El aire de la libertad

Revista Número 8

Por Ulises Martino

A mí me encantaba esa playa, mezcla de campo y mar. Dos veranos seguidos, se venía el tercero. Calles de arena para que jugaran los chicos. La que estaba podrida era Lola. Habíamos discutido en diciembre.

‒¿Otra vez Mar del Sud?

Le propuse irme solo, con los chicos, le dije que me animaba. Un poco sospechando que ella terminaría viniendo.

Al tercer día de las vacaciones, me propuso comprar un terreno. No dije ni sí ni no. Para ese entonces me ocupaba otra cosa: no podía dormir de noche. Lola se quería comprar un terreno y yo no dormía de noche. Me levantaba a las tres, como siempre, a esa hora lloraba Caetano. Un relojito. En Buenos Aires le daba la mamadera y seguía durmiendo. En Mar del Sud no pude. Me quedé fumando en la madrugada, en la cocina comedor de la casa alquilada. Culpa de un gran ventanal que daba al jardín. El cielo relampagueaba, eso me desveló. Preparé mate. Y me senté a ver el cielo. Pensando que ese cielo tan lindo del norte era el cielo de Salta.

No sé porque me imaginé que era el cielo del norte. De algún pueblo de Salta. Que allí verían los mismos relámpagos, que la lluvia se preparaba para caer en Salta. Cualquier vida en ese norte me parecía mejor. Sin niños despertándome de madrugada, en ese norte sin renunciar a escribir.

Adoraba a mis hijos, pero estaba completamente agotado. Como si hubieran aplacado una parte de mí. El motivo de no dormir. Eso estaba escrito en el cielo. Mi necesidad del silencio, fumando un cigarro tras otro.  

Me imaginé manejando por la ruta hasta Salta. Desde Mar del Sud hasta Salta. Vender el auto allá y arreglarme con eso. Si encontraba una pieza barata, podía aguantar todo un año. Al final, me consolé con un libro. Dos o tres páginas y me fui a dormir.

La segunda noche avancé hasta la página ochenta. Si no iba a dormir quería aprovechar el tiempo. Tomando mate, fumando y leyendo. 

La idea creciente de abandonar a mis hijos me abrumaba. Nunca la había sentido tan fuerte. Los amaba. Pero la visión de ser padre como única misión en la vida era como hundirse en un pozo cavando uno mismo el pozo. O como pasar por el mundo sin despeinarse. Como ir a la playa y no diferenciarme en nada del gordo de la sombrilla de al lado. Un gordo que siempre se las ingeniaba para ubicarse cerca de nosotros y darme conversación. Sin embargo, al gordo parecía bastarle con eso. Con irse de vacaciones y entablar conversación con el de la sombrilla de al lado. Con pasar un verano y otro, así, hasta la muerte. Y no se preocupaba por su panza hecha un bombo, ni por sus pelos en todo el cuerpo, ni por sus tres hijos gorditos.

Y era feliz en su mundo de gorditos en la arena.

Yo sacaba un libro para poner entre nosotros un muro. Pero el gordo me hablaba, no descifraba el mensaje. Para peor, Lola había comenzado a entenderse con la mujer del gordo, a partir del descubrimiento de que eran todos de la misma localidad: Lanús. Interesantísima la conversación cuando entraban a buscar coincidencias, mencionando  lugares para ver si descubrían que habían pasado por la misma puerta en algún tiempo remoto, o conocían personas en común, como si eso pudiera brindarles una inaudita alegría. Pero mi mujer no era como la del gordo. Si Caetano se despertaba de noche, el que se levantaba era yo. Y no me lo imaginaba al gordo despertándose de madrugada más que para abrir la heladera. Entre otras cosas, y eso era lo que le envidiaba, porque su mujer jamás se lo iba a permitir.

Sí, ese hombre era más listo que yo: el escritor sin escribir, sin vida de escritor.

El libro se trataba, precisamente, sobre la vida de un escritor. Arturo Bandini. Un tipo que se las ingeniaba para escaparse de todo. Estaba solo, pero se tenía a sí mismo. Y le daba rienda suelta a su espíritu libre. Su único problema era cómo juntar el dinero para pagar la pensión, para poder escribir. Era su fórmula para convertirse en un verdadero escritor. Y hasta era capaz de chupar naranjas, como único alimento diario.

En la tercera noche, Arturo Bandini había conseguido trabajo y buen sueldo. Pero al cabo de una pelea, terminaba otra vez en la nada. Le gustaba quedarse en la lona. Se inspiraba con las naranjas. Se daba pena a sí mismo y eso alimentaba su sed de escritor. Te decía sin decir que para ser escritor había que alimentar el orgullo, nunca dar el brazo a torcer.

