El Perro
Revista Número 6
Por NegroFiero
Cuando era chico tenía muy a mano un viejo Pequeño Larousse Ilustrado, impreso en 1945 como mucho. Era hermoso, estaba dividido en tres partes, la primera era simplemente un diccionario de castellano. La segunda, breve, era un compendio de locuciones latinas y extranjeras que ya empezaban a hacer volar la imaginación. La tercera y gloriosa parte era la enciclopédica, donde siempre amé leer las historias de antiguos y, hasta entonces para mí, desconocidos personajes históricos.
De entre todos esos personajes algunos llamaron mi atención sobre otros. Recuerdo leer sobre Aníbal Barca y su lucha contra Roma en la Segunda Guerra Púnica, y más aún recuerdo la emoción que sentí la primera vez que, al emigrar a Valencia, supe que Sagunto cuya conquista por Aníbal significó la guerra, aún existía y estaba muy cerca. Visitar las ruinas del fuerte romano de Sagunto y dejar que mi imaginación vea a las tropas cartaginesas acercarse con sus elefantes fue una locura.
Otro personaje que siempre sentí cercano fue Tito Flavio Vespasiano. Un emperador romano que si bien era de una familia del orden ecuestre ascendió, más por sus méritos que por su linaje, a los más altos cargos en el ejército para, luego de una guerra civil, convertirse en el primer emperador de la dinastía Flavia. Creo que lo que siempre me sedujo del personaje histórico era, además de su ascenso meritorio, su austeridad, por no llamarlo mezquino. Como yo mismo siempre me he percibido austero, por no llamarme mezquino, sentía que había una suerte de hermandad con aquel sobrio emperador, aquel que cuando su hijo, el también emperador Tito, le recriminó su impuesto a la recogida de orina por ser algo bajo, le contestó, poniéndole una moneda en la nariz, «El dinero no huele”. Muchos años después de haber leído sobre Vespasiano, estaba yo visitando el Museo Británico y, en una sala llena de bustos romanos, reconocí entre ellos inmediatamente la imagen de mi austero amigo. No pude evitar llorar de emoción frente a su busto, ante la atónita mirada de mi pareja de entonces, quien se habría planteado en ese mismo momento algunos aspectos de la relación.
Pero había una súper estrella en aquel universo de vidas pasadas. El más grande de todos ellos, por ser el más insolente, el más particular, el más distinto, era Diógenes de Sinope, o Diógenes, el Cínico. No tengo cultura ni conocimientos para hablar de la filosofía de la escuela cínica. De hecho, no quiero hablar de Filosofía. Sólo quiero hablar de las imágenes que las anécdotas de Diógenes generaban en la mente de un pibe de trece años de Vicente López.
Diógenes decidió abandonar todos los lujos de la vida moderna, claro que moderna del siglo IV antes de nuestra era, (“nuestra era” es la manera atea de decirlo), para vivir en una austeridad que deja a Vespasiano en medio de lujos orientales. Convertido en vagabundo y prescindiendo de todo lo que consideraba innecesario o superfluo, se convirtió en el protagonista de innumerables anécdotas. Como esa en la que se cuenta que viendo Diógenes a un niño tomar agua de una fuente con la mano exclamó: “Ese niño me enseña que aún conservo algo superfluo”, para luego romper la escudilla con la que bebía.
Lo llamaban “el Perro”, en un intento de insulto, y parece que “cínico” viene justo de ahí, ya que él y Antístenes, eran los kynikos, que es un adjetivo que viene de kyon, perro, por lo que sería algo así como los “perrunos”. “Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro” sería una frase suya. Y cuando en una cena le tiraron unos huesos, como si de un perro se tratase, él, cumpliendo su papel, se les paró enfrente y los orinó. ¡Hay que saber ganarse la inmortalidad meando gente!
Las anécdotas podrían seguir, pero hay una que me estremeció cuando la conocí siendo un pibe. Cuenta la historia que, conocedor de la fama de Diógenes, el todopoderoso Alejandro Magno decidió visitarlo y, sin dudas con la intención de provocarlo, quiso tentar a tan austero filósofo. Alejandro, el mayor conquistador de todos los tiempos, el que tuvo en su puño a todo el mundo conocido de los antiguos a la edad de 32 años, el tipo cuyo busto hizo a Julio César llorar, (y me alegra saber que no soy el único que llora frente a un busto), porque él, César, no había logrado aún nada a los 32 y Alejandro había logrado el Mundo. Ese hombre que aún hoy veneramos, se acercó a un Diógenes que, tirado en el suelo, tomaba plácidamente el Sol. Diógenes se sorprendió por la repentina aparición de un montón de personas que acompañaban al gran líder. Y éste se presentó sin más: “soy Alejandro”, a lo que nuestro amigo respondió “y yo Diógenes, el Perro”. Alejandro le preguntó por qué le llamaban “el Perro”. “Porque alabo a los que me dan, ladro a los que no, y muerdo a los malos”. Y fue entonces cuando el hombre más poderoso de todos los tiempos hizo su movida: “Pídeme lo que quieras”. Seguirán pasando los milenios, y mientras haya humanos y libros que cuenten la historia, seguirá habiendo quienes nos emocionemos ante esta imagen.
«Pídeme lo que quieras”, dijo el Poder en la Tierra. Y Dióneges, el Perro, el Cínico, el único, pidió: “Que te quites de mi Sol”.
La respuesta apabulló a todos y, seguro, hayamos tenido en Alejandro Magno al primero de la infinita lista de admiradores de aquella escena ya que, luego de este encuentro y acallando la desaprobación de quienes lo habían acompañado a ver al filósofo, le dijo: “Si yo no fuese Alejandro, me gustaría ser Diógenes”.
Al final creo que a todos nos gusta Diógenes pero pensamos como Alejandro. Todos seríamos Diógenes, si no fuésemos quienes somos.
Y dejo este relato acá porque tengo que ocuparme de unas cuantas cosas superfluas a las que ni quiero, ni tengo que renunciar porque, como decía, es evidente que yo tampoco soy Diógenes.