Maldito seas, Palermo
Revista Número 5
Por NegroFiero
Una de las cosas que siempre me ocurrían cuando, en España, conocía a alguien y se hablaba de mi condición, (¿será una condición, una enfermedad, o una condena?), me refiero a la de ser argentino, claro, es que salían los mismos tópicos sobre nuestro extravagante país. Expresiones como “un país tan rico, que tenga tanta pobreza…” o “con la riqueza que tenéis, con tantas tierras”. Y siempre me tocaba a mí tener que explicar conceptos como el de que la venta de las materias primas sin procesar no genera mucha mano de obra; que la acumulación de tierras en pocas manos hace pocos ricos muy ricos y muchos pobres, muy pobres; o que somos una nación que desprecia su propia moneda y vive obsesionada por el dólar estadounidense, condenados así a vivir en eterna inflación ya que la más mínima variación al alza de la cotización del dólar sube todos los precios en pesos.
Pero a veces yo tenía la suerte de que mi godo (1) amigo me saliese con otra aparente característica argentina, con la que podía uno dar cátedra: “¡mira que sois violentos los forofos (2) argentinos!” Así, entonces, empezaba una charla que, a orillas del viejo cauce del río Turia, o sintiendo el aire salado del Mediterráneo, nos llevaba de viaje a peligrosos parajes en Laferrere, con aquella bandera de Defensores de 2 por 1,5, que el policía en la puerta del estadio “Ciudad de Laferrere” me hizo sacar de donde la tenía bien guardada, para abrirla delante de todos los muchachos locales y decirme ¡pibe, guardá esto que acá te matan! O aquel recordado viaje de visitantes a la cancha Tigre en tren, desde Estación Rivadavia hasta Victoria, donde aprendí el “cuerpo a tierra” apenas unos segundos después de que empezaron a estallar las ventanillas del vagón por el impacto de las balas felinas, (sólo unos pocos meses antes de que esforzados oficiales de la Fuerza Aérea Argentina me lo volviesen a enseñar, con todo lujo de repeticiones y silbatazos). Nunca me voy a olvidar del hincha de Defensores de Belgrano que en el vagón aquel y mirándonos con desprecio a los que nos habíamos hecho suelo, nos gritaba con la sutileza que demandaba la ocasión: ¡pongan el pecho, putos! Reconozco que él sí hizo lo que pedía: después de gritarnos, se asomó por las, para entonces ya inexistentes, ventanas del tren y mostrando y golpeándose el pecho les gritaba a los tiradores, ¡tirá acá, tirá acá!
De esta manera revivía yo viejas glorias –según mi archivo mental– o actos de impresionante barbarismo, –según mis oyentes–, y, al final, siempre terminaba pareciendo que somos los argentinos los únicos que alcanzamos estas espantosas cotas de violencia en el deporte. No dudo de que con un poco más de esfuerzo “lograríamos lograr ese logro” si me disculpan parafrasear a un reconocido intelectual argentino, pero aún estamos algo lejos. No hemos llegado a extremos como el que se dio entre Honduras y El Salvador, conocido como “la guerra del fútbol”, y que algunos dicen que fue un conflicto que lo detonó un partido clasificatorio para el mundial de México de 1970. En realidad, las tensiones ya venían de tiempo atrás y no tenían nada que ver con el fútbol, pero se sabe: los estadios son a veces cajas de resonancia de lo que pasa en las sociedades. La guerra duró apenas cuatro días y no resolvió nada, excepto quizás en las ambiciones de los generales de ambos países, y en los bolsillos de sus proveedores de armas, ya que tanto Honduras como El Salvador utilizaron armamento de la Segunda Guerra Mundial y luego del conflicto tuvieron que actualizarse, lo que siempre deja a los generales, literalmente, como chicos con juguetes nuevos.
Sin embargo, volviendo a la violencia en el deporte, me parece que ni es algo exclusivamente argentino o americano, ni es algo moderno. Quizás, pienso, basta que se den dos ingredientes para que la mezcla resulte explosiva: conflictos sociales y estadios llenos. Y creo que, casi desde que tenemos memoria como civilización, tenemos de las dos cosas.
