Masa Madre

Revista Número 2

Por Daniel Escolar

Escribir, estudiar piano, comer, leer, dormir. La cuarentena soñada. La rutina perfecta. Escribir por la mañana, ensayar a la tarde, leer de noche. Del escritorio al piano, cinco metros de parquet sin paradas intermedias; del piano a la cocina, siete metros de parquet, dos de mosaicos, una o dos paradas intermedias; de la cocina al dormitorio, dos de mosaicos, veinte de parquet, una parada; algunas visitas obligadas al baño (generalmente parquet y mosaicos sin ninguna parada); algunas idas y vueltas por razones varias (parquet con muchas paradas), algún olvido tardío (parquet y mosaicos sin paradas); recorro ciento cincuenta metros de parquet y veinte metros de mosaicos por día, nunca menos, a veces más; la cosa es estar activo pero sin forzar la máquina, mantenerse en forma para llegar con salud a la vejez (que se avizora muy cercana a la salida de la cuarentena). A veces, pocas veces, suena el teléfono y entonces atravieso indistintamente parquet y mosaicos con el teléfono en la oreja, el sol de las ventanas me da en la cara y el rumor de la avenida Entre Ríos es como el rumor opaco del mar. Esos días recorro distancias que sólo Google, en su infinita sabiduría, puede calcular, y cuando llega la noche y me meto en la cama (hoy por hoy la cama es el final de todos los recorridos) con el cuerpo agotado y la mente en blanco, inesperadamente, y al contrario de lo que sucedía en mi antigua vida, esa vida desordenada y caótica que ahora parece tan lejana, en vez de dormir bien, duermo mucho peor. Porque si hay algo que he aprendido en estos ciento ochenta días de encierro, es que la rutina perfecta no admite modificaciones.

Escribo de lunes a domingo, de diez a catorce, horario corrido, con un único recreo entre las doce y las doce y tres minutos para que mi hijo Mischa (un estudioso del violín y del arte culinario, con especial énfasis en la elucidación de los misterios de la masa madre) se acerque puntualmente a mi escritorio y me convide un mate; tres minutos es el tiempo justo para que entre, apoye el mate sobre el escritorio y espere a que yo, después de unos instantes de seguir mirando la pantalla, me dé vuelta, le dé dos chupadas largas y se lo devuelva con un muchas gracias y un beso en el pelo que desde hace semanas le tapa la cara. Sucede que, a veces, escribir cansa (y me refiero al trabajo del escritor, no a escribir un Whatsapp, aunque a veces escribir un Whatsapp también cansa), sobre todo cuando se logra redondear un párrafo de esos que, al momento de terminarlo (y a veces sólo en ese momento), uno está seguro de que es exactamente lo que hubiera querido escribir si de verdad hubiera sabido qué era lo que quería escribir; en esos instantes agotadores y únicos, levanto la vista y miro por la ventana de mi estudio, que es una ventana grande y luminosa, y sigo como hipnotizado las bandadas de pájaros que se lanzan en formación kamikaze entre los edificios, los vuelos rasantes que hacen sobre las terrazas llenas de ropa tendida, y es un descanso y un estímulo verlos y saber que mañana estarán ahí otra vez, puntuales, como estuvieron hoy y ayer; pero a veces, pocas veces, no hay pájaros entre los edificios, apenas una paloma sobre la antena del edificio de enfrente, y entonces la novela que estoy escribiendo no es más que un archivo en la solapa superior del Word del que no sé ni siquiera de qué se trata, si es que se trata de algo, una estupidez que no puede interesarle a nadie, y el párrafo que acabo de escribir es pretencioso y fuera de registro, etc. Y si, más tarde, después de almorzar lo que con gran imaginación y esmero cocinó Mischa, algo, cualquier cosa, se interpone en mi camino hacia el living (a veces puede ser sólo una siesta más larga de lo habitual) y no estoy sentado en el piano a las cinco en punto, la sonata para violín y piano BWV 1017 Nº2 de Bach que estoy estudiando desde hace semanas con tantas ganas y esfuerzo, se vuelve un refrito interminable de frases parecidas que no van a ninguna parte, los dedos no llegan a tocar el fondo de las teclas, el piano es un aparato enorme y negro en medio del living, etc. Y si las comidas llegan fuera de hora, me intoxico y a la noche no puedo dormir; y si hay que salir a comprar algo en otro momento que no sea lunes ni viernes a la hora de la siesta (que es la hora en la que hay menos gente en la calle con y sin barbijos), el día se estanca y todo lo que sigue es desechable; y si la limpieza del sábado empieza pasadas las nueve, ya no tiene sentido limpiar porque todo seguirá tan asquerosamente sucio como estaba; y si por las noches, después de leer las cuarenta páginas diarias de La broma infinita (libro que sólo se puede leer en cuarentena con un ritmo parejo y uniforme de cuarenta páginas diarias) me distraigo mirando las luces de los edificios, esa oscuridad brillante que tiene la ciudad cuando ya casi todos se fueron a dormir y, sin darme cuenta, se hacen más de las dos de la mañana, la cama se pone dura, las almohadas se vuelven viejas y húmedas, el pijama me da calor, las frazadas no abrigan. Y si Mischa, por razones que sólo él sabe, un lunes decide no hacer el pan de masa madre de los lunes, ese que le lleva dos días de meter harina y agua en frascos y después guardar los frascos cerrados en roperos oscuros y un frasco más chico en la heladera para el próximo pan y horas de amasado y de horno (a veces el horno está prendido mucho rato calentando la cocina y el pan está afuera esperando), ese pan que comemos tostado y con manteca por las mañanas y dulce y lleno de aire en los almuerzos y las cenas, mojado con las salsas y los huevos y el queso y las berenjenas asadas con pimientos, si un día, digo, Mischa no hace el pan de masa madre por razones que sólo él sabe, entonces ya no hay desayuno posible y la comida no sirve, y las caminatas no arreglan nada, y nadie duerme en esta casa y no vale la pena escribir una novela ni estudiar piano porque total, hagamos lo que hagamos, nada tiene importancia y todos nos vamos a morir tarde o temprano.

 

 

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