Demasiado libre
Revista Número 9
Por Ulises Martino
Puse a calentar el agua. Diez y diez. Renata me había estado rogando una media hora.
‒Papá, quiero café con leche.
A fuerza de voluntad logré levantarme, llegué a la cocina. Acarreaba un dolor en la parte de atrás que me tenía tenso. Un dolor encima de la nalga, esa parte que no es ni culo ni espalda.
‒Papá, quiero café con leche.
Peor que el dolor debajo de la espalda era el día por delante.
Llevar a mi pequeña hija a un cumple, retirarla en tres horas, en el medio terminar un trabajo de encuestas. Luego llevar a Renata con su mamá, entregar las encuestas. Más tarde visitar a mi madre en el sanatorio en donde estaba internada. A la noche había que sumarle una salida al teatro.
El domingo era para no hacer nada.
Le llevé el té a Renata, que ya estaba con la tele y los dibujitos.
‒Papá, quiero café con leche.
Claro, estaba actuando como un autómata. Así que fui y vine, acarreando el dolor de espalda. Otra vez con Renata, me preguntó qué iba a llevar de regalo al cumple.
De eso se encargaba Débora. Luego yo le daba la plata, no siempre. Volví a la cocina para que no escuchase Renata y llamé a su mamá. Tres veces, hasta que atendió.
‒Perdón, me olvidé. Si lo compras, después yo te doy la plata –me dijo.
‒No es por la plata.
Y nos quedamos en silencio sin que ninguno aliente o corte la comunicación.
‒El precio es que te invito al teatro –dije.
Débora siguió en silencio. Llegué a dudar si me había cortado. Hasta que escuché una respiración alargada. Quizás fuera un suspiro.
‒Bueno, en la semana arreglamos.
‒Tengo dos entradas para esta noche.
Débora odiaba el silencio. Su tema era la impulsividad. Mi tema era no meterme con tanta ingenuidad en su terreno. ¿Qué la había llevado a medir tanto las consecuencias?
‒Bueno, dale –escuché entre mis pensamientos.
Cuando corté me aseguré de que estuvieran esas dos entradas. Por suerte las encontré en mi agenda. Eran para ir con Virginia. Me iba a excusar con lo de mi madre.
Dejé a Renata en el cumple. Fui hasta la zona donde tenía que hacer las encuestas. No encontraba dónde estacionar el auto. Parque Chacabuco. Un ejército de personas procediendo bajo el impulso de una conducta idéntica, tomar mate en el parque. Con Débora, muchas veces habíamos decidido lo mismo un domingo con sol. Capaz que fruto del letargo de la vida en pareja. Viéndolo a distancia, el hormiguero de gente me hizo pensar. Estaba loco por seguir viviendo en la capital.
¿Qué les pasaba a las personas? ¿Y a mí, como persona, qué me pasaba?
Por fuera de ese círculo vicioso de la ciudad, había tierra de sobra que nadie ocupaba. En la ciudad la pasaba mal, tenía que sobrevivir. Nunca me alcanzaba la guita, ni nada.
Ubiqué un pequeño lugar dentro de un pasaje. Lo estacioné en tres maniobras. Durante dos horas y media encuesté a diez personas que por diferentes motivos me produjeron rechazo. Sea cual fuese el motivo, las personas me causan rechazo.
A Débora le encantaba la capital. Siempre decía que brinda muchas oportunidades. Iba a trabajar contenta. Bien con la gente. Sabía ganarse tanto el sueldo como el aprecio. Las palabras nunca eran su problema. Una conversación fluida que le abría las puertas. Mucho más simpática al principio que con el correr del tiempo, eso sí. Con el correr del tiempo sufría una especie de metamorfosis. Yo se lo reprochaba. Me había dejado después de seis años porque, según refirió, lo nuestro no prosperaba. Ella pensaba que era yo, el que no prosperaba. Ahora andaba con un profesor de circo que hacía malabares. Y yo con ella, con ese rollo de arreglar la guita, horarios, régimen de visitas.
Miré el reloj. Ya llegaba con retraso a la salida del cumple. Débora en mi cabeza juzgando:
‒Vos nunca tenés en cuenta al otro.
Ella me tuvo en cuenta y se fue con el profesor de circo.
