Tener diez años
Revista Número 7
Por NegroFiero
Tengo una hija de diez años. Un perfecto exponente de la generación centennial. Vive encerrada en los virtuales límites de Roblox donde alcanza capacidades de aislamiento que la asemejan a un catatónico. Si algo no lo ve en Tik-Tok, no existe, y a sus ídolos los valora por su cantidad de seguidores.
Que no se malinterprete: es una chica inteligente, que lee y escribe desde los seis años y que sabe varios idiomas. Se desenvuelve con facilidad entre los de su edad, puede distanciarse de su madre o de mí sin que eso le afecte y ya ha viajado lo suficiente como para conocer mundo y tener una mente abierta.
Con todo esto, igualmente tiene una actitud hacia la vida y hacia los adultos que raya en la insolencia. Se percibe acreedora de todos los derechos y privilegios, pero eximida de cualquier obligación. Se planta, ante su madre y ante mí, como si de un igual se tratara, cuando no de un primus inter pares. Se arroga el derecho a participar en decisiones de familia, a vetar decisiones tomadas, a criticarlas, y hasta a burlarse de aquello que, por pura y simple ignorancia, le parece raro, gracioso, o distinto. En su arrogancia, se cree la medida de todo. Si ella no lo sabe, es que no existe o que está mal.
La descripción que hago, con matices, posiblemente se pueda aplicar a muchos de los centennials y seguro que también esté describiendo muchas actitudes infantiles de los milennials. Si bien es evidente que cada progenitor es responsable de la educación de sus vástagos, la sociedad modela esa educación y empuja hacia direcciones específicas, sin que sirva de mucho tratar de evitarlo. Así, en nuestra moderna sociedad, pese a que en este momento de pandemia se encuentra un tanto desquiciada, los niños son tiranos que no sólo son mimados y consentidos, sino que exigen a gritos esos mimos y caprichos, amparados por todo el entorno.
Muchas veces, cuando me enfrento a esta situación, lo hago munido de la Historia. A veces saco a pasear el concepto romano de la patria potestas y le señalo a mi hija su tremenda suerte al haber nacido en 2010 y no en el Imperio romano, donde yo tendría el derecho legal, como pater familiae, de venderla como esclava o incluso condenarla a muerte, ¡así que tomate ese jugo de naranja de una vez, Martina, carajo!
Lo cierto es que los niños no son los únicos privilegiados, como decía Perón, porque vivimos en una sociedad que fomenta y celebra la desigualdad lo que amplía mucho el abanico de privilegios, pero son indudablemente seres privilegiados, si tienen la suerte de nacer en la clase social apropiada, claro está. Sin embargo, esto es algo bastante moderno. La niñez, en la historia, ha sido de todo, menos privilegiada. La niñez no era esa época dulce de pequeñas travesuras, amistades eternas y aventuras por doquier. La niñez fue históricamente ese momento de extrema debilidad, abierto a los abusos de los más fuertes.
Así, ser niño hasta no hace mucho era ser poca cosa, era ser explotado en trabajos insalubres y peligrosos, pero en los que tener un pequeño cuerpo ágil podía suponer una ventaja. Era ser víctima de la brutalidad del padre, del empleador, del maestro -si es que el niño tenía la inmensa suerte de recibir educación-, en suma, de la sociedad toda que sólo respetaba y valoraba la fuerza y el poder.
Muchas veces intento hacer ver este pasado a mi arrogante hija, con la vana esperanza de que por una vez se “baje del pony”, valore con otros ojos los privilegios y beneficios que disfruta, y sienta un poco de agradecimiento por la aleatoria suerte que tuvo al nacer porque, ciertamente, haber nacido en la España del 2010 no es lo mismo que haber nacido, por ejemplo, en el Paraguay del 1859.
Empecemos por el principio. En 1810, cuando en Buenos Aires se inician las luchas por la independencia, la intención era la de mantener la integridad del Virreinato del Río de la Plata y, por ende, incluir al Paraguay. Sin embargo, la Junta en Buenos Aires erró feo al elegir a su enviado, José de Espínola y Peña, que era enemigo del gobernador de Paraguay Bernardo de Velasco, y de quien el Cabildo de Asunción había solicitado en su momento al Virrey Cisneros que no se le diese cargo alguno en Paraguay. La misión fue un fracaso y Paraguay, en lugar de enviar sus representantes, se aprestó para enfrentarse a Buenos Aires, enfrentamiento que culminaría el 9 de marzo de 1811 con la batalla de Tacuarí, donde Manuel Belgrano, que no sentía como enemigo al Paraguay, fue derrotado, lo que implicó la retirada de la expedición militar que comandaba.
