Antes de la lluvia
Revista Número 7
Por Daniel Escolar
“…iré hacia el norte siguiendo la tormenta. Conduciré bajo la lluvia y el viento. Pasaré toda la noche al volante.”
El cielo de los animales, David James Poissant
Hace ya unos cuantos días que el Windy viene avisando que esta noche va a llover. Es muy importante para mí, en estos días agobiantes de verano, saber cuándo llega la lluvia; soy de esos tipos que esperan las tormentas con desesperación. Espero los rayos en los ventanales, los relámpagos sobre los edificios, el agua golpeando los vidrios; los espero como un buzo espera el aire de la superficie. Revivo cuando llueve. Los días soleados y calientes me secan: se acumulan sobre mi ánimo como autos sobre el asfalto caliente; la ciudad brilla y yo me seco, me achicharro y necesito que empiece a llover. Por eso siempre estoy atento al Windy: me avisa con flechitas y estrellitas azules cuándo y por dónde va a llegar la lluvia.
A las tres de la tarde mi socio me espera en la pizzería de Belgrano y Entre Ríos para hablar de asuntos que ya no podemos postergar más: la dueña del galpón lo llama todos los días y le dice que no le importa nada si el gobierno congeló los alquileres y los desalojos, que le paguemos lo que le debemos o que nos vayamos de una vez; además los muchachos no dan más, dice mi socio, nadie da más, digo yo; el trabajo no alcanza, la plata no alcanza. El mozo trae una pizza chica con dos fainá y dos chops, cómo extrañaba esto, dice mi socio; comemos evaluando opciones. La cerveza está helada, la pizza es finita y a los dos nos parece que trae más queso que el que traía antes del encierro, cuando veníamos casi todos los días. Afuera brilla el sol y, mientras hablamos y comemos, no pienso ni una vez en el piano ni en mi novela, tampoco pienso en los pájaros que vuelan entre los edificios del otro lado de las ventanas de mi departamento; me saco el barbijo y mastico y hablo sin parar y no pienso ni una vez en mi castillo, allá arriba, en los muebles de cuero y madera que rodean la mesa de vidrio brillante, en los placares reposados llenos de ropa, en los libros y las bibliotecas con olor a papel, en la cocina apagada, en el silencio. Hablamos de ventas, de márgenes, de problemas de producción, también hablamos de lo rica que está la pizza, sobre todo el fainá, y enseguida hablamos de la curva de infectados que volvió a subir. Si esto empieza otra vez, dice mi socio, no sé qué vamos a hacer, y se limpia con una servilleta de papel. Salimos al calor y lo veo alejarse caminando rápido contra el sol. Yo voy para el otro lado, unas cuantas cuadras hasta la librería, compro un libro de cuentos que tengo que leer antes del sábado y vuelvo a casa con la bolsita en la mano. En la puerta de abajo hay una pareja que se sacó los barbijos para discutir, los veo y pienso que cuando abra van a dejar de pelear y me van a mirar entrar. Entro sin darme vuelta para ver qué hacen, subo hasta donde llega el ascensor y sigo por la escalera. En casa me saco el barbijo y respiro fuerte, me gusta ese olor, se parece al de la casa de mis abuelos, me devuelve en un instante todo lo que había dejado acá arriba. Prendo el aire acondicionado y me recuesto un rato en la penumbra del cuarto a descansar.
De pronto me acuerdo de la tormenta que está por venir y pienso que tengo que bajar a comprar algo para cenar antes de que el viento y la lluvia se desaten sobre la ciudad: un poco de ensalada y vino. Cuando bajo ya es de noche, la calle está vacía y hay en el aire esa mezcla de calor y frescor que tienen las calles cuando está por llegar la tormenta; camino las dos cuadras hasta la verdulería, compro lechuga mantecosa y morada y tomates, y también compro cerezas porque, a veces, cuando estoy solo y sé que voy a estar solo para cenar y que después voy a estar solo todo el resto de la noche, me da por comprarme algo rico y fresco, y eso me hace una gran compañía. Cruzo a comprar el vino y no sé por qué compro un vino peor del que pensaba comprarme, me abatato con el precio, los doscientos pesos de diferencia. Vuelvo a casa con el vino y la bolsa de las verduras y al cruzar la avenida siento el temblor lejano de la tormenta en el aire. Dejo las lechugas en agua para que se vayan hidratando y abro el vino, me siento en el banquito de la cocina y me pongo a leer el libro que compré, ese que tengo que leer antes del sábado. El primer cuento trata de un caimán gigante, una camioneta y un huracán. Y resulta que la tormenta, que según el Windy va a llegar a Balvanera desde el sudeste a eso de las once de la noche, está llegando del lado del mar sobre los campos pelados de alguna parte del estado de Florida en los Estados Unidos, los rayos iluminan un campo de golf fantasmal y una laguna que se abre más allá. Siento el frío en las páginas y el agua chorrear por los vidrios de la camioneta, el caimán tan cansado, la laguna tan cerca, el deseo inexplicable de liberar al monstruo a cualquier costo, a lo que sea. Entonces no puedo seguir leyendo, me paro frente al vidrio que está detrás del piano y miro el cielo estrellado sobre la ciudad inerte y llena de luces y sé que el Windy se equivocó otra vez, que hoy la tormenta no va a venir. No va a venir, digo en voz alta, y pienso en el caimán del cuento, o mejor dicho en el protagonista del cuento, ese tipo que un día tiró a su hijo por la ventana de su casa porque lo encontró besándose con otro chico y que ahora, de pronto, lo único que sabe es que tiene que liberar a ese caimán viejo y enorme, ayudarlo a llegar a la laguna, empujarlo bajo el diluvio, dejarse comer por él si hace falta. Lo que hago después no lo voy a contar en detalle, no es necesario andar ventilando absolutamente todo cuando uno escribe; la intimidad es una cosa seria que los escritores no cuidamos demasiado. Alcance con decir que estoy un buen rato sentado en mi escritorio mirando hacia afuera, las ventanas gigantes llenas de luces, ese mar atosigado de boyas titilantes.
Mucho más tarde ceno mi ensalada y mis cerezas y me acuesto a dormir con las ventanas bien cerradas como si fuera a llover fuerte fuerte toda la noche. Y mientras el sueño me va llevando, me parece escuchar a lo lejos el roce de la piel gruesa y rugosa de un caimán que se arrastra sobre las calles de Balvanera, un caimán viejo y cansado en busca de una laguna; ¡o de un río!, pienso justo antes de que se apague la última luz, esa que cierra definitivamente la puerta del día: un río que está más allá de los edificios y las avenidas y que, ya en mi sueño, es denso y marrón y se abre como una flor gigante antes de derramarse en el mar.