El águila está en el nido

Revista Número 1

Por Clark Nova

En la planilla del sindicato figuran como reflectoristas, pero en la jerga de filmación los tipos que se ocupan de las luces, cables y un interminable surtido de accesorios, son los eléctricos. Conforman, dentro del microcosmos del cine, una raza propia. Existe la creencia de que son los primeros en llegar a un rodaje y los últimos en irse. No es totalmente cierto, pero se acerca bastante a la realidad. Durante muchos años, cuando el cine no se estudiaba sino que se hacía, los equipos de eléctricos estuvieron formados por clanes. Padres de familia que adoctrinaban a sus hijos o sobrinos en los secretos del oficio y consolidaban pequeñas dinastías de laburantes criados entre camiones, decorados, estudios y exteriores. Así surgieron los Broman, los Rigolini, los Mora. En el departamento de grip, –los que manejan carros de travelling y grúas, también conocidos como maquinistas-, dominaban los Vélez y los Bejarano. En Cámara estaban los Lobótrico y los Antúnez. Gente que vivía por y para el cine; para hacer el cine, aunque no necesariamente disfrutara yendo a ver películas en sus ratos libres.

Después llegamos nosotros, los chicos de las escuelas, la nueva camada que de a poco empezó a invadir los sets de filmación a principios de los noventa. Desde cualquier tira cables hasta el último ayudante de producción éramos pibes que hablábamos de vanguardias y planos secuencia, que nos amuchábamos en la Lugones para ver retrospectivas de lo que fuera, que teníamos guiones y proyectos desmesurados. Desembarcábamos en la industria del cine con la ambición de dejar una huella, llegábamos desde un lugar más romántico, más idílico. Al menos durante los primeros años.

Con la nueva oleada de estudiantes, las mujeres pisaron fuerte. No es que no las hubiera en las viejas épocas, pero en esos años los rodajes se poblaron de chicas con looks extravagantes, minas de carácter que lograron insertarse en departamentos como Cámara y Dirección, reclamando algo más que los rubros de maquillaje, vestuario y producción.

El departamento de Eléctricos, sin embargo, era y sigue siendo hasta hoy, netamente masculino. No estoy diciendo misógino: hay pocos lugares en la tierra donde se le rinda culto a la mujer como en un camión de eléctricos. Hablo del camión porque en cada rodaje la locación puede cambiar, y de hecho cambia a cada rato, pero el camión los acompaña a todas partes durante días, semanas o meses. Es un segundo hogar, el lugar de pertenencia cargado con todo lo que la filmación requiere, a lo que se suma el Fernet, las picadas de media mañana, las sustancias a gusto del consumidor, un rincón con planchas de telgopor sobre el piso por si pinta una siesta, entre otras cosas.

Basta echar una mirada al equipamiento para entender por qué no es común ver mujeres eléctricas. El tamaño de los faroles, el peso de los trípodes, el grosor de las líneas trifásicas. Es un trabajo sucio además. Hay que trepar a las cabreadas de las galerías, subir a los altillos de casas abandonadas, pasar cables por sótanos o desagües, tirarse al piso y lo que haga falta. Las manos siempre manchadas a pesar de los guantes, chamuscadas por las quemaduras con los faroles. La ropa hecha un asco, la cara transpirada.

Durante años y años a la persona que estaba a cargo de los eléctricos se la llamaba jefe de Eléctricos, sin demasiadas vueltas. Para cuando arrancamos nosotros ya se le decía Gaffer. Ese era mi trabajo.

 

Las luces de la caja del camión eran lo único encendido en el descampado. Un manchón brillante en medio de la nada. Bajé del remise a unos cien metros. A medida que me acercaba escuché las risas de Renzo y el vozarrón del Mono mientras preparaban sus herramientas, tomaban café, prendían un cigarrillo. Faltaba un buen rato para que amaneciera.

Ella también ya estaba ahí. La vi a un costado del camión, fuera del alcance de la luz, en silueta, guareciéndose del frío y sin animarse a subir. Hacía bien; al camión de luces sólo suben los eléctricos. Fermín le pasó por al lado sin saludarla o a lo mejor sin siquiera verla, porque era tan atorrante como caballero. Subió la escalerita de chapa, –la frontera-, y entró al camión a los gritos, a los abrazos, como si llegara a una fiesta. Los eléctricos somos ruidosos, mal hablados, malhumorados y risueños, todo al mismo tiempo.

La noche anterior me había llamado el director de Fotografía, el DF en la jerga, para avisarme que vendría una meritoria. Una chica que quería aprender, que le diéramos una mano. Me acerqué a ella antes de subir al camión, la saludé, pero entre la penumbra y la capucha que le cubría la cabeza no pude verla bien. Le pregunté si ya había estado en alguna filmación, dónde estudiaba, lo de siempre. Sonaba nerviosa. Se atolondraba en el intento de nombrar productoras y gente del medio. Mientras hablábamos vi llegar al Facha con cara de haber pasado una noche larga, otra vez. 

