De sábanas y calzoncillos

Revista Número 6

Por Daniel Escolar

“Ponerle alas a un elefante es algo simple y nada escalofriante”

Dailan Kifki, María Elena Walsh

 

En mi barrio sopla fuerte el viento. Es un viento de terrazas sin plantas, un ir y venir del aire entre los edificios, de pájaros como barriletes y ventanas que se quejan y puertas que golpean, de chifletes y burletes, del ulular en cocinas y baños. A veces, en este barrio, el viento trae tormentas como buques y el agua estalla contra los vidrios y el departamento, acá arriba, es como una isla en medio del mar; esas veces es como si el viento quisiera arrancar las ventanas y entrar a llevarse todas mis cosas: principalmente los libros y las partituras, que siempre son lo primero que se vuela cuando el viento entra en un espacio cerrado; cuando llega una tormenta así, enseguida imagino mis papeles alejándose entre los relámpagos y me pregunto si tal vez no debería mudarme a una planta baja; después regresan el sol y la calma, esas imágenes desaparecen y yo vuelvo a enamorarme de mis ventanales y su horizonte de medianeras y tanques de agua. Una vez el viento se llevó  los doce calzoncillos que habíamos colgado con mis hijos en la terracita que está frente a mi dormitorio. No digo que mis hijos sean unos mugrientos ni nada por el estilo, pero se habían juntado doce calzoncillos en la soga. Llegó el viento de la tarde, ese que viene siempre del Este con perfume a río, y los calzoncillos desaparecieron de la soga: LLUEVEN CALZONCILLOS SOBRE BALVANERA: “una inesperada lluvia de calzoncillos azotó las calles del barrio porteño de Balvanera, los azorados transeúntes debieron cobijarse bajo los balcones y las marquesinas para evitar el contacto con las prendas íntimas de colores indefinidos que durante minutos cayeron sin parar del cielo. Se desconoce aún el origen de tan extraño fenómeno”. Otra vez fue una sábana la que voló sobre la ciudad, era una sábana doble a lunares verdes, rojos y amarillos que vaya a saber qué hacía en mi casa. Apareció colgada misteriosamente en la soga de la terracita y misteriosamente se desprendió cuando fui a sacarla para que no la vieran los vecinos, el viento me la arrebató de las manos y la hizo volar sobre las terrazas llenas de gente que hacía ejercicios de cuarentena, yo me escondí para que nadie supiera de dónde venía, pero igual todos miraban hacia mi terraza y señalaban, algunos intentaron atraparla cuando pasaba cerca de ellos, una señora revoleó una escoba y estuvo bastante cerca de lograrlo, la sábana esquivaba los intentos y volvía a subir, terminó enganchada en una antena de telefonía celular que se levanta como un marciano gigante de hierro entre los edificios a unos cien metros en línea recta de mi departamento. Inmediatamente dejaron de funcionar los celulares del barrio y alguien debe de haber avisado a la compañía porque en seguida aparecieron un par de Técnicos Especialistas en Soluciones para Antenas de Telefonía Celular y treparon por la antena con arneses y cascos hasta llegar a donde estaba la sábana; los vi tomarse de la mano para tratar de alcanzarla, estaba justo en el extremo de una antena lateral larga y finita, la gente en los balcones y terrazas se había adelantado sobre las barandas para ver mejor, en algunas calles se detuvo el tránsito y por las ventanillas de los autos y los colectivos asomaban cabezas con barbijos con los ojos  muy abiertos (las bocas seguramente tambien pero no se veían debajo de los barbijos), algunos transeúntes rompían la distancia social y se agarraban de la mano. Uno de los Técnicos Especialistas en Soluciones para Antenas de Telefonía Celular estaba montado en la antena lateral sostenido por un cabo a la antena principal mientras el otro lo sujetaba por la espalda con un arnés, había logrado agarrar un extremo de la sábana, ése en el que habitualmente está cosida la etiqueta gastada y rota en la que  ya no puede leerse la marca (como sucede a menudo con las sábanas viejas), y le pegaba flor de tirones para desengancharla, pero no había caso, con cada tirón que le daba, la sábana parecía engancharse más y más. Entonces el Técnico Especialista etc. que tiraba de la sábana empezó a acompañar los tirones con un movimiento pendular del cuerpo de adelante hacia atrás. En seguida todos hacíamos lo mismo, cientos de personas yendo hacia adelante y hacia atrás junto con el Técnico, pero al revés, yo mismo me movía en el borde de mi terraza: hacia adelante cuando el Técnico hacía fuerza para atrás y hacia atrás cuando el Técnico volvía a ir para adelante, las terrazas parecían flamear con el viento, una ciudad haciendo fuerza en contra de un Técnico Especialista y a favor de una sábana. Y la sábana no cedía, con cada tirón del Técnico los lunares parecían enroscarse más alrededor de la antena como si fueran las ventosas de un pulpo. Cesaron los ruidos y el movimiento en la avenida, solo el ir y venir silencioso de miles de cuerpos en contra de los movimientos del Técnico, las gentes en las ventanas, en las terrazas, en los colectivos, en veredas y vidrieras, todos juntos haciendo fuerza para que la sábana no se desenganchara y quedara colgada de la antena como una bandera de vaya uno a saber qué. Entonces, el Técnico que había estado tironeando de la bandera, se dio vuelta y le dijo algo al otro Técnico, y el otro Técnico sacó un walkie-talkie y habló con alguien más, y al ratito todos vimos subir trabajosamente por la antena a un tercer Técnico y darle algo al segundo que a su vez se lo pasó con mucho cuidado al primero (el de los tirones), y lo que le habían traído resultó ser una botellita, y todos vimos como, con un movimiento parecido al de antes pero esta vez sólo con el brazo y de atrás hacia adelante (en vez de adelante para atrás), el primer Técnico le tiraba a la sábana un líquido que había en la botellita, lo hizo varias veces hasta que la botellita aparentemente quedó vacía; y todos vimos con espanto cómo sacaba de su traje especial de Técnico algo parecido a un encendedor y lo acercaba a la sábana. La gente en las terrazas dijo un largo ¡ohhhh!, o tal vez fue el silencio que se hizo más grande, uno de esos silencios que a veces son tan fuertes que apagan el ruido de las ciudades. Y a mí, la verdad, me dieron ganas de llorar. Pero el encendedor no se prendía, una y otra vez lo apagaba el viento. Y así estuvieron, la sábana, el viento y el técnico con su encendedor, y en todos los balcones y terrazas y veredas la gente miraba, rogaba y soplaba hacia arriba, hasta que de pronto, del encendedor saltó una chispa, una única chispa, y la sábana se encendió como una tea contra el cielo del atardecer, los lunares se retorcieron y la sábana encendida se desenroscó de la antena, voló por el cielo enrojecido y se deshizo en pedazos de humo entre los edificios. Todos nos quedamos un buen rato esperando un milagro, una explicación, incluso el Técnico Especialista que había encendido la sábana se quedó agarrado a la antena mirando el horizonte con una gran tristeza, y sopló el viento con más fuerza y todos tuvimos que meternos de vuelta en nuestras guaridas y cerrar las ventanas para no volarnos, los técnicos bajaron como pudieron y en seguida se hizo de noche y todos nos fuimos a dormir. Desde ese día, todas las tardes abro las ventanas y dejo que el viento entre en el departamento y lo recorra de punta a punta, y mientras lo escucho dar vueltas por mis habitaciones y revolver mis cosas, espero que pase algo que no sé qué es. Por la mañana siempre reviso bien, porque a veces, cuando menos lo espero, tengo suerte y encuentro restos de cenizas en algún rincón.

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