que la redondez de su cara se hacía más notoria todavía. La frente le brillaba como si se la lustrara, las cejas parecían dibujadas con lápiz. Se maquillaba los párpados de color turquesa, los labios en cambio los dejaba al natural. Mi vieja usaba colores vistosos y ropa que veía en las revistas de moda. La abuela no salía de sus blusas color beige, sus faldas marrones.

A la hora de servir la comida las dos se medían en un duelo de protocolos que ninguna conocía de primera mano, pero que pretendían dominar como mujeres refinadas. Del mundo de los adultos se me escapaba casi todo, pero sabía perfectamente dos de las cosas de la abuela que a mi vieja la sacaban de quicio. Una era una pavada: no podía evitar contar como al pasar que a cada rato la paraban en la calle para decirle lo parecida que era a la reina de Inglaterra. Siempre tenía una anécdota nueva. Mi vieja esperó que llegara el momento. La dejó hablar –relamiéndose‒, y entonces me preguntó:

‒¿Y a mí Chino, con quién me confundieron el otro día que fuimos al centro? ¿A ver?, contale a la abuela.

‒Con la reina de España dije dando fe de que la cajera de un negocio le había resaltado el parecido.

Años más tarde, viendo las fotos, pude comprobar que en los dos casos la semejanza era bastante cierta. No sé si para confundirlas pero por qué no para pensarlas como dobles de cuerpo de la realeza. Les hubiera encantado.

El otro tema que hacía que mi vieja perdiera la paciencia, era el tío Bocha. O mejor dicho, la manera en que la abuela Alba hablaba del tío Bocha. Mi viejo también se inquietaba, porque a pesar de que Bocha era su hermano menor y lo adoraba, le molestaba la preferencia que su madre no sólo no ocultaba, sino que sacaba a relucir cada vez que podía.

El tío Bocha era un tipo que parecía destinado a vivir lo que el resto de la gente apenas podía fantasear. La descripción puede no ser del todo ajustada, pero sirve para empezar.

Cuando a mi viejo lo contrataron en un club importante tuvo que dejar unas clases sueltas que daba en el Sheraton. El tío Bocha agarró el puesto vacante recomendado por él. Gracias a su simpatía y a las relaciones que hizo en el hotel, en unos meses a Bocha le ofrecieron trabajo en Nueva York, en un club de tenis que estaba por inaugurar. Mi viejo se puso contento por su hermano, pero no pudo evitar sentir que algo, aunque no supiera bien qué, se le había escapado para siempre.

De todos modos en aquel tiempo mi viejo se consideraba un tipo exitoso. El club donde trabajaba organizaba torneos con estrellas internacionales, y de pronto se encontraba mano a mano con Nastase o Adriano Panatta, e incluso años más tarde lo haría con Connors y Borg. Con Vilas tenía contacto frecuente. Más de una vez lo acompañé a reuniones que sucedían en vestuarios después de los entrenamientos. Hablaban de exhibiciones o de alguna gira.

Pero si Vilas iba a jugar a Nueva York, paraba a dormir en lo del tío Bocha. Salían a comer a restaurantes, recorrían la ciudad. A veces hasta viajaban juntos a Montecarlo o a Londres. Vilas a competir, Bocha a sonreír en las fiestas, a cortejar condesas o actrices de cine. También se codeaba con el mundo de la Fórmula 1 de aquel entonces. O eso por lo menos era lo que contaba la abuela Alba.

El problema era que la abuela lo contaba como si ella lo estuviese viendo. Reproducía los diálogos de Bocha con distinguidos millonarios, diplomáticos, y hasta miembros de la realeza. Para darle más veracidad usaba el vocabulario de un inglés que se había inventado. Susurraba las palabras como si tuviera temor de que la escena se desvaneciera ante un sonido brusco, como si fuese una médium que nos traía fragmentos de otras vidas que desfilaban delante suyo, y sólo ella podía ver. Mientras hablaba, la abuela no miraba a ninguno de los que estábamos en la mesa. Sus ojos se perdían en un punto indefinido y distante. Creo que las historias de Bocha se las contaba a ella misma. Los demás éramos extras.

