Crítica Literaria

Revista Número 3

Por Daniel Escolar

La broma infinita, David Foster Wallace, Penguin Random House, edición de bolsillo, 1208 páginas.

La broma infinita es, morfológicamente hablando, un libro jodido de leer. Grueso, pesado, incómodo, no se sostiene con facilidad a la altura de los ojos, no se desenvuelve con soltura en la mesa del desayuno (1), no se lo puede abrir sin molestar a los demás pasajeros en el transporte público (2), no entra en la cartera, pesa mucho en la mochila, aplasta el pecho dormido del lector vencido por el sueño y el peso del libro en los brazos, provocando que el lector vencido por el sueño y el peso del libro en los brazos se despierte una y otra vez con la sensación de haber leído mucho, etc.; desde un punto de vista estrictamente morfológico-funcional, se podría afirmar, sin lugar a dudas, que LBI es, más que nada, un libro de sillón. Un libro de sillón con buena luz; una de las particularidades notables de LBI, tal vez la más conocida y comentada por la crítica especializada, son las 388 notas a pie de página que ocupan las últimas 108 páginas del libro (3), notas que, además de estar impresas en una tipografía desesperadamente minúscula (4), poseen a su vez subnotas denominadas con letras impresas en una tipografía más minúscula aún; es por eso que para facilitar la lectura de estas verdaderas trampas visuales, se vuelve indispensable colocar junto al sillón de lectura una lámpara de luz blanca, fuerte y direccional que permita seguir leyendo cuando los brazos empiecen a flaquear y llegue ese temblor casi imperceptible que hace que se mezclen los renglones de arriba con los de abajo, se caiga al piso el marcador con la foto de Casa Böhm de Villa Gesell que usted, igual que yo, usa desde los años setenta como amuleto para encarar las lecturas “difíciles” y que, seguramente, va a colocar estratégicamente en la sección notas, etc. En relación a la lectura en sí del libro, es decir, en relación a la mejor forma de avanzar por sus 1208 páginas sin darse por vencido en ninguna de ellas, se sugiere utilizar una técnica de lectura de tipo rítmico-desintoxicante a la que he dado en llamar “Diez páginas a la vez” (5), esta novedosa técnica de lectura desarrollada íntegramente durante el Distanciamiento Social Obligatorio que nos aqueja, consiste básicamente en establecer un Programa de Lectura diaria conformado por varias lecturas de no más de diez páginas cada una, lecturas que deberán ser distribuidas en forma homogénea preferentemente  a lo largo de la vigilia (6). En mi caso particular, el PDL constó de cuatro lecturas al día, una antes de la siesta y otras tres repartidas en el horario que va desde las 21 hasta las 24, la última justo antes de meterme en la cama, prender la tele y ver una película. Como toda solución parcial a una cuestión compleja, esta técnica requerirá en cada caso de los necesarios ajustes particulares, ajustes que mucho tendrán que ver con las características físicas de cada lector (7), su capacidad de concentración, su relación con la televisión, el sueño, etc. En todos los casos, el éxito de la DPALV estará sujeto a la competencia del lector para sostener el ritmo de lectura establecido en su PDL; y digo sostener, y no mantener, porque el ritmo, cuando se lo convoca para ayudar a resolver este tipo de situaciones complejas de las que estamos hablando aquí, suele encontrarse, tal como sucede a diario con casi cualquier cosa importante que nos propongamos hacer, con las avenidas, calles, pasadizos y hasta túneles que ofrecen a cada momento las encrucijadas domésticas, y no es raro, entonces, que frente a estos verdaderos vectores desestabilizantes de la acción organizada, el ritmo se debilite, se deforme (8), pierda consistencia (9) y, en definitiva, tienda a la inmovilidad y al inevitable retorno al caos del que provino y al que justamente había sido llamado a encauzar; por eso digo: al ritmo se lo pone en marcha con un buen PDL y mucha decisión (10), pero después hay que cuidarlo y sostenerlo a lo largo del tiempo, y ahí te quiero ver. También es cierto que todo lo relacionado con el ritmo se hace mucho más arduo en la altura, la soledad y el encierro. Al fin y al cabo, allá abajo (11), siempre están disponibles los trenes con sus horarios más o menos fijos, los semáforos verdes, amarillos y rojos, las llegadas tarde, los restaurantes con mesas en las veredas llenas de gente a la hora de almorzar, la salida del trabajo, la hora pico, las luces de las calles que se encienden solas. Acá arriba, en cambio, uno está solo con su tiempo y al ritmo no queda otra que sostenerlo a fuerza de voluntad (12). Acá arriba, en estas alturas de castillo en las que vivo, detrás de estos vidrios rectangulares, con la avenida como una alfombra con detalles de sendas peatonales y los edificios rodeándome como un bosque cubista sin fin; acá arriba, donde el silencio es el zumbido lejano de colectivos casi vacíos y taxis con conductores protegidos de sus pasajeros por plásticos transparentes, de autos que van más despacio de lo común y manifestaciones con distanciamiento social, de motos Rappi, Glovo y Pedidosya que esquivan autos y doblan en las esquinas como cardúmenes asustados; acá arriba, donde el ascensor (13) a veces sube tres o cuatro pisos y baja nueve, o sube y ya no vuelve a bajar, o baja y no vuelve a subir, o se detiene en cada piso como si un chico hubiera tocado todos los botones, o a veces, y esto es verdaderamente extraño, estoy durmiendo y lo escucho arrancar y sube y sube sin parar, y tal vez imagino cosas o sigo dormido, pero algo parece acelerarse en esos motores que tengo pegados al otro lado de la pared y es como si el techo se abriera para dejarlo pasar y el ascensor saltara hacia el infinito como una nave espacial; acá arriba, en este castillo altísimo en el que estoy encerrado, en esta terraza de antenas y luces rojas para helicópteros, en esta especie de torre de control de tránsito de señoras con bolsos de compras para los establecimientos de cercanías, acá arriba, digo, no hay otro ritmo que el del sol que sale por el living y se pone en mi cuarto y, por lo tanto, si uno quiere ritmo, tiene que construirlo y sostenerlo a mano, con el cuerpo, contra todo ese laberinto del que hablaba antes y por supuesto, sin ninguna ayuda exterior. Acá arriba, señores, el tiempo es un chicle y el ritmo una necesidad.

