Las Nueve Reinas
Revista Número 8
Por Negro Fiero
Hace muchos años ya de la primera vez que vi la película Nueve Reinas. Un film realmente entretenido, bien porteño, con un guion interesante que sin embargo tuvo, para mí, un fallo inadmisible. No pretendo hacer de crítico de cine, ¡sólo faltaba eso! pero lamentablemente a los treinta minutos de película recibí un cachetón en mi credulidad que me despertó de la historia, para dejarme mirando con los ojos entrecerrados todo el resto. Obviamente una ficción no tiene que ceñirse a la realidad pero, a veces, los pequeños detalles pueden ser importantes. Cuando sobre el minuto 30 los protagonistas se encuentran con Sandler, éste les cuenta de las “Nueve Reinas”, una plancha de nueve estampillas. Lo que dice y muestra me resultó tan inaceptable que me sacó de lo que veía. “Las Nueve Reinas es una plancha de estampillas de la República de Weimar” afirma Sandler. Dos errores seguidos en esa sola oración. El primer error es decir “La República de Weimar”, que en realidad no es ningún país, es apenas un período histórico y un régimen político en Alemania ocurrido entre 1918 y 1933. Es como si dijésemos de una estampilla argentina de 1935, ¡mirá, una estampilla de la República de la Década Infame! El segundo error es el contenido de la estampilla. Una reina. ¿Qué reina? No se sabe. Lo que se sabe es que en la Alemania moderna, la que se conformó a su unificación como Imperio alemán, no hubo ninguna emperatriz que gobernara como tal. Si nos vamos al Sacro Imperio Romano tampoco encontramos a ninguna soberana. La república de Weimar, régimen que se instituye luego de la abdicación del Kaiser Guillermo II, al final de la Primera Guerra Mundial, era justamente una república, por lo que no hubo tampoco reinas. Pero lo peor para mí en este segundo error era toda la estampilla en sí misma, que, en su diseño, estética, motivo, etc., sencillamente no parecía alemana. Y eso lo supe gracias al gesto que tuvo conmigo una persona, muchos años atrás, el librero Schwarz.
Cuando aún estaba en primaria, durante un breve período viví en Ciudad Jardín Lomas del Palomar. Tenía entonces la costumbre de ojear las estampillas que Schwarz, un hombre mayor, nacido en Austria, vendía en su librería, ya que en el Colegio Alemán cercano había una materia que era, justamente, Filatelia. Con mis siempre escasos australes yo, que en lugar de ir al Colegio Alemán iba al muy argentino y público colegio República del Perú, compraba cada tanto alguna estampilla, al tuntún, sin ningún sentido específico. Creo que ser el único chico que compraba por verdadero interés filatélico conmovió al viejo austríaco que, un día, me pidió que esperara mientras iba a la parte de atrás de su librería de donde regresó con un libro, el Netto Marktpreis Katalog 1979, un catálogo de estampillas alemanas y austríacas desde la primera emisión hasta la última de 1979. Me lo regaló sin más y yo sentí recibir un tesoro invaluable: desde ese momento sería coleccionista sólo de estampillas alemanas y austríacas, de las que ahora podría conocerlo todo, gracias al catálogo. Aún conservo las estampillas que alcancé a coleccionar, así como también tengo, y valoro en más, al catálogo. Siempre recordaré con cariño al viejo librero.
Nunca supe su suerte, tampoco su historia. Sólo supe que era austríaco, que tenía una librería en el partido de 3 de Febrero que aún hoy existe, y que era filatelista. Ciudad Jardín tenía a muchos inmigrantes de origen alemán o austríaco, me acuerdo del carnicero Alois Jung, por ejemplo. Una importante colectividad de habla alemana que, por su edad, podía tener que ver con los hechos atroces del pasado de Europa. Quién sabe, quizás la miseria de la posguerra los hizo emigrar para “hacer la América”, o quizás sus hechos del pasado los empujase a emigrar para “deshacer la Europa”. En todo caso, eran inmigrantes, eran alemanes o austríacos, y muchos tenían edad de haber participado en la guerra. Y se sabe, los nazis vinieron a la Argentina, ¿no es verdad?