Me empecé a convencer o Bandini empezó a convencerme, esa noche lloviznaba y me imaginé de nuevo en la ruta. Hasta probé a sentarme en el auto. Me prendí un cigarrillo. Y me fumé dos o tres en la butaca yéndome con el pensamiento. 

 

A la mañana siguiente, Lola volvió a la carga con lo del terreno. Estuvimos recorriendo la zona, haciendo averiguaciones. Anotando teléfonos de terrenos en venta.

‒En dos años tenemos nuestra casa ‒decía convencida, en la butaca del acompañante.

‒Claro.

‒Y no tenemos que andar alquilando, cada año.

Vimos varios terrenos. Tomamos nota. Visitamos una inmobiliaria. No estaba tan mal la ocurrencia de Lola. A mí me gustaba esa playa. Aunque me llamaba la atención que ella insistiera tanto, siendo que despotricaba contra la arena y el mar. Encontramos un lote que nos gustó. Volvimos a la inmobiliaria.

‒Si lo quieren, necesito una seña –dijo un hombre que se pasaba de flaco.

‒Mañana a primera hora –respondió Lola. 

Era descabellado pero parecíamos resueltos. Y aunque me costara reconocerlo, a la vista de cualquiera, felices.

De pronto me imaginé lo contento que se iba a poner el gordo. Que también había comprado un terreno y se había hecho la casa. Se vanagloriaba. Que lo había comprado barato, construido barato y que en poco tiempo eso iba a valer no sé cuánto. Era linda la casa del gordo. Pero la identificación me hizo dar marcha atrás con el pensamiento. 

Cuando Lola mencionó en la playa lo del terreno, el gordo pareció dar saltos en la arena. Nos invitó a comer un asado esa misma noche, para celebrar. Yo le aclaré que ni siquiera habíamos puesto la seña. Para el gordo era asunto cerrado. Nos quería mostrar su casa, contar la experiencia, como para darnos el último empujoncito.

Se mandó un asadazo, con todo: entraña, chori, molleja y hasta riñoncito que es la debilidad de Lola. Aunque no entendí cómo pudo saberlo. De todas maneras, riñoncito es la debilidad de muchos.

El gordo fue contando paso por paso. Desde el ensañamiento de su mujer con la idea hasta sus gestiones para negociar el precio. Dónde conseguir material barato, qué albañil era el conveniente. Para terminar remarcando el negoción que significaba comprar un terreno en la zona.

‒En cuatro años, si no te gusta, lo haces un montón de guita. 

Como si Mar del Sud no fuese aquel pueblito perdido en la nada. 

En la sobremesa, cuando notó en mí algo de hartazgo, el gordo se metió adentro y volvió con un libro. Quería saber mi opinión.

Lo apoyó en la mesa y completó nuestros vasos con más cerveza.

‒Es el único que me traje –dijo.   

El libro era La muerte del padre, lo reconocí al instante. Lo identificaba porque el autor tiene un apellido imposible de recordar. Un libro que me quería comprar. El gordo encima era buen lector. Le pedí que cuando lo terminara me lo prestase y después le daba alguna opinión. 

‒Llevátelo –me dijo‒. ¿Yo para qué lo quiero?

‒Para leer un buen libro.   

‒Con tres hijos ya está, da lo mismo un buen libro. 

Me callé. Lo miré. El gordo comenzaba a humillarme. Solo le faltaba decir: No te hagas el canchero que en cualquier momento empatamos.

 

Lola conversaba con la mujer del gordo. ¿Estaría pensando Lola en tener un tercero? Siempre decía que no. Con Mar del Sud también me decía que no.

Le dije que sí al gordo, a lo de llevarme el libro. Pero cuando me fui me hice el tonto.

 

Esa noche no se despertó Caetano a las tres, pero me desperté igual. Me faltaban seis páginas para terminar el libro, que las terminé mientras se calentaba el agua. Luego hice un repaso, leyendo todo lo que había marcado con lápiz. Cada parte que me identificaba, que me daba fuerzas para escapar.

A las cinco era, escribir o la vida familiar. Las dos cosas juntas no encajaban ni medio. No relampagueaba. Pero el cielo del norte seguía en su lugar. Pensé en meter cuatro cosas en un bolso pero me fui con lo puesto. Plata iba a sacar del cajero.

Cuando le di arranque, temblé. Hasta que aceleré, pensando que solo acelerando se deja un dolor atrás. La compensación, era que después lo iba a poder escribir.