LBI, además de enorme e incómoda, es una novela intrincada (14), digresiva, despiadada (15) y más densa que la vida misma, una pantalla gigante con muchos más pixeles que la realidad, una avalancha de palabras que se nos impone como el sueño de la Noche boca arriba al pobre motoquero en su cama de hospital; y es por eso, tal vez incluso más que por su tamaño y peso desmedidos, sus notas innecesariamente mal ubicadas y sus siglas incomprensibles que, para su lectura, el ritmo ya no constituye una opción más a tener en cuenta, sino directamente una cuestión de vida o muerte. Siempre es bueno saber que el sueño termina justo cuando suena el despertador. Cuarenta páginas al día, ni una menos, ni una más, y usted tendrá la espalda en orden y el cerebro en su lugar, y se irá a dormir así como usted duerme, que probablemente es mejor que como duermo yo, que últimamente estoy llegando a la cama hecho polvo y lo único que tengo ganas de hacer, además de dormir, es mirar la tele. Y entonces prendo la tele y zapeo a la antigua, porque a mí no me gusta Netflix, me aburre buscar en el índice de la pantalla, anula en mí el efecto narcótico de la película, se le adelanta, me viene sueño antes de tiempo; buscar películas en Netflix es para mí un narcótico pero de los malos, me duerme, pero desanimado, sin ganas de estirarme y dejar que el cuerpo se despliegue en el placer contenido durante la hora y media que estuve mirando la película sin poder dejar de verla hasta el final (16), ese placer de entregarse después de haber aguantado mucho, como cuando uno va al baño después del cine, y dormirse sintiendo el placentero fluir de las luces allá afuera, luces fatuas de departamentos llenos de gente común enclaustrada en su propio laberinto, esta broma infinita en la que todos estamos metidos.

 

 

Notas

 

(1) Se cae de la mano que no sostiene la taza de café, se cierra por su propio peso.

(2) Mucho menos leer de parado.

(3) Casi tan comentada como la manía enfermiza de DFW de utilizar continuamente siglas sin ninguna referencia previa a su origen.

(4) Más minúscula que la ya minúscula letra con la que está impreso el cuerpo principal del libro.

(5) Canónicamente.

(6) En algunos casos es recomendable apelar a cierta heterogeneidad temporal y dar preponderancia a la lectura nocturna, que es cuando ya estamos a punto de acostarnos y el cuerpo se relaja y se repone del esfuerzo realizado durante el día.

(7) Musculatura, capacidad visual, etc.

(8) Efecto aceleración-frenado de pulsos.

(9) Agujeros negros, horas perdidas, aburrimiento.

(10) Patada inicial, digamos.

(11) Afuera.

(12) Ejemplo: búsquese el ritmo de una sonata de Beethoven, encuéntrelo, póngale swing, hágalo funcionar, cuénteme.

(13) El motor del ascensor está junto a mi habitación y se escucha perfectamente cuando arranca y cuando para con un clung opaco y siniestro, y también se escucha un ruido eléctrico, rasposo y lejano mientras avanza.

(14) Tipo Parque Chas, por dar una referencia urbanístico-arquitectónica.

(15) Despiadada.

(16) A veces una mala película, incluso una malísima. 

 

Daniel Escolar nació en Buenos Aires en febrero de 1962. Estudió Matemática y Sociología en la Universidad de Buenos Aires. Es pianista y compositor. En 2011 y 2012, sus cuentos “¡Ay mamá!” y “Siesta” fueron finalistas del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, organizado por Radio Francia Internacional en colaboración con el Instituto Cervantes, la Casa de América Latina y el Instituto Cultural de México en París. Publicó en Libros del Zorzal: Toda la vida (2015)  Mirar de lejos  (2016) y Asulunala (2017)

 

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