Remontándome en el tiempo voy a una de las cunas de la cultura occidental y veo a miles de romanos asistir a todo tipo de eventos en estadios enormes, del que el Coliseo es una de sus máximas expresiones. Días y días de espectáculos, desde recreaciones de famosas batallas navales, hasta Kirk Douglas en slip peleando con algún nubio (3). Reconozco que quizás se me confundan un poco las cosas, Hollywood siempre mete su cuchara en nuestra concepción de la historia, pero al caso es lo mismo.
Una de las mayores pasiones romanas eran las carreras de cuadrigas, todos hemos visto con satisfacción la victoria de Judá Ben Hur sobre Messala –y si no lo viste, esperate a Pascua, que seguro lo vuelven a pasar–. Sí, ya sé, otra vez se me metió el cine en el medio. Pero lo cierto es que esas carreras levantaban furor en el público romano. Si bien había varios equipos divididos por colores, en la historia de los romanos sus Boca y River fueron los Verdes y los Azules. Tal es así, que tanto los Azules como los Verdes tenían seguidores incondicionales.
Estamos en la romanísima ciudad de Constantinopla, capital del Imperio romano entonces, aunque quizás debería decir del Imperio de Oriente, pero es que como el de Occidente, con sede en Roma, hacía ya varias décadas que había caído, pues lo llamamos Imperio romano a secas y listo, que así se llamaban a sí mismos sus habitantes, (¿qué es eso de Imperio bizantino, si ya ni Bizancio se llamaba a la ciudad?). Es el año 532 de nuestra era y resulta que al emperador Justiniano I las cosas se le están complicando. Ha comenzado una serie de reformas, intentando hacer eficiente, por ejemplo, la recaudación. ¡Cómo molesta cuando un Estado hace eficiente el cobro de impuestos! La cuestión es que algunas decisiones del soberano tenían que ir respaldadas de un dinero que, como siempre, iba a salir de los bolsillos del pueblo, justo donde dicen los Fabulosos Cadillacs que está la vieja herida.
En un momento de ese 532, en el hipódromo de Constantinopla, se agrupa la multitud, porque, como dice el tango Palermo, a los romanos “les arrastraba más la perrera, más les tiraba la carrera, que una bonita mujer”. Pero lo cierto es que la “mishiadura” no era por la raza caballar. Y ahí tenemos la mezcla explosiva: el malestar general que la eficiente recaudación de impuestos estaba generando, se abrazaba con las siempre importantes y necesarias luchas religiosas, que además iban de la mano con los colores que disputarían la carrera. Tenemos entonces a la gente de la calle, comerciantes, inquilinos, pobretones, que siguen el monofisismo y creen por tanto que Jesús sólo es Divino y no tiene naturaleza humana, por lo que son entonces, obviamente, Verdes. Por el otro lado terratenientes, aristócratas, y los mismísimos gobernantes, gente a la que no le falta un sólido bizantino (4) en el bolsillo, y además eran cristianos de los verdaderos de verdad, que sabían que Jesús era Dios y Humano y otra cosa más que no entendí nunca porque soy ateo. Y como es evidente y comprensible, todos eran hinchas del Azul.
Resulta que antes de esa carrera, unos condenados a muerte por una revuelta que había ocurrido poco antes, y que habían logrado escapar del verdugo, decidieron invocar la clemencia del emperador en el estadio. Lamentablemente el emperador ignoró la petición y no respondió nada, lo que provocó que el público se enardezca. Comenzaron los insultos y el grito con el que se recuerda el hecho: ¡Nika!, que significa Victoria. El majestuoso emperador, dicen, llegó a devolver los insultos, respondiendo con algunos de su autoría. ¡Para qué!, se desató la locura y la violencia estalló. Todos los Verdes, y aquellos que eran seguidores de los Azules pero que no tenían ni un numo (5), y que tomaron conciencia de clase de golpe, se aliaron contra el emperador, sus funcionarios, sus reformas, sus ambiciones y la madre que lo parió.