—Vení que te presento a los chicos—le dije.

Subimos la escalera. Bajo la luz de los tubos fluorescentes se tiró la capucha hacia atrás y sacudió el pelo color caoba. Los ojos eran verdes, las pestañas largas, la piel cobriza.

—Hola chicos, soy Candy.

El nacimiento de Venus”. Eso pensé.

No en la pintura de Botticelli sino más bien en la escena de Uma Thurman en Las aventuras del Barón de Munchaussen. Los cinco tipos arriba del camión – grandotes, rústicos, desalineados-, debemos haber puesto la misma cara de estúpidos que el Barón y sus ayudantes al presenciar el milagro.

El Mono rompió el silencio con uno de sus chistes. Renzo se ofreció a hacerle la visita guiada al camión, le mostró cómo lo teníamos organizado. Fermín le tomó un primer examen; le preguntó por los accesorios. Candy logró reconocer los brazos mágicos, pelícanos, pernos Mole, cocodrilos y chicotes; articulaciones, garras Lock- All, jabalinas, barracudas, i griegas, las fichas de 30 amperes y las cajas de empalme. También diferenció los tungstenos de los faroles luz día.

No estaba mal.

Antes de bajar al set enganchó los guantes al pantalón con un broche de metal como usábamos nosotros y se calzó una riñonera repleta de herramientas. El Facha la frenó. Sacó unas cuantas y las puso a un costado.

—Eso no te va a servir para nada —le dijo. Son pocas las cosas que hay que llevar encima…

Contó con los dedos a la altura de los ojos de Candy:

Pinza, buscapolos, francesa, cutter

Candy repitió la lista a modo de nota mental, avergonzada por la lección, o quizás por la cercanía del Facha. 

—¿Qué te falta? —le preguntó después.

Ella miró a los costados en busca de alguna respuesta.

—Dame la mano —le dijo el Facha. Agarró un rollo de cinta de papel del estante y se lo calzó en la muñeca como una pulsera.

—Ahora sí, nena.

 

Candy no tenía mucha idea en la práctica, como era de esperar. A lo largo de la jornada le fuimos enseñando lo que pudimos. Cosas básicas más que nada, aunque cada uno se reservaba algún secreto para impresionarla. A las pocas horas todo el equipo estaba pendiente de la chica nueva, se le iban al humo los utileros, sonidistas, el DF -que para eso la había traído-, y el que anduviera cerca. A ella le sobraba cintura para gambetear los perros que le soltaban.

—Yo soy del oeste —decía—. No me asustan.

Después del almuerzo la jefa de Producción me preguntó si le daba el ok para que viniera las cuatro jornadas que duraba la publicidad.

 

Al segundo día ya hablaba como nosotros. Para montar un farol grande sobre un trípode hacen falta dos personas. El trípode es hembra, tiene un orificio en donde entra el perno macho del farol. Se levanta la cabeza del artefacto dejando la horquilla hacia abajo, se presenta el perno sobre el agujero, se lo calza y se lo acompaña dejándolo entrar despacio hasta que hace tope.

—Como anoche —decimos los eléctricos en ese momento.

—Como anoche —decía Candy encantada, provocadora.

Por supuesto que en cuatro días no se aprende el trabajo, pero se las arregló para ser más una ayuda que un estorbo, algo que no siempre sucedía con los inexpertos. Estaba siempre cerca mío, atenta a lo que pudiera necesitar, así como yo estaba siempre al lado del DF. El cine es tan verticalista, tan absorbente, que cuando alguien hablaba conmigo del DF no se refería a él como mi jefe sino como mi dueño.

—Tu dueño me tiene las pelotas llenas —me decía por ejemplo el asistente de Dirección.

Me gustaba darme vuelta y ver los ojos atentos de Candy, su mirada clavada en la mía, concentrada en ser lo más eficiente posible. Usaba un pantalón cargo negro y campera verde imitación Adidas. Se trepaba como una pantera a las escaleras para dirigir faroles, era prolija para armar los marcos con filtros, se ocupaba del cableado de los artefactos que requerían otros departamentos. Había ciertas cosas que no le podía pedir a ella, algunas por temas de fuerza, otras por cuestiones de experiencia. Pero me tomaba el trabajo de explicarle porqué había que poner un farol en tal lugar, el tipo de difusión que íbamos a usar, el efecto que teníamos que lograr. Todo le interesaba. Todo trataba de incorporarlo. Hasta tomaba apuntes en una libretita. Envidié volver a ver un set de rodaje como algo mágico; un espacio repleto de artilugios, mecanismos y gente con el único objetivo de construir una ilusión, como nos había pasado a todos en los comienzos. En algún momento, sin saber bien cuándo, se había transformado en un laburo. Cambiaban las locaciones, las condiciones climáticas, los paisajes – urbanos o desérticos-, pero en el fondo era siempre lo mismo. Casi la misma gente, las mismas urgencias, los mismos chistes.