Apuré el paso. Me metí en el auto. Le di arranque. Y en dos maniobras, salí. Agarré una avenida, Asamblea. Enseguida me detuvo el semáforo. Ni bien me dio paso, aceleré con todo para llegar al verde siguiente. Pero ya estaba en rojo. Onda roja, te tocaban todos. Entonces, vi las diferencias. Cuando subí el auto era el mismo, ahora estaban las diferencias. No había estéreo, ni cenicero y una calcomanía en el parabrisas decía “Jesús te ama”.
El mismo Volkswagen sedán, Gol, cinco puertas, el mismo modelo y color.
Pero no era el auto. ¿Había sido el apuro? ¿Cómo era posible? ¿Me había metido en otro Volkswagen? ¿O era el mío y había entrado un ladrón que se llevó el estéreo y el cenicero? ¿Y la calcomanía? ¿La había puesto el ladrón? ¿Cómo había funcionado la llave?
Aminoré la marcha, sin detenerme del todo. Me esperaba Renata. No podía llegar siempre tarde. Otra diferencia era el tanque lleno de nafta. Yo iba con lo justo. Siempre. No sé si por el descuido o la mezquindad. O la mezcla, que es una combinación letal.
Llegué diez minutos tarde. Estacioné. Mientras caminaba hacia el salón me volví a mirarlo. Eran iguales. ¿Serían mellizos? Luego de mi hija tenía que seguir. Dejársela a su madre. En realidad, a mi ex suegra. Era un día completo. Tener que verle la cara a Betty.
Desde lo de la separación parecía contenta. Su cara inexpresiva se había transformado. Yo nunca le había puesto empeño a esa relación. Ahora estaban las consecuencias.
Después de llevar a Renata y entregar las encuestas necesitaba un parate. Estacioné en la puerta de un bar. Una mesita afuera. Noté que el dolor por encima de la nalga, o debajo de la espalda, quería reaparecer. Pedí una cerveza. Para sofocar el dolor y mirar el cielo. Pero en vez de contemplar la nada miraba el auto. Las tazas de los neumáticos parecían en mejor estado. Ninguna otra diferencia.
Y lo de Jesús, por supuesto, aunque desde donde miraba su retrato quedaba oculto.
¿Qué estaría pasando con el verdadero? ¿Habría salido el dueño y, como yo, estaría manejando el auto equivocado? ¿Estaría jugando a descubrir diferencias? ¿O había corrido a hacer la denuncia?
Pedí más cerveza. No quería seguir con el día planeado. Aplacé lo de visitar a mi madre. Y, por suerte, se me vino a la cabeza Virginia. Le suspendí por mensaje de texto.
‒Perdoname, no sé qué me pasa, me gustás, no estoy preparado.
Unas cuantas mentiras, alguna que otra verdad. Por suerte no me respondió.
Pasé por casa. Me bañé. Me vestí. Remera y pantalón negros. Antes de salir, me clavé un relajante. Así todo, llegué al teatro con algo de anticipación. Me senté en el bar. Más cerveza. Las personas que iban llegando estaban entusiasmadas. Gente que sale un domingo. ¿Quién sale un domingo? La gente más careta del mundo.
Mi entusiasmo era por ver a Débora. A la vez, seguía impactado con lo del auto.
¿Y si ya lo estaba buscando la poli?
Una chica me entregó un volante. El misántropo de Molière, “Versión demasiado libre”. Versión demasiado libre quiere decir que es una reverenda cagada. Me iba a resultar un bodrio. Los artistas que se la dan de artistas me tenían podrido.
Débora se había puesto linda. Medias negras, pollera de jean, bien ajustada, las tetas de siempre. El pelo recogido la volvía más joven. Con ese aire de despreocupación que por momentos le odié y sin embargo me mantuvo en vilo.
Le chisté. La invité a sentarse. Yo quería evitar ese beso en la mejilla, pero Débora simplemente se sentó frente a mí. Llené los vasos. Nos costaba el diálogo. Como si no tuviéramos, ya, nada que decirnos.
Hasta que la fila de los que entraban empezó a moverse. Débora me miró.
‒Estamos llegando tarde –me dijo.
‒No hay apuro, la obra no va a empezar sin nosotros.