No, no es verdad. Luego de la segunda guerra mundial, con una Europa desolada por la destrucción, todo aquel que pudo escaparle al desamparo y al hambre, lo hizo. En 1945 Argentina era un polo de atracción. Un país donde estaba aún todo por hacerse, donde la carne y el pan no valían nada, porque era donde más carne y más pan había. ¿Quién no querría vivir en semejante paraíso después de vivir aquella guerra con sus atrocidades y sus carencias? Así fue que se recibió a mucha gente en la, quizás, última oleada de inmigrantes europeos hasta ahora. El país los recibió sin demorarlos demasiado en migraciones como en definitiva siempre había hecho. Entre los miles que vinieron, hubo criminales y hasta monstruos de la talla de Mengele o Eichmann, pero eso no parece suficiente justificación para marcar a la Argentina como el destino de los nazis que huían.
Cuando la contienda mundial terminó, lo que quedó de la Alemania nazi tenía una atracción absoluta para los vencedores, o para cualquiera que pudiera aprovechar tanto know-how disponible. Los avances en aeronáutica, cohetería, química, medicina, propaganda, etc., eran apetecibles trofeos y los expertos alemanes que desarrollaron aquellos avances eran muy codiciados. Argentina no fue una excepción aunque fue un participante muy menor. Nosotros apenas logramos atraer a unos pocos “desempleados” entre los que destacaron Kurt Tank y Ronald Richter. El primero fue el ingeniero alemán detrás del diseño del avión Pulqui II, la versión criolla del yanqui F86 Sabre y del soviético MIG-15. En esa época ya se había desarrollado el primer prototipo de avión a reacción, el Pulqui I, que voló por primera vez en 1947 y convirtió a la Argentina en el primer país de Latinoamérica en desarrollar esa tecnología. Sin embargo, el rendimiento del Pulqui I estuvo por debajo de las expectativas, por lo que su desarrollo se dejó de lado en favor del proyecto de Tank. El Pulqui II llegó a tener cinco prototipos construidos, pero no pasó jamás a producción en serie y todo lo que quedó fue una hermosa pieza de museo. Kurt Tank tuvo que abandonar su trabajo, y el país, cuando la libertadora revolución lo persiguió, porque eso de desarrollar ingeniería aeronáutica nacional sonaba demasiado peronista y además atentaba contra los soberanos intereses norteamericanos. Tanto es así que el exilio de Tank de la Argentina coincidió con las negociaciones para comprar varios F86 Sabre, que terminaron llegando en 1960, cuando ya eran totalmente obsoletos, sirviendo en la Fuerza Aérea Argentina hasta 1986. Tank, junto con muchos de sus ingenieros, emigró en 1956 a la India para dar forma a su industria aeronáutica, donde desarrolló el HAL HF-24 Marut, un caza-bombardero a reacción que equipó a la Fuerza Aérea India desde 1967 hasta 1990 y fue el primer avión de combate de HAL (Hindustan Aeronautics Limited), una empresa estatal india que aún sigue equipando a las fuerzas armadas de su país y desarrollando nuevas naves. Casi nada es lo que perdimos en 1956.
En cuanto a Ronald Richter, su bochornoso paso por la notoriedad dejó, involuntariamente, un poderoso legado. El proyecto Huemul, que Richter dirigió, pretendía lograr la fusión nuclear controlada. En la fusión, dos átomos de un elemento ligero se fusionan para crear un elemento más pesado. Esta fusión genera una cantidad ingente de energía, pero para poder lograrse demanda igualmente una cantidad de energía colosal. El Sol fusiona átomos de hidrógeno en átomos de helio en su núcleo, proceso que comenzó cuando la enorme presión de la gravedad elevó la temperatura del núcleo por encima de los quince millones de grados, temperatura en la que los átomos de hidrógeno comenzaron a chocar entre sí, fusionándose en helio y generando la energía que ahora alimenta al astro. Richter convenció al gobierno de que podía hacer esta fusión de manera segura y controlada, sin necesidad de las imposibles presiones del núcleo solar, ni de su inmensa temperatura. De ser cierto, eso significaría que Argentina podría tener acceso a una fuente de energía potencialmente ilimitada y totalmente limpia. Una promesa demasiado buena como para ignorarla, en una época en la que todo parecía posible. Pronto los fondos públicos fluyeron para financiar el proyecto. Sin embargo, varios científicos argentinos, entre ellos José Antonio Balseiro, estudiaron y refutaron los trabajos de Richter. La panacea de la energía no estaba ni un poco más cerca que antes y el gobierno quedó ridiculizado. La fusión nuclear aún hoy no es viable si no es en la bomba de hidrógeno, o en experimentos de laboratorio. El reactor de fusión sigue siendo una fantasía inalcanzable. Richter siguió viviendo en Argentina, sin pena ni gloria, mientras que los expertos que desmontaron su fraude fueron los responsables de dotar a la Argentina de las instituciones en materia nuclear que la convirtieron en uno de los países más desarrollados en el tema, un legado involuntario de la fraudulenta palabrería de Richter.