 

—El águila está en el nido —dijo el Mono por el handy. Ella también lo escuchó pero no supo que hacer. Levantó las cejas, preguntándome. La mandé al camión. Enseguida vino a reemplazarme Renzo y me tomé diez minutos de recreo. Había horas de despliegues gigantescos, de apuro, de tensión; momentos en que se hacía imposible relajar un minuto. Y después estaban las mesetas, la calma chicha.

En el fondo del camión, detrás de una tela negra que hacía de cortina, Fermín le dio un trago al Fernet, y me lo pasó. Lo preparaba en una botella de dos litros cortada a la mitad, iba de mano en mano. El Facha me alcanzó una tabla con salame y queso. Candy y el Mono fumaban sentados sobre unos rollos de cable, riendo, escuchando música en el equipito destartalado que llevábamos a todos lados. Me senté lo más cerca de ella que pude, le pasé el Fernet. Contaba chistes más zarpados que los nuestros. Cantaba canciones de la hinchada de San Lorenzo. Le pregunté si iba seguido a la cancha, busqué su mirada. Se ruborizó, bajó la vista, sonrió.

Princesa del conurbano, lady rollinga, amazona cuerva, hacé lo que quieras de mí, me hubiese gustado decirle.

 

Durante los días que siguieron cada uno jugó sus fichas. El Mono trajo la guitarra y en los tiempos muertos tocaba temas de los Redondos que Candy cantaba bastante bien. El Facha no hacía más que sonreírle, confiado en que su apodo hiciera el resto. El DF se ofrecía a llevarla a la casa al terminar el rodaje. Además la subía al carro de travelling y la dejaba ver algunos ensayos por el visor de la cámara. Silvana, la foquista, la persona que pasaba todo el rodaje junto a la cámara, la única con autoridad para tocarla además del DF, le mostraba las valijas de lentes, la serie de accesorios sofisticados y mucho más delicados que los que usábamos los eléctricos. Hasta le dio una clase rápida de carga de chasis. Era difícil competir con la atracción de la cámara; el fetiche, la imagen del cine.

Cuando Candy volvía a mi lado yo le hablaba de mis viajes por la selva guatemalteca, del documental sobre un artista underground que quería hacer o del bar decadente cerca de la cancha en el que paraba a tomar cerveza antes de los partidos. Todo le parecía genial a Candy. El rodaje, ser eléctrica, los viajes, los proyectos, tal vez yo.

 

La última jornada transcurrió sin mayores sobresaltos de no ser porque, como siempre en un Exterior Día, corrimos como locos durante la última hora de luz. Todo se precipitaba en esos momentos. El director se encaprichaba con algún detalle insignificante, los actores se olvidaban la letra, los animales se empacaban, las máquinas fallaban, el productor puteaba a los cuatro vientos, la estupidez se incrementaba minuto a minuto. Órdenes y contraórdenes; caos.

—Qué pijazo nos estamos comiendo —se escuchaba.

Candy, fascinada, no dejaba de repetirlo. Por la cucaracha del handy nos llegaba su voz sensual, exagerada; qué pijazo me estoy comiendo, chicos.

Al final, después de los aplausos, cuando el rodaje había terminado y la mayor parte del equipo ya se había hecho humo, a los eléctricos nos quedaba un buen rato de trabajo todavía. El sol ya se había escondido. Las luces de la caja del camión, otra vez, eran lo único reconocible en el descampado. El Mono hizo una pausa en el desarme, prendió un porro. Candy dio una calada y su cara se encendió con la luz de la brasa. Los ojos rojos, verdes, felinos. Detrás de ella, lejos, las luces de la ciudad titilaban como guirnaldas contra el cielo que se rompía y se transformaba en noche.

 

A la fiesta de fin de rodaje llegó con un jean roto, remera blanca, campera de cuero, el pelo atado en una colita alta, la cara lavada.

“Brilla”, pensé.

Bailó, jugó al pool, bebió a la par nuestra. Sonrió toda la noche.

Cerca del final, borrachos, la vimos irse de la mano de Silvana.

—Siempre es lo mismo, nena —dijo el Mono como si recitara un blues.

Candy siguió trabajando con nosotros durante algún tiempo, después la perdimos de vista. Todavía hoy, cuando voy a la cancha, la busco en la tribuna.

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