Yo miraba la hora a cada rato. En parte porque me aburría o me incomodaban las conversaciones y recurría al reloj como si fuera algún tipo de refugio –con la vista fija en el cuadrante podía pensar en Denise o en los goles del Gringo Scotta sin que nada me distrajera‒, y también porque quería ver como se producía el cambio de fecha al llegar la medianoche. En un momento determinado el 24 se empezaría a mover muy despacio hacia arriba para dejarle su lugar al 25. Quería detectar el momento exacto en que se desencadenaba el movimiento, y una vez que sucediera, seguirlo con atención para descubrir qué tan sincronizado estaba el calendario de mi Seiko. Además tenía la idea de que en la transición entre un día y otro debía pasar algo misterioso. No sabía bien qué, pero algo. La mayoría de las noches estaba durmiendo a esa hora.

Era en verdad exasperante –había que darle la razón a mi vieja‒, que la abuela hablara con tanto detalle del tío Bocha. Sobre todo sabiendo como sabíamos que no había escrito más de tres cartas en los últimos años, y que cuando llamaba por teléfono era más que nada para que supiéramos que seguía vivo.

Tantos años después resulta fácil suponer que mi abuela se armaba ficciones con los dos o tres datos que tenía a mano. Usaba el nombre de algún amigote del jet set, los situaba en un palacio o en el court central de Forest Hills, y en ese marco, soltaba su imaginación. Esa misma noche mientras compartíamos nuestra tensa y aburrida cena navideña, el tío Bocha, siempre según la abuela, estaba invitado en casa de uno de sus alumnos millonarios en un rascacielos de Nueva York.

Lo que la abuela Alba no percibía ‒quiero creer‒, es que al mismo tiempo que alimentaba su admiración por Bocha despreciaba todo lo que mi viejo había logrado con bastante sacrificio.

 

El timbre sonó a las once menos diez. Menos ocho, para ser exactos. El 24 estaba firme en su lugar, todavía no había indicios de movimiento. En la mesa nos miramos asombrados. Alguien se equivocó de departamento, supusimos.

‒¿Quién es? preguntó mi viejo.

Contestó una voz de mujer que sonó extraña y poco clara.

De todos modos, mi viejo abrió la puerta.

Del otro lado había una mujer joven. El pelo castaño se perdía detrás de la espalda. Tenía una blusa turquesa, pantalón naranja de tiro alto, y botas blancas hasta las rodillas. Mi viejo desde la puerta, y todos los demás desde la mesa, nos quedamos mirándola en silencio. Era hermosa además de extravagante.

Hello Mr. Martínez, dijo la chica. My name is Sheila Spencer. I have a message from your brother.

Nadie sabía qué decir.

‒¿A quién buscás? preguntó mi viejo.

La chica sonrió. Abrió la boca para volver a hablar, pero antes se escuchó una voz masculina.

‒A vos Martínez, te buscamos a vos ‒dijo Bocha apareciendo por el costado de la puerta, abarcando a Sheila y a mi viejo en un mismo abrazo.

El tío Bocha tenía el pelo enrulado; no muy largo, pero un poco salvaje. Mi viejo en cambio se peinaba a la gomina. Los dos eran prolijísimos para vestir: Bocha con la elegancia del hombre de mundo, mi viejo con la sobriedad de la clase media. A pesar de sus diferencias era visible en el abrazo que se daban –con Sheila atrapada en el medio‒, que el afecto seguía intacto.

‒¿Rascacielos en Nueva York, no? ‒dijo mi vieja por lo bajo, pero a nadie pareció importarle. La Abuela Alba se pasaba un pañuelo por los ojos secos. Mi abuelo lloraba en serio. De a poco todos nos fuimos acercando y como pudimos, formamos un racimo de apretones y abrazos que nunca más volvería a repetirse. 