Había música de fondo, una guitarra española que se metió entre nosotros. Una música delicada, perfecta para aquel momento. Yo, esta vez, quería ser delicado.
‒Suspendamos –le dije.
‒¿Qué?
Le apoyé mi mano en la suya. Ella la quitó a medias. La música seguía de fondo, tan linda que alimentaba esa unión de las manos.
‒Vamos a casa –le dije.
‒¿Te parece?
‒Me parece.
‒Vamos a confundir a la nena.
‒Renata no nos está viendo.
‒Bueno, dale. Solo para conocer tu departamento.
En cualquier situación eso era una gran excusa. En el caso de Débora, ella era capaz de solo venir a conocer el departamento. Aunque tal vez, solo era mi versión, mi parte distorsionada, o corroída por lo del profesor de circo.
En el auto yo seguía sin encontrar de qué hablarle. Hasta que de un impulso, Débora abrió la guantera. Inspeccionó. La vi de repente con un perfume en la mano.
‒Tuyo no debe ser –dijo.
No era mío ni sabía de quién era. Pero cómo explicarle. Jesús te ama. ¿No te diste cuenta? Dios nos acompaña en el parabrisas.
Estacioné en la puerta. Ella seguía con el perfume en la mano. Le apuntó a mi cara. Acertó. Disparaba con el perfume hacia mi cabeza. Traté de quitárselo y el perfume siguió brotando. Arrancó enojada, terminamos jugando. Yo logré rociarla en su remera escotada. De pronto, nos invadió un olor a puta. Era riquísimo. Tenía que besarla pero no quería interrumpir que estuviéramos los dos riéndonos después de tanto tiempo.
En el ascensor, esas cosas que suceden, los dos apuntamos a tocar el número siete en el mismo momento. Hubo un roce de dedos. A la altura del segundo piso, los dos, con olor a puta, nos besamos con todo. Ella me mordió la lengua. Yo no recordaba que alguna vez me hubiera mordido la lengua.
Entramos. Débora se sentó en el sillón de dos cuerpos. Yo enfrente. Me gustaban sus piernas más que muchas cosas del mundo. Después tuve que moverme. Me preguntó si tenía cerveza. Fui y volví de la cocina con dos latitas. Me senté a su lado. Ella destapó su latita y bebió del pico, ignorando el vaso.
‒La casa está preciosa –opinó.
‒Me alegro.
‒Aunque yo le haría algunos cambios.
Volvimos a besarnos. Fui a la pollera, se la levanté. El olor a puta me rompía la cabeza. Me empujaba al mundo debajo de su pollera.
‒Quiero que me cuentes todo –escuché mientras lo hacíamos como dos salvajes.
Había que agradecer a los inconvenientes. Todo resultaba como cuando nos habíamos conocido. Mucho mejor que eso. Esa mujer que era mi mujer, que no era más mi mujer, que era la madre de una hija en común, era la que amaba.
Fui por otra cerveza. Me senté en el sillón de un cuerpo.
Venite a vivir conmigo, pensé.
Ella cruzo las piernas, consciente o no de su belleza, mientras yo completaba los vasos.
‒Vayamos despacio –dijo.
Tenía que llevarla hasta lo de Betty que estaba cuidando a Renata. Vayamos despacio. Manejé en silencio. Me pareció que ella descubrió la calcomanía. No preguntó nada. Y cuando estacioné la besé una vez más, feliz de besarla. Ella soltó una caricia en mi pelo antes de bajarse. Vi alejarse a la mujer del perfume, su belleza nueva mezclada con el auto desconocido. La vi meterse en el edificio. Luego la vi perderse en el ascensor. Y seguí unos segundos mirando hacia el espacio vacío hasta poner primera.
Cerca de las doce estaba de regreso en el lugar del hecho. Mi auto estaba idéntico, donde lo había estacionado en la tarde. Puse el falso a la par. El mío verdadero parecía contento. Como un perro maltratado que de pronto se había liberado del dueño. No sabía con cuál seguir. Lo pensé un poco sin salir del falso. El mío contento liberado de mí, yo feliz en otro. Un divorcio sin haberlo planeado. Hasta que aceleré. Me iba a pensarlo mejor en la noche. La vida me había estado pegando. Pero con el error había engañado al sopor. Quién sabe, pensé, lo que pueda suceder mañana.