La vez que me morí

Revista Número 17

Ulises Martino

 

Salgo de una encuesta y necesito fumar. Hace años que necesito fumar. Olor a choripán, el rumiar de la gente, el murmullo de la autopista. Los demás encuestadores de la cuadra, como corresponde, encuestan. Yo necesito fumar y mirar el cielo. Prendo un cigarro y no miro al cielo. Porque perceptiblemente descubro que un hombre me mira. Tan fijamente que me levanto del cordón y como un autómata me aproximo. Un hombre de unos cincuenta, algo corpulento, dueño de un comercio en la villa.

–Quiero que me hagas la encuesta –dice.

–Estoy con el cigarrillo –se lo muestro.

–No me molesta.

Me meto en el almacén que tiene un cartel enorme que dice “Prohibido Fumar”. Apoyo mi carpeta sobre una heladera. Con plena confianza. Nunca estuve tan cómodo. Siempre tengo que golpear una puerta y convencer a la gente. Fumo delante del cartel que dice que está prohibido y tengo donde apoyar la carpeta.

Vicente, que se adelanta a decir el nombre antes de que yo averiguara, se detiene en cada pregunta. Tiene “opinión formada”. Una batería de “opinión formada” para cada respuesta. Quiere responder pero además aclarar cada punto, como si yo pudiera hacer algo más que marcar en un casillero las respuestas posibles. Se fija muy bien lo que anoto, controla. No me tiene confianza aunque no es personal. Lo apuro porque no es cuestión de pasarme la tarde con él. Cobro por encuesta, no sé si sabrá. Le corto sus argumentos con la siguiente pregunta. Así todo, cada una le genera un nuevo entusiasmo. Es lo mejor que va a pasarle en el día, comprendo. En una nueva pregunta me hace salir del local. Quiere mostrarme, cosas de la cuadra. Lo mal puestas que están las rejillas, el asfalto que no está terminado, los caños de material barato. Cuando pasamos a la sección de salud, algo se desorbita en sus ojos. Se prepara como para contármelo todo.

–La vez pasada, la vez que me morí, no vino la ambulancia, tienen miedo de entrar. Estuve media hora tirado.

Lo dejo explayarse un poco, mientras dilucido dónde ubicar la respuesta. Luego sigo con el cuestionario. Pero ya no con el ímpetu del principio. Eso que dijo me dejó tildado. ¿Se habrá escuchado a sí mismo? ¿Habré escuchado yo lo que quiso decir?

La vez que me morí.

Una frase que tal vez sea hermosa si logro detenerme un poco. El hombre está repleto de palabras, inconsciente de la belleza. No le importa qué pueda tener que ver la belleza con lo que uno vaya a decir. No puede entender que lo dejaran tirado. Yo que soy el consciente, o el pelotudo al que le importan las cosas que el hombre no piensa, tengo que decidir si continuar o no con la velocidad de la encuesta.

–¿Qué pasó con la ambulancia? –interrumpo.

–¿Qué ambulancia?

–La vez que murió.

–No vino, me dejó tirado, te lo dije. Me salvó mi cuñado.

–¿Y por qué dice que se murió?

–Porque me morí.

En la siguiente sección se la agarra con los extranjeros, desata su peor versión. A los gritos.

–Bolivianos de mierda, y los paraguayos, y los que comercializan con los merenderos.

–Hay gente que no tiene para comer –digo.

–La última vez que fui a lo de Romero eran todos menores de veinticinco.

–¿Quién es Romero?

–A los veinticinco tenés que estar buscando trabajo, no suplicando en un merendero.

–No hay trabajo para todos –insisto en dar mi versión de la realidad.

Vicente me hace dudar. Es verdad, a los veinticinco la vida tiene que ser todo o nada. Vicente se la juega, tiene enjundia, aunque también me moleste el hecho de que en la villa todo aquel que levanta la cabeza un poquito se la quiere pisar al de al lado.

Cuando terminamos, en el apretón de manos, Vicente me confiesa que ya le contestó la encuesta a otro encuestador. Le pregunto por qué no me lo dijo al principio.

–Porque no confío en nadie. Además si le preguntás a cualquiera no te va a saber responder. Están acostumbrados a que los traten mal. Yo quiero que se sepa.

–Está bien. El tema es que yo cobro por encuesta y una repetida no me la van a pagar.

–Si querés poné otro nombre.

Lo pienso. Enciendo otro cigarrillo. Vuelvo a mirar el cartel que dice “Prohibido fumar”.

–No sé. Puede ser. ¿Cuál sería ese nombre?

–Cualquiera.

Intento anotar otro nombre y no se me ocurre ninguno. Lo miro a Vicente.

–Está bien, alguno se me va a ocurrir. Pero dígame la verdad: “La vez que me morí”, ¿se la dijo al encuestador anterior?

Vicente parece cansado. Por primera vez desde que estamos hablando.

–Me caés mejor que el encuestador anterior.

–Y usted mejor que el encuestado anterior.

–Estuve media hora tirado en el piso. Mi mujer dice que uno me hizo la respiración. La ambulancia no vino. Nadie viene a la villa. Me dejaron morir.

Una lágrima de Vicente se escapa de su ojo derecho.

–Mañana se cumplen dos años. Por eso te lo quise contar. Si no fuera por mi cuñado.

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