A partir de este momento, Buenos Aires deja de pretender ejercer su poder sobre la que, hasta entonces, consideraba como una provincia. Poco después Velasco fue destituido, y el 12 de octubre de 1811 se firmó un tratado entre las Juntas de Buenos Aires y Asunción, donde se reconoció el autogobierno paraguayo. Es cuando comienza a tomar relevancia la figura de José Gaspar Rodríguez de Francia, el «Doctor Francia» para los vecinos, y Karai Guazú, Gran Señor, para los paraguayos. Con él, el Paraguay logró finalmente asegurar su independencia, tanto de la Corona española, como del Imperio del Brasil y de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Con una estricta política de no intervención, Paraguay se mantuvo alejado de las luchas internas de la futura Argentina, como tampoco tomó partido en la guerra entre el Imperio del Brasil y las Provincias Unidas, cuando el primero invadió el territorio de Uruguay.
Durante el período en el que el «Doctor Francia» gobernó, Paraguay comenzó a modernizarse e intentó alcanzar una autarquía que dio como resultado un aislamiento respecto a sus vecinos. Luego de un breve período de anarquía a la muerte de «Francia» en 1840, asume en 1841 Carlos Antonio López, quien da un impulso importante al desarrollo, estableciendo el ferrocarril, fundiciones de hierro, reorganizando la administración, mejorando la agricultura, en definitiva, modernizando aún más al país.
Imaginemos ver ahora nacer a un niño paraguayo en 1859, niño que, a priori, parecerá tener un futuro esperanzador, gracias al nivel de desarrollo que está alcanzando el país, desarrollo que, sin embargo, pronto tomará un cariz dramático.
Para 1862, este niño que imaginamos como testigo y partícipe de los acontecimientos que están ocurriendo, cumplirá 3 y verá cómo el presidente Carlos Antonio López fallece, siendo nombrado presidente su hijo, Francisco Solano López. Y acá llegamos a un momento bisagra. En esta parte de Latinoamérica hay dos potencias, la República Argentina, que luego de la derrota de Juan Manuel de Rosas en Caseros, el 3 de febrero de 1852, encaró la creación de una Constitución Nacional, la cual, sin embargo, Buenos Aires, dominada por Bartolomé Mitre y Valentín Alsina, rechazó. Y si bien poco más tarde Buenos Aires aceptará a la Constitución, la batalla de Pavón, el 17 de septiembre de 1861, donde las tropas provinciales porteñas derrotarán a las de la Confederación Argentina, significará «a la postre» el fin de ésta última y terminará dando a Mitre la preponderancia suficiente para imponer a todo el país su proyecto, siendo finalmente nombrado presidente de la República Argentina el 12 de octubre de 1862. Su concepción, en la que el poder quedará centralizado en Buenos Aires y el poder provincial encarnado por los caudillos será perseguido, llevará a la Argentina a una relación de cada vez más dependencia con el Reino Unido, en una suerte de sociedad en la que los ingleses hacían las inversiones necesarias para aprovechar cada recurso natural y materia prima argentina, devolviendo manufacturas y empréstitos. Así surge una oligarquía cada vez más poderosa, beneficiaria de las compras inglesas, mientras se van ampliando las infraestructuras necesarias para hacer rentables las explotaciones.
Por otro lado, el Imperio del Brasil es gobernado por Pedro II, quien se había enfrentado a Rosas, había incluso participado en el Ejército Grande de Urquiza que lo terminaría derrotando en Caseros y que antes había combatido en Uruguay a Oribe, logrando destituirlo en 1851. En sus relaciones regionales la principal preocupación del Imperio era la posibilidad de que Argentina y Uruguay formasen una única república. Así mismo, tampoco le tranquilizaba el desarrollo autónomo paraguayo. Para ese 1862 los cambios mitristas que iban llevando a la Argentina hacia una creciente dependencia con el Reino Unido fueron acercando al Imperio del Brasil con la República Argentina, ya que ambos recibían abiertamente los capitales británicos, convirtiéndose los dos entonces en los socios principales de Inglaterra en la región.
Avancemos un poco más en el tiempo, y lleguemos al fatídico 1864. La influencia que el desarrollo paraguayo le otorgaba, hizo que Francisco Solano López tuviera una participación cada vez más importante en la región. Tanto que cuando en Uruguay la rebelión encabezada por el colorado Venancio Flores, amigo de Mitre y asesino de federales, comienza a recibir cada vez más ayuda del Imperio y de la República, el Paraguay, que temía que sus intereses se viesen afectados por un gobierno en Uruguay totalmente títere de Argentina y Brasil, se animó a desafiar al Imperio del Brasil, señalando que cualquier intervención militar brasilera en Uruguay iba a ser considerada como un ataque al Paraguay. El ultimátum paraguayo fue totalmente ignorado por el Imperio, que en diciembre de 1864 invadió Uruguay. Paraguay respondió, a su vez, iniciando la Campaña del Mato Grosso, y así, en diciembre de 1864, comenzaba la Guerra de la Triple Alianza.
