ANTES DE QUE CAYERAN LOS ÁRBOLES, CON ALEJANDRA KAMIYA
Revista Número 11
Por Demian Naón
¿Cómo fue tu infancia en relación con la escritura?
No me imagino mi infancia sin libros o sin árboles y perros. (Esto último a pesar de que vivía en Buenos Aires). Leía mucho y creo que eso va de la mano de que era una niña solitaria. En la casa en la que crecí había una habitación a la que llamábamos “la biblioteca” con libros en las paredes del piso al techo, un escritorio, y un sillón de lectura. La división entre libros para niños y libros de adultos no era estricta: yo tomaba libros a mi antojo, y era lo único que podía pedir que me compraran sin cuestionamientos. “Libros, lo que quieran”, decía mi madre. Los libros estuvieron conmigo, siempre, porque antes de saber leer ya los amaba. Eran objetos mágicos de donde salía gran parte de mi mundo.
Creo que ahí comienza la escritura: leyendo.
A los seis años empecé a escribir y nunca dejé de hacerlo.
¿Cómo es haber crecido en una casa multicultural?
Cuando uno es chico, conoce su casa y sólo puede espiar e imaginar las otras. Después va entrando en las casas de los demás y las toma como referencias, pero sólo ahora puedo mirar con perspectiva y responderte que esa multiculturalidad moldeó mi manera de pensar. Había un intercambio constante y una convivencia que iba tomando de este lado y del otro para avanzar. Obviamente había más incidencia de la cultura en la que estábamos insertos y creo que la cultura de la madre, en mi caso argentina, suele tener más peso, al menos en esa época y de acuerdo al modo en el que vivíamos. Pero yo siempre tuve una fuerte sensación de “no encajar” y tal vez por eso la otra cultura, la japonesa, se volvió una especie de respuesta a todas las preguntas que uno se va haciendo mientras se construye a sí mismo.
Sabemos que la maternidad y haber ganado el concurso de una revista de supermercado dan inicio a que te plantearas la posibilidad de ser escritora, ¿había una escritora antes?
Claro que sí, pero las cosas que están latentes de algún modo no son hasta que se manifiestan. Si había una escritora que no escribía, ¿era una escritora?
¿Llevás un diario personal?
No de manera sistemática. No tengo un cuaderno con entradas por fecha y un registro minucioso. Pero sí escribo todo el tiempo, en libretas que encuentro por mi casa o en otros lugares, en papelitos sueltos, en mi computadora pero en archivos que quedan ahí perdidos en ese lugar rarísimo que es la virtualidad.
Tengo un diario personal, sí, que no puedo revisar porque está esparcido por no sé dónde.
¿Los escritores escriben mucho antes que sus escrituras aparezcan en los papeles?
Yo, sí. Los demás, no sé. Tal vez hay escritores que escriben más en el papel que antes.
Una vez estaba dando un seminario y hablando de lo importante que es para mí lo previo a la escritura y también lo posterior, la corrección, y alguien me dijo que había escritores que no corregían. Tal vez haya escritores que no piensan antes de escribir, no sé.
Existe una forma austera y despojada en tu escritura. ¿Se podría relacionar con la cultura de tus ancestros?
Freud tenía una postura que me encantaba que era decir algo así como “todo parece indicar que las cosas son así…” y armaba desde ahí el tremendo aparato que es su teoría. ¿Cómo podría yo asegurar nada? Prefiero decir que “todo parece indicar que”. La austeridad y la idea de despojarse de lo superfluo son valores a los que apunto, y son también pilares de la cultura japonesa. Hay, creo, sí, una relación. Pero en mí aún todo eso está en proceso.
¿Qué es lo que te dejó participar en los talleres de escritura de Inés Fernández Moreno y más tarde de Abelardo Castillo?
En el taller de Inés Fernández Moreno me divertí mucho y fue todo muy cálido y suave. Así es Inés, generosa, con un sentido del humor negro y exquisito y al mismo tiempo muy contenedora. Cuando uno está pensando si entregar o no su corazón, tener en frente a alguien contenedor resulta determinante.
El taller de Abelardo Castillo fue casi lo contrario. Abelardo era exigente pero no como un maestro que te pone mala nota sino como alguien que vive de un modo y si vas a compartir tu tiempo con él, o mejor dicho, si él va a compartir su tiempo con vos, tenés que vivir como él. Con vivir me refiero a qué lugar darle a la literatura en tu vida. Primero o nada.