Como se ve, de los supuestos nazis que recibió Argentina, sólo sacamos un prototipo de avión a reacción que estimula la imaginación de los escolares –o ya ni eso, que estamos en 2021- y un papelón mundial que, al menos, nos obligó a confiar un poco más en nuestros propios expertos.
Pese a estos hechos, la propaganda se extendió, azuzada por la captura en 1960 de Adolf Eichmann, uno de los responsables directos de la Shoah. Eichmann trabajaba como empleado en la Mercedes Benz bajo el nombre de Ricardo Klement cuando fue secuestrado por el Mosad y, confirmada su verdadera identidad, trasladado clandestinamente a Israel, hecho que provocó un reclamo por “violación de la soberanía”, del gobierno de Arturo Frondizi. En Israel Eichmann fue acusado y condenado a la horca por sus crímenes contra la humanidad.
Lo curioso es que la propaganda que logró instalar la idea de que Argentina fue el destino de los nazis, jamás mencionó, por dar un ejemplo, a ese romántico soñador de los viajes espaciales, a ese pedagógico ingeniero que explicaba a escolares yanquis los secretos de poner algo en órbita, a ese carismático alemán que cumplió el sueño americano de triunfar persiguiendo su anhelo.
Ese soñador había asumido que trabajar para el ejército alemán, que afiliarse al NSDAP, el partido nazi, que ser Sturmbannführer, (equivalente a Mayor), de las genocidas SS, que diseñar armas para bombardear Londres o Amberes defendiendo a la Alemania nazi, que construir esas armas a base de un mortal trabajo esclavo que generó aún más víctimas que el arma misma, en suma, ese soñador había aceptado que todo eso era un precio razonable para alcanzar su romántico sueño.
Me estoy refiriendo al famoso Wernher von Braun, el ingeniero aeroespacial que, pobrecito, fue forzado a afiliarse al partido nazi, que no tuvo otra opción que ser Mayor de las SS y que creó un arma que fue responsable de más de 7000 muertes civiles, y de la que se dice que significó la muerte de más de 20.000 prisioneros esclavos que las producían.
De Wernher von Braun, que no es casualidad que haya sido el padre de la industria misilística norteamericana y quien los dotó de sus primeros ICBMs, (misiles balísticos intercontinentales, por sus siglas en inglés), lo que más se conoce es que, con el Saturno V, un enorme cohete de tres fases que él diseñó, llevó a los EEUU a la mismísima Luna, en lo que fue un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para el ex Sturmbannführer de las SS.
La primera batalla de la guerra fría entre la URSS y los EEUU fue la carrera por agenciarse a la mayor cantidad de científicos y expertos alemanes, sean nazis o no. No sólo los recibieron con brazos abiertos sino que los buscaron, los tentaron o los capturaron. Y cuando alguno alcanzó notoriedad, como el caso de Von Braun, se le limpió de todo su espantoso pasado, se le otorgó la ciudadanía y se lo llenó de honores.
Muchos expertos no alcanzaron la fama de Von Braun. Vivieron sus vidas al servicio del Tío Sam sin flashes ni artículos periodísticos, ofreciendo los conocimientos que habían obtenido durante el régimen nazi para apoyar la lucha anticomunista de los EEUU. Científicos, pero también expertos en propaganda, en inteligencia, en toda área que pudiese servir para combatir la guerra fría, fueron reclutados y trabajaron para EEUU, cumpliendo el macartista sueño americano del anticomunismo.
Todo esto sin que jamás a nadie se le haya ocurrido que era a EEUU adonde iban los nazis a seguir parte de su lucha. Claro que no, porque como todos sabemos, y el History Channel no se cansó de repetir, los nazis vinieron siempre a Argentina, donde podían vivir felices y tranquilos.
Y así, mientras EEUU usufructuaba todo el conocimiento desarrollado en la Alemania nazi, el mundo, incluyéndonos a nosotros mismos, iba creyendo que el destino de esos criminales era Argentina. Lo que hacen los yanquis ya lo dijo el Martín Fierro: “Pero hacen como los teros/Para esconder sus niditos:/En un lao pegan los gritos/Y en otro tienen los güevos.”
Al menos puedo agradecerle a aquel viejo librero austríaco, que un día decidió que ese joven alumno de guardapolvo blanco y colegio público merecía un detalle especial, el haberme enseñado también que no todas las estampillas son alemanas, ni todos los inmigrantes austríacos eran nazis.