 

Bocha presentó a Sheila como el amor de su vida. Contó también que había sido Miss Pennsylvania en la adolescencia, y aclaró que para él su reinado seguía vigente. La abuela y mi vieja la recibieron con la suntuosidad que creyeron apropiada. La sentaron entre ellas. Se turnaron para atiborrarla con garrapiñadas, pavita o vitel toné. Cuando mi viejo sirvió sidra, Bocha preguntó si no había champagne.

‒No importa. Queremos anunciarles que nos casamos el mes que viene ‒dijo con la copa en alto.

Sheila estiró la mano para exhibir el anillo de compromiso, pero mi vieja y la abuela reaccionaron demasiado tarde. Se quedó con la mano suspendida en el aire en busca de una mirada cómplice. La única que encontró fue la mía. Sonrió y me guiñó un ojo. Tuve la sensación de que en ese cruce de miradas se había generado un vínculo –disimulé el entusiasmo con la servilleta sobre el pantalón‒, pero Sheila no volvió a mirarme en toda la noche. Ni siquiera cuando intenté hablar un poco en inglés. No le dio bola a nadie en realidad.

Bocha se hizo cargo del resto de la noche. Contó que la boda sería en Philadelphia, la ciudad en la que ella había crecido, y donde la familia había consolidado su fortuna. Después siguió con anécdotas más rutilantes que las que la abuela hubiese podido inventar. Viajes en jets privados, buceo en la Polinesia, safaris en el África. Dentro de la grandilocuencia de sus historias, intentaba mostrarse como un simple tipo con suerte, alguien con el don de estar en el lugar correcto y caerle bien a la gente indicada. Los contactos, decía, eran su capital más valioso. De hecho nos dio la primicia de que por recomendación de alguien muy influyente –no quiso decir quién– estaba a punto de convertirse en el instructor personal de la princesa Yasmine, la hija de Rita Hayworth con Alí Kahn, el príncipe pakistaní. Tendría que instalarse en los Hamptons cuando terminaran de construir la mansión de verano.

La abuela Alba aplaudió más que cuando anunció el casamiento. Se le dibujó un gesto de suficiencia que no se le borró hasta el final de la cena. Nosotros no sabíamos quién era la princesa Yasmine, pero de alguna manera también nos sentimos orgullosos.

Algo emocionado, tal vez entonado por las copas de sidra que se vaciaban una y otra vez, Bocha aprovechó para poner en perspectiva su gran presente. Recordó las necesidades que había pasado como recién llegado a los Estados Unidos. Relató cómo cada obstáculo superado le había dado fuerzas para encontrar su camino. Se proclamó un ejemplo de progreso. No se le ocurrió pensar que su padre, que había dejado España apenas adolescente, podía saber algo del tema. El abuelo asentía en silencio, era incapaz de interrumpirlo o hacerle sombra. Bocha se mostró convencido de que quien se esforzara y estuviese dispuesto a crecer, podía triunfar donde fuera.

‒Menos en la Argentina ‒sentenció.

Nos reímos. Y a continuación escuché por primera vez algo que volvería a oír muchas veces de una manera u otra a lo largo de mi vida. De la boca del tío Bocha y de otra gente también.

‒Es que acá no existe la cultura del trabajo, viejo. Tenemos todo para ser potencia, pero éste es un país de brutos.

Sin dejar que la idea se diluyera, pidió papel y una birome.

Cuando levantó la hoja vimos que había escrito, en letra de imprenta y con mayúsculas, la palabra IGNORANTES. Sostuvo el papel unos segundos para asegurarse de que todos lo hayamos leído. Mientras lo exhibía, nos miraba con una sonrisa tan exasperante como la que sabía poner la abuela. Después lo bajó y volvió a escribir sobre el papel. Lo hizo muy despacio, dándole una cuota de suspenso al momento. Cuando lo levantó vimos que había agregado, con el mismo tipo de letra, la palabra ARGENTINOS.