¿Qué escritores te hubiese gustado que te influyeran y cuáles te han influenciado?
Creo que uno no elige sus influencias. Ocurren. Uno elige con inocencia y no se da cuenta de lo que ya está influyendo en uno. Una vez un amigo compró un libro usado que tenía una dedicatoria que se volvió una frase recurrente entre nosotros: “No lea bazofia, señorito”.
Me parece una buena regla a seguir para quienes quieran elegir sus influencias.
En Los árboles caídos también son el bosque pareciera haber un silencio o una pausa espacial, una relación entre cada uno, algo significativo a la hora de seleccionar un orden o una continuidad narrativa. ¿Hay una historia, un concepto en a la correlación de esos relatos?
Creo que un libro de cuentos no es una acumulación o un amontonamiento, sino que debe tener un orden o sentido, una obertura, un crescendo, un punto culminante, un momento de quietud, un cierre apropiado.
El lector percibe cada detalle aun cuando no pueda explicitarlo, se deja llevar por la música que suena entre líneas. Escribir es también eso: decir entre líneas. Y entre cuentos.
¿Qué significa la aparición de la música clásica en tus cuentos?
Respondí la pregunta anterior sin haber visto ésta y acá está la música de nuevo. La música, igual que los libros, me ha acompañado siempre. No puedo pensarme sin música. Desde muy chica iba a escuchar conciertos porque mis padres tuvieron siempre un abono. Después, sin abono, seguí yendo. Escucho música todos los días desde una ignorancia casi absoluta. No sé tocar ningún instrumento, pero he aprendido a escuchar.
¿Existe poesía en el silencio de la escritura, se puede escribir desde el vacío?
La poesía ama el silencio.
Creo que no se puede escribir más que desde ese lugar que vos llamás “vacío”, ese espacio que hay entre lo que los chinos llaman “ying y yang”.
Para escribir desde ahí primero hay que llegar a hacer silencio, hay que acomodarse en el vacío.
En la actualidad pareciera imposible que algunos escritores ya muertos pudiesen volver a escribir sin ser juzgados. ¿Creés que los escritores jóvenes están condicionados en la actualidad por alguna forma de nueva moral progresista de lo correcto y lo incorrecto?
Creo que uno tiene que escribir con libertad, primero, y no apunto tanto a la censura externa como a la interna, que es, en algún sentido más difícil de combatir. Hay que escribir sin miedo, sin pudor, sin vergüenza. Por eso para mí el punto no es que no hay que escribir ciertas cosas, sino que esas cosas habría que erradicarlas antes del fondo de uno mismo para que no estén ahí cuando uno escriba con la libertad que corresponde.
Con respecto a la primera parte de la pregunta, creo que nadie debe ser juzgado sin tener en cuenta su contexto histórico, sería una especie de juicio retroactivo, injusto. Algo así como hacerlo jugar habiendo cambiado las reglas del juego.
¿Qué pensás que deja a la vista la pandemia del covid-19?
Muchísimo. Cosas que no queríamos ver, cosas que nos perdíamos de ver.
¿Un lugar en el mundo?
Mi casa, el balcón de mi cuarto desde donde se ve un liquidámbar y un acer. Manejar por la ruta conversando con mi hijo. El mar. Cualquier árbol. Una mesa en la que compartimos. Tengo muchos lugares, el mundo es generoso.
¿Un recuerdo?
Una noche fría. Yo tenía ocho años. Mi mamá calentaba ladrillos en el hogar y los envolvía con diario, para meterlos en las camas. Mi padre plantaba unos palos flacos en el jardín que aún no existía. Habíamos levantado una perra gorda de la calle. Tuvo doce cachorros y los vimos nacer. Nadando con los ojos cerrados, pegajosos, llorosos, rosados. Uno murió. Fue la primera vez que vi un milagro.
Si de un lado de un túnel estuviera quien eras en la infancia y del otro estuviera Alejandra actualmente, ¿qué creés que se dirían?
No somos conversadoras.
Ella, la que era, se reiría mucho, creo.
Yo, le sonreiría casi con tanto amor como el que tengo por mi hijo.