Pronto asaltaron el pretorio, que venía a ser la comisaría, se liberaron los presos, se empezó a prender fuego todo y se armó un quilombo que ni el River-Boca de la final de la Libertadores armó. Justiniano salió del hipódromo a duras penas, rajó como pudo a su palacio e intentó apaciguar la revuelta al punto que le exigió la renuncia a Domingo Felipe Cavallo, ¿o era a Juan de Capadocia?, bueno, ahora se me confunden las revueltas, pero no importa, lo renunció a uno de los responsables de la presión impositiva. Lo cierto es que la cosa no se calmaba y cuando ya estaba el helicóptero en marcha, ¿o era un barco?, para la huida de una ciudad que comenzaba a arder en más de un sentido, el monarca se encontró con su mujer, la emperatriz Teodora. Y entonces, “agarrate Catalina”, (que era otra emperatriz, pero esa es otra historia): la emperatriz se negó a abandonar el Palacio Real. Dicen que lo habría sacudido a Justiniano con la frase “la púrpura es una excelente mortaja”. El teñido en púrpura era un proceso extremadamente caro y fue demandado casi obsesivamente durante mucho tiempo en Roma, ya que su altísimo costo daba un aura de realeza a quien pudiese vestir una prenda púrpura, tanto fue así que al final su uso se fue restringiendo hasta pertenecer exclusivamente al emperador, su familia y los pocos afortunados a los que el emperador les diese el permiso. Teodora le señalaba así a su marido que era preferible morir emperador a vivir refugiado. Justiniano acusó el golpe de su esposa, se sacudió el miedo, y lo llamó a su general más efectivo, Belisario, para que le resuelva las cosas.
La historia no tiene un final agradable. Belisario organizó a sus tropas rápidamente y, mientras fingió pretender negociar, fue rodeando a los sublevados hasta que los cercó totalmente, momento en el que procedió a eliminarlos. Se cree que cerca de 30.000 personas perdieron la vida entre los disturbios y la represión.
Justiniano siguió siendo emperador y hasta logró reconquistar gran parte de los territorios del extinto Imperio romano de Occidente, incluyendo la ciudad de Roma. Fue el último emperador que tuvo al latín como lengua madre y el último con el que el Imperio alcanzó parte de su antigua gloria.
Mientras tanto nosotros en Argentina somos hinchas de Boca o de River, o hasta hay algún pirado que sigue a Defensores de Belgrano. Pero la verdad es que no nos vendría mal aprender un poco de Historia, porque hay algo que no consigo comprender, y es que a casi 1500 años de distancia de la revuelta que empezó en aquel hipódromo al grito de ¡Nika!, los argentinos, que sin ninguna duda somos verdaderos y apasionados seguidores del Verde, por alguna razón que desconozco, a ese mismo Verde lo estamos llamando Blue.
El NegroFiero
(1) Pueblo germánico que, llamados visigodos, poblaron España. En las guerras de independencia argentina, godo era sinónimo de español.
(2) España: persona que anima con pasión y entusiasmo a su equipo o deportista favorito.
(3) Relativo a Nubia, región del nordeste de África, o a sus habitantes.
(4) Moneda de oro creada por el emperador Constantino I el Grande.
(5) Moneda de cobre romana de escaso valor.
NegroFiero, nacido en 1974 en Buenos Aires, estudió Ingeniería Electrónica en la UTN, Administración de Empresas en la UBA y Ciencias de la Comunicación, también en la UBA, carrera donde más tiempo duró, (dos asignaturas enteras, ¡y aprobadas!). Emigró a España en 2002, trabajó repartiendo propaganda, vendiendo latas de Coca Cola en las playas de Valencia, y hasta tuvo un trabajo de verdad, durante unos años. Casado y con una hija, en los últimos años exhibió una gran capacidad para cocinar, llegando a ser el chef de su propia casa.
NegroFiero obtuvo su apodo en un recordado chat argentino en 1997, cuando vio un usuario con nickname “RubioLindo”.
Hincha de Defensores de Belgrano, fue Voz del Estadio entre 1997 y 2002. Aún extraña hablar por los parlantes del Juan Pasquale.