De padres e hijos
Revista Número 10
Por NegroFiero
Homenaje a C.A.G.
En apenas unos días se van a cumplir ya cinco años. Si bien en ese tiempo pasaron muchas cosas, viví cambios, conflictos, alegrías, incertidumbres, metidas de pata y aciertos oportunos, el recuerdo me acompañó durante todo este tiempo, y últimamente, quizás por la redondez de la efeméride, la presencia incluso es aún más notable.
La verdad es que lo pienso mucho al viejo. Sé que se sentía orgulloso de sus dos hijos y creo que nosotros tuvimos suerte de haberlo tenido como padre. No es que quiera ahora hacer el panegírico que no hice en su momento, cuanto resumí todo en un “no hay deuda”, sino que siento que la verdad es que, en la repartija de padres, salimos favorecidos.
Y es que el tema es peliagudo. Hay todo tipo de padres y relaciones padre-hijo variopintas. Yo con mi viejo no tenía grandes conflictos, pero tuve dos que pueden parecer tontos, pero que me marcaron fuertemente. Uno era el fútbol. El viejo jugaba con calidad, estilo, arte, magia. Yo lo vi claro una vez que no olvidaré, con 14 o 15 años. Él tenía 43 o 44 y estaba jugando con muchachos en la veintena. Gordo y hábil, con la pelota pisada y juego de caderas, iba haciendo resbalar a sus costados a esos esforzados veinteañeros, que no atinaron a sacarle el balón. Demasiado para un negado por naturaleza como yo. Supe entonces que jamás alcanzaría a nada parecido a esa habilidad.
El otro problema eran las mujeres. Absolutamente todas estaban a su alcance. También lo vi: piropos, frases, cantitos, pavoneos constantes. Era sólo necesario que hubiese una mujer cerca para que mi padre se transformara en una mezcla de seductor y payaso, con una sonrisa de seguridad que aún hoy le envidio. Habiendo vivido con él desde mi adolescencia, sé que esa conducta le daba frutos: no había noche que se quedara en casa viendo la TV…
Al final, yo crecí sabiendo que la genética no se transmite cuando de fútbol se trata, y respecto a las mujeres, ¿cómo osar competir con el mayor Casanova que conocí, y que justo era mi padre? Así que pronto tuve que empezar a mentirle cuando iba a jugar al fútbol con mis compañeros de clase, no sea que se le ocurriese ir a verme para descubrir con horror que él era el padre de ese tronco a la deriva en la cancha. Y respecto a las mujeres, pasaron muchos años antes de poder desarrollar mi propia relación con el sexo opuesto, lógicamente muy lejos de la inquisidora mirada de aquel Don Juan insaciable.
Todos los hijos, creo, tenemos que hacer este viaje donde nuestros progenitores nos ponen algunas cosas sencillas, pero otras se nos presentan inalcanzables. El cómo logremos gestionar esas aristas de quienes son unos de nuestros primeros y más observados ejemplos de vida, va a tener un peso importante en el desarrollo de nuestra personalidad y devenir.
Hace un tiempo atrás, cuando hablé de Diógenes