“El aguante” de Amón
Revista Número 2
Por NegroFiero
Pocas civilizaciones han despertado tanto la curiosidad y la imaginación como aquella que ideó la mejor campaña publicitaria de la historia de la humanidad, la única de las siete maravillas del Mundo Antiguo que aún hoy factura: Egipto y sus pirámides.
A la vera del Nilo, hace miles de años, surgió una civilización que aún hoy, con nuestros vuelos espaciales y videos de TikTok, sigue captando nuestra atención. En mi caso empecé por las películas de siempre, con momias vengativas, sedientas de la sangre de quienes osaron perturbar su descanso. Digamos que esas momias siempre tuvieron mi simpatía; quien no comprende esa furia es porque nunca fue despertado en medio de una merecida siesta. Más tarde llegó a mis manos un libro que había por casa, El enigma de las pirámides, con el que profundicé en los misterios y con el que descubrí que, de seguir indagando en aquella dirección, ahora sería ufólogo, tarotista, o vaya uno a saber qué.
Luego, por curiosidad, estudié un poco más la historia de Egipto. Una figura que pronto destaca es la de Ramsés II y su desempeño en la batalla de Qadesh en el 1274 antes de nuestra era (ya saben, el modo ateo). Según se dice, el Faraón, un tipo duro, venía preparándose, desde hacía años, para encabezar una campaña contra los hititas, que no dejaban de expandir su influencia. Al iniciar la campaña, Ramsés II avanzó hacia Qadesh, pero quedó “descolgado” y, en un repentino ataque hitita, fue rodeado por sus enemigos. Parece que entonces y al grito de “aguante Egipto”, el Faraón, acompañado solamente por su león y por el dios Amón, (que no son poca cosa tampoco), arremetió contra sus adversarios, matando a miles y dispersándolos hasta que el soberano hitita, Muwatalli II, pidió clemencia para él y sus tropas. ¡Estos son héroes!, pensé yo, y no el Diego, que apenas se gambeteó a media selección inglesa. Hay que mencionar, sin embargo, que hubo quienes señalaron como “fake news” y “relato” a las crónicas egipcias sobre la batalla, indicando que al final los egipcios se retiraron y firmaron un tratado de paz, pero a mí no me engañan, me cuesta creer que hace 3294 años ya existiese Facebook o se imprimiese el Clarín.
Pero dejando de lado a belicosos héroes y a relatos quizás un poco exagerados, de toda la historia del antiguo Egipto, para mí, brilla con más intensidad que nadie un Faraón que no lideró grandes ejércitos, no construyó ninguna pirámide, pero hizo algo que, creo, nunca se había hecho antes.
Egipto era una civilización politeísta, con un panteón enorme de dioses de todo tipo, como Isis, Osiris, Horus, Thoth y muchos más, pero que tenía a uno, Amón, como el más popular y venerado. Originario de la ciudad de Tebas, cobró cada vez más importancia cuando Tebas se convirtió en capital del Reino. Era un dios antropomorfo pero invisible, hasta para otros dioses. Misterioso e inasible, su culto dependía de una casta sacerdotal que fue adquiriendo cada vez más poder, hasta llegar en su momento a eclipsar al mismísimo Faraón. Quizás intentando evitar que los sacerdotes de Amón siguieran aumentando su poder e influencia fue que Amen-Hotep IV, a los dos años de asumir su reinado, encabezó una transformación sin precedentes. El pueblo egipcio vio cómo, de la nada, su monarca renunciaba a todos los tradicionales dioses para enfocarse en uno solo, y no en cualquiera, sino en Atón, el disco solar.
Si hay algo que por naturaleza merece ser venerado como deidad, es el Sol. Tiene todos los atributos: su luz nos ilumina y da calor, pero no podemos mirarlo directamente o nos encegueceremos. Su poder es universal, llega a todos y a todas partes. Sin su energía las plantas mueren y, con ellas, nosotros. Pero es también algo humano ya que cada noche debe descansar para volver a resurgir por la mañana con su radiante esplendor. No pide sacrificios, no exige ofrendas. Y por mucha noche o nube que lo pretenda tapar, siempre vuelve para asegurarnos la luz, el calor y el sustento.
Nuestro Faraón entendió esto y arremetió contra el culto de Amón, cuyos sacerdotes tenían una influencia y un poder cada vez más crecientes. El dios Atón, libre y universal como es, no permite peajes ni interpretaciones. Sus templos no necesitan techos y el dios los visita y llena de luz sin ser invocado por nadie.
Amen-Hotep IV cambió su nombre por Akenatón, o útil a Atón/agradable a Atón. Cambió también la capital del Reino, llevándola de Tebas a Aket-Atón, (Horizonte de Atón). Todas estas medidas contra el poder establecido provocaron la aparición de una grieta, como siempre sucede cuando a alguien se le ocurre afectar intereses de poderosos. Los fieles de Atón y los de Amón se combatieron con furia, mientras que los sacerdotes, despojados de gran parte de su poder, conspiraron contra el gobierno.
Mientras Akenatón vivió, su cambio se mantuvo, pero era muy difícil modificar tradiciones de una sociedad ya milenaria y con una casta sacerdotal influyente y poderosa que no iba a dejarse despojar sin más de sus prebendas y atributos. Al morir Akenatón en 1336 a. n. e., fue sucedido por Semenejkara, de quien no sabemos si era hombre o mujer y que gobernó muy brevemente, hasta que llegó al trono un hijo de Akenatón que dio por terminado el experimento de su padre, olvidó el culto por Atón y devolvió el poder a los sacerdotes de Amón.
Y ahora que lo pienso, quizás no estuvo tan equivocado al hacer eso, ya que la ciencia nos enseñó que Atón no es más que una cantidad inmensa de hidrógeno, y una pugna entre la gravedad que ese hidrógeno genera y la fuerza expansiva que se produce por la fusión de hidrógeno en el núcleo. Portentoso espectáculo, sí, pero de deidad poco. Y si sigo pensando, a los dioses hay que venerarlos por sus logros, y si así es, que alguien me lleve al templo de Amón más cercano para dejar mi humilde ofrenda, porque Amón sí que premia a sus fieles: hizo el aguante junto a Ramsés II en Qadesh, y al hijo de Akenatón, que en su reinado lo único que logró fue devolver a Amón lo que es de Amón, le dio más que a ningún otro faraón en la milenaria historia de Egipto: fama imperecedera y popular, más de 3300 años después de su muerte. Y es que nadie puede negar que si hay un Faraón bien conocido, ese no es otro que el hijo de Akenatón, llamado imagen viviente de Atón o Tutanjatón, pero que se cambió el nombre por el de imagen viviente de Amón, es decir, Tutankamón.