‒Es un anagrama ‒dijo, como si eso lo explicara todo.

 

El tío Bocha siguió en su rol protagónico. Habló de la maravilla que era de vivir en los Estados Unidos en pleno siglo veinte. De la idiosincrasia, de la modernidad y lo accesible que eran los equipos de música, los relojes digitales o las zapatillas. Sin embargo, no trajo regalos. Ni en ese viaje ni en los que siguieron más adelante. Al día de hoy, cuando con Rafa queremos decir que alguien llega a un cumpleaños con las manos vacías, decimos que llegó como el tío Bocha en Navidad.

Afuera sonaron petardos, se oyeron gritos en los balcones y en las calles.

‒¡Son las doce! ‒gritó mi viejo y volvió a llenar las copas.

Miré el reloj sobresaltado. Eran las doce en punto y el 25 ya ocupaba la mayor parte de la ventanita de la fecha. En el margen superior apenas se veía el último rastro del día que se acababa de ir. La base del dos y una rayita imperceptible del cuatro desaparecían en el pozo del tiempo.

Poco después del brindis, cuando todavía abríamos los pocos regalos del arbolito, Bocha y Sheila dijeron que se tenían que ir. Los esperaban en una fiesta a la que no podían faltar.

Hubo intentos desesperados, sobre todo de parte de mi abuela, de arreglar un almuerzo al día siguiente. Bocha no dio muchas esperanzas. Se volvían en el avión privado de un conocido de Sheila que los había traído, y tenían que estar disponibles para viajar en cuanto les avisaran. Este viaje había sido tan sorpresivo para ellos como para nosotros, dijeron desde la puerta del ascensor.

 

Sólo mis abuelos viajaron para la boda. Cinco meses más tarde, Bocha y Sheila ya estaban separados. Durante los años que siguieron seguimos escuchando las historias de Bocha ya fuera por mi abuela, o por alguna carta que cada tanto recibía mi viejo. Más de una vez lo encontramos en las fotos de las revistas. Tanto en las deportivas como en las de actualidad. Nunca en el centro de la imagen, casi siempre en segundo plano y sin llamar la atención, pero estando siempre donde decía haber estado. Con el tiempo dejó de venir a la Argentina.

Yo lo volví a encontrar mucho tiempo después, cuando fue mi turno de probar suerte en los Estados Unidos. Tuvimos un par de desencuentros, pero una tarde apareció en la caballeriza de los Hamptons donde yo trabajaba. Llegó en un descapotable. Dimos unas vueltas por los pueblitos de la zona y me invitó a almorzar en el puerto. Me contó historias desopilantes con Jack Nicholson y Vitas Gerulaitis. Después me llevó a lo de la princesa Yasmine.

No tardé en darme cuenta que la princesa no estaba en casa; ejércitos de mucamas, paisajistas, pileteros y decoradores preparaban las instalaciones para el verano que estaba por arrancar. Bocha me mostró el garage con los autos de colección, me llevó por los salones desiertos de la planta baja, y al final caminamos hasta las canchas donde daba sus clases. Se las veía cubiertas de hojas por los meses en desuso. Barrimos un buen rato hasta dejar grandes pilones contra el alambrado. Después, jugamos al tenis.

 

Sebastián Martínez (Buenos Aires, 1967) pensó que sería abogado. Empezó los estudios y trabajó en Tribunales pero no tardó en darse cuenta de que no era lo suyo. Se fue de viaje y buscó ganarse la vida. Durante un tiempo cuidó caballos en Estados Unidos sin saber muy bien lo que hacía. Al volver a Buenos Aires empezó a estudiar cine; con el tiempo se convirtió en director de documentales. Mucho después empezó a escribir y no piensa dejar de hacerlo. Se inició en escritura creativa con Alejandra Zina. Actualmente participa del taller de Inés Garland.

 

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