Mirar de lejos

Revista Número 18

Daniel Escolar

Una noche, hace ya bastante tiempo, mi padre, que había muerto diez años antes, me despertó chistándome desde los pies de la cama. Fue en plena madrugada. Mi mujer dormía dándome la espalda, la casa tenía ese silencio lleno de sonidos lejanos y apagados que solo se escuchan por la noche, la oscuridad del cuarto era casi total, por entre las persianas cerradas se filtraba algo de la luz del farol de la calle y yo estaba sentado en la cama sin poder parar de pensar. Pensaba en mi padre y su chistido, pensaba que a los pies de la cama no había nadie, pero más que nada pensaba en la novela que mi padre había escrito tantos años atrás y yo jamás había leído. ¿Por qué no la había leído? ¿Por qué nunca había vuelto a pensar en ella y por qué ahora me despertaba en medio de la noche pensando en ella? ¿De qué se trataba? ¿Dónde estaba? Cuando yo era chico mi padre escribía con su máquina de escribir celeste sentado en la mesa del comedor de la quinta. Metido en la cama, yo escuchaba por las mañanas el martilleo temprano y parejito de las letras. Mi padre escribía y las hojas escritas se apilaban a la izquierda de la máquina celeste hasta formar una torre de papel altísima y perfecta que yo hacía fuerza para que nunca terminara de crecer, pero un día dejaba de escribir y se ponía con su lapicera Parker cuadrillé a llenar las hojas de tachones, flechas, globos y comentarios en los márgenes y yo pensaba que era una pena que además de no seguir escribiendo ensuciara algo que le había costado tanto tiempo terminar y estaba tan bonito y prolijo. Entonces, otro día cualquiera, me llamaba a mí, o a mi hermano, o a mis amigos, o a los amigos de mi hermano y nos pedía que le dictáramos lo que había corregido, y mientras nosotros leíamos hoja tras hoja él tipeaba con dos dedos a una velocidad de vértigo hasta que una nueva pila de hojas quedaba impecable y altísima junto a la máquina, lista para que también la llenara de tachones, flechas y comentarios, y así una y otra vez. Escribía cuentos muy hermosos que yo me sabía de memoria: Mundo vacío, La fábrica navega, El lago, Mañanita de sol en Buenos Aires, Pocas necesidades, Mala Strana. Y también escribía una novela, esa que recordaba tan de pronto esa noche. Era una novela sobre el terremoto de San Juan del 1944 en el que él había estado, de eso sí me acordaba y también me acordaba de que cuando le dictábamos para pasarla en blanco había partes que él no nos dejaba leer: “Esa parte no”, decía y la copiaba él solo. Pero no me podía acordar de nada más. Ni siquiera de qué se trataba, solo el terremoto. Me levanté de la cama, me abrigué, crucé el patio y entré en el living, subí la escalera que llevaba al altillo, prendí la luz y empecé a buscar entre las pilas de papeles que había por todas partes. No fue difícil: eran dos carpetas, una negra y una azul. Dos versiones, una llena de correcciones, la otra impecable, como si estuviera recién pasada en limpio. La Rinconada, recordé el título en cuanto lo vi y empecé a leer. ¿Qué sabía yo de mi viejo? ¿Qué puede saber uno de sus padres? ¿Qué se puede saber de nadie? Ahí estaba esa novela terrible, apasionada, violenta, erótica, tan bien escrita; ahí estaba eso que él había escrito hacía tanto tiempo, que había pensado y sentido y trabajado y dicho, que era más él que cualquier otra cosa que quedara de su vida, estaba todo ahí, página tras página en esa novela olvidada. El resto de la noche leí sin parar y cuando ya estaba saliendo el sol y faltaba poco para terminarla me fui dando cuenta de que la novela no tenía final. La novela de mi padre estaba trunca, rota, sin terminar. Sentado en el piso de madera del altillo, con las piernas doloridas y la luz de la mañana entrando por todas las ventanas me di cuenta de que ya nadie iba a poder responder las preguntas que tenía para hacerle, que nunca iba a saber cómo terminaba la novela, y supe también, de pronto, que eso, precisamente eso, era la muerte. De todas las preguntas que me hice esa mañana había una que por alguna razón volvía y volvía a hacérmela una y otra vez, una que probablemente alguien más pudiera contestarme, cuya respuesta a lo mejor no había desaparecido del todo junto con él, una pregunta que tenía que ver con esa novela en la que mi padre tiraba su ciudad abajo, mataba a miles de personas y destruía todo solo para que los dos protagonistas, dos amantes imposibles, se pudieran por fin encontrar, escaparse, irse. La pregunta era simple y a mí se me hacía bastante evidente: ¿De quién estaba tan enamorado mi viejo para escribir semejante cosa? La investigación duró años, busqué papeles, entrevisté amigos, leí cartas, pregunté, hice viajes. Nadie sabía nada. O tal vez sí, pero había que interpretar, decidir, llenar los puntos suspensivos. La última persona con la que hablé fue mi madre a quien inevitablemente, tal vez por prejuicio, costumbre o simple vicio literario, yo había descartado en la lista de posibles candidatas a ese amor; sentados en un café hablamos y hablamos, y de a poco y como quien se despereza, me contó su versión de la historia, su propia historia; y si bien no respondió a mi pregunta, pregunta que ahora estoy seguro de que quedará para siempre sin respuesta, sin quererlo me dio la idea y el final de la novela que a partir de ese mismo día empecé a escribir.

Han pasado más de diez años desde esa charla y estoy en casa, en este departamento sin altillos ni patios en el que vivo, tan lleno de ventanas y pájaros y cielos con lunas y soles que suben y bajan sobre las terrazas, y cuando termina la noche le cuento esta historia a una amiga que quiero mucho, y mientras le cuento vuelvo a pensar en aquella pregunta sin respuesta, y resulta que nunca se me había ocurrido preguntarme por qué fue esa la pregunta y no otra la que me obsesionó cuando había tanto más para preguntar, por qué yo estaba tan seguro de que mi viejo hablaba de él mismo, de su desesperación, de sus amores perdidos. ¿Y si no hablaba de nadie? ¿Y si hablaba de otro? ¿Y si hablaba de todos? ¿Y si hablaba de mí? ¿Y si me estaba hablando a mí? Voy al placard escondido en el que guardo mis libros en cajas de cartón y le regalo a mi amiga esa novela que finalmente escribí y publiqué, la novela de alguien que encuentra una novela inconclusa escrita por su padre en los años setenta y se hace la misma pregunta que me hice yo aquella mañana de ventanas llenas de sol y que, como yo, empieza a investigar y averiguar, y de a poco, casi sin darse cuenta, construye una respuesta, un sentido, una historia, eso tan hermoso que yo no obtuve y que solo la literatura puede inventar.   

Daniel Escolar nació en buenos aires en febrero de 1962. Estudió Matemática y Sociología en la Universidad de Buenos Aires. Es pianista y compositor. En 2011 y 2012, sus cuentos «¡Ay mamá!» y «Siesta» fueron finalistas del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo, organizado por Radio Francia Internacional en colaboracion con el Instituto Cervantes, la Casa de America Latina y el Instituto Cultural de México en París. Es autor de las novelas Toda la vidda (Libros del Zorzal, 2015) Mirar de lejos (Libros del Zorzal, 2016) y Asulunala (Libros del Zorzal, 2017)  

http://delzorzal.com/?s=mirar+de+lejos

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