Manejé los diecisiete kilómetros hasta Miramar, una ruta hermosa entre los médanos, con la ventanilla baja, respirando el aire de la libertad. Sintiendo un gran nerviosismo pero un nerviosismo vital, que me estaba demostrando de lo que yo era capaz.

En Miramar cargué nafta, me senté a tomar un café. Luego tenía que seguir hacia Mar del Plata. Analicé las tres alternativas de ruta. La 88, que era un camino más lindo pero más largo; la 11, que era por la costa, súper transitada; y la del medio, sin número, la ruta vieja que nunca había tomado.

Decidí preguntarle al que surtía la nafta.

‒Es el camino más corto –dijo‒, pero tenés curvas que son cerradas, no te confíes, no te pases de ochenta.

Esa ruta no era tan linda. El asfalto estaba deteriorado, con mucha basura acumulada a lo largo de la banquina. Me crucé con un Dodge 1500. Luego un Valiant 1, parecía otro tiempo. La época de mi niñez. Mi padre había tenido un Valiant.

Al principio lo tuve a ochenta, luego lo pasé a cien. No aparecían las curvas cerradas. O el problema era que yo esperaba una bien cerrada. Esas que por más recaudos que tomes las doblás de pedo. Lo que sí, estaba llena de pozos, yendo a cien me comí por lo menos tres. Los que esquivé fueron de puro milagro. 

En uno que no esquivé se me había metido en la mente Bandini. Una cosa que contaba en el libro. Que a veces regresaba de sorpresa a su pueblo, a su casa. Su madre, aunque no supiera, siempre lo estaba esperando. Era cuestión de que lo viera poner un pie en la casa. Y se ponía a preparar los ravioles. Sin cuestionar su ausencia, ni preguntar cuánto se iba a quedar. Para Bandini esos ravioles eran los más ricos del mundo. Entonces, se quedaba bajo el amparo del musgo familiar que lo cobijaba hasta sentir el impulso vital de volver a desparecer.

En mi caso, irme era también abandonar a mis padres con casi ochenta, con mi madre enferma en alguna parte que no estaba en el norte. 

Enseguida pensé en los papeles del auto. En que no iba a poder vender el auto teniendo solo la cédula verde. Y sin los papeles, no me iba a animar a venderlo. Y aunque me animase, después iba a inventar otra cosa a la que no me iba a animar. Era hacerme trampa a mí mismo. Al final de ese juego, me esperaba el verdadero espanto.

 

En eso me distrajo un caballo, a lo lejos, cruzando la ruta. Fui aminorando la velocidad. Cuando estuve a su altura, estacioné en la banquina. Lo escuché relinchar, me miraba. De pronto vi que aparecieron dos más. Una que supuse una yegua y un caballo pequeño. También cruzaron la ruta y fueron en busca del caballo mayor. Me pareció extraño, aunque pensé que tal vez fuera común que, en esa zona, hubiera animales sueltos.

Cuando estuvieron reunidos se hociquearon. Luego se metieron por una tranquera, moviendo sus colas. Al final de ese camino, había una casa deshabitada.

Me bajé. Fumé apoyando el culo en el capot del auto. Busqué a los caballos con la mirada pero me concentré en la casa. Media parte estaba demolida.

¿Dónde estarían las personas que la habían habitado? Probablemente muertas. ¿Qué tipo de ilusiones habían tendido? Las personas nos hacemos ilusiones, es el chiste de la vida. Yo no era Bandini. Y los problemas de Bandini ya estaban resueltos porque estaba muerto. Yo, en la ruta, escapando, estaba yendo en contra del chiste.

Un camión que pasó me soltó un bocinazo. Todavía estábamos a tiempo de llevarle la seña al hombre esqueleto. De tener el terreno y seguir fumando en la madrugada. Me metí en el auto. Encendí el motor, giré en “u” y emprendí la vuelta.

El sol estaba levantando. La ruta no me pareció tan fea. Llena de girasoles a los costados. Incluso, toda esa basura colaboraba para que el amarillo se viera perfecto.

Pensé en qué decir, porque mi familia me iba a estar esperando, probablemente en la puerta. Pero seguían durmiendo. El único cambio era en nuestra cama. Caetano se había pasado, de la suya a la nuestra.

Tenía su cabeza sobre una teta de Lola y su carita me lo decía todo. Tanto él como Lucía, eran simplemente felices con eso. Con estar de vacaciones todos juntos en Mar del Sud. Algún día lo recordarían como algo lindo, quizás como algo maravilloso.

Yéndome iban a recordar siempre al que huyó en vacaciones. Noté que un brazo de Caetano estaba estirado hacia mi lado en la cama. Apoyé la cabeza. Y me dormí sobre su mano calentándome la mejilla.     

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