Esta guerra, la más cruenta y sangrienta que se haya dado en Sudamérica, tiene dos interpretaciones distintas, según la filiación política de quien la analice. Desde el punto de vista mitrista o brasilero, liberal y anglófilo, el conflicto es sencillamente el último estertor del caudillaje, Francisco Solano López el único responsable, y Brasil, Argentina y Uruguay, al luchar y vencer a Paraguay, fueron los encargados de civilizar el último reducto de la barbarie.
Luego está la otra visión, el revisionismo, que señala que el desarrollo autónomo paraguayo era percibido como una amenaza al colonialismo británico y un ejemplo nocivo en la región. En esta interpretación, Brasil, Argentina y Uruguay pelean en realidad por los intereses británicos.
Desde 1861 EEUU se encuentra peleando su guerra civil, la guerra de secesión entre el Norte y el Sur. Antes de la contienda, el principal productor de algodón del mundo eran los Estados del Sur, proclamados como los Estados Confederados de América, los que, a raíz de la evolución de la lucha que terminarán perdiendo en 1865, no están en 1864 en condiciones de proveer algodón a la pujante industria textil británica, que corre el riesgo de quedar sin su materia prima. La guerra contra el Paraguay habría tenido entonces por objetivo dar a Inglaterra el control sobre la producción de algodón paraguayo y suministrar así a la industria textil inglesa, abrir el mercado paraguayo a los productos británicos y destruir el único intento de desarrollo autárquico en la región.
El debate sobre esta guerra atroz aún sigue, siendo esta grieta una más de entre las tantas que nos separan. No es mi intención profundizar más sobre la guerra, pero es innegable que la contienda fue desastrosa para Paraguay, y es aquí cuando volvemos al niño paraguayo que vimos nacer en 1859 y al que le otorgamos la condición de testigo y partícipe, que tendrá 3 años cuando asuma Francisco Solano López el poder en un Paraguay rodeado de enemigos en lo político y en lo económico. Tendrá 5 años cuando comiencen las hostilidades, y pasará 5 años de crecientes penurias, sufrimientos, carencias y terror, hasta llegar a cumplir en 1869 la misma edad que tiene hoy mi hija, 10 años.
Llego ahora a lo más espantoso de mi relato y a uno de los eventos más atroces y vergonzosos de nuestra historia sudamericana: es el 16 de agosto de 1869. Hoy, en Paraguay, el 16 de agosto es oficialmente el Día del Niño, y no lo es por coincidencia, sino porque es una fecha sangrante.
Ese 16 de agosto, nuestro niño paraguayo de 10 años llegará al final de sus días, cuando a él le toque enfrentar, literalmente, al Ejército del Imperio del Brasil, en su condición de soldado, ¡con 10 años!, luchando por un Paraguay, destruido ya, por osar ser verdaderamente independiente y por tener un innecesario y suicida orgullo que le impide aceptar la inevitabilidad de la derrota. Ese 16 de agosto de 1869 se libró la Batalla de Acosta Ñu, o la Batalla de los Niños, donde 20.000 soldados brasileros combatieron la resistencia de 4.000 paraguayos, de los cuales muchos eran de entre 9 y 15 años, pero incluso de 8, 7 y hasta algunos de 6.
La férrea resistencia paraguaya no bastó para contener el poder brasilero, que a esa altura de la guerra disponía de ventajas tanto numéricas como tecnológicas. Luego de 10 horas de combate, la batalla se salda con apenas unas decenas de bajas en el bando brasilero, y casi sin sobrevivientes en el bando paraguayo. Hay relatos que señalan que los soldados brasileros degollaron a muchos de los niños combatientes paraguayos que, aferrados a las piernas de sus verdugos, imploraban por sus vidas, y que mientras las madres recogían los cuerpos de sus hijos y asistían a los heridos, en esos momentos, los brasileros, incendiaron el campo de batalla.
No hay fehaciente constancia de estas atrocidades, pero el comentario posterior de un militar brasilero que combatió en Acosta Ñu, el General Dionísio Evangelista de Castro Cerqueira, además de dejarnos perplejos, puede dar algo de certeza: «¡Qué lucha terrible esa entre la piedad cristiana y el deber militar! Nuestros soldados decían que no daba gusto pelear con tanto niño».1
Ciertamente, mi hija tiene mucha suerte de haber nacido en las circunstancias en las que nació y, quizás, nunca sea, durante su infancia, totalmente consciente de esa suerte. Y luego de haber relatado tanto espanto histórico, en este mismo momento, yo dudo y creo que, tal vez, mejor sea así.
El NegroFiero
1 https://www.bbc.com/mundo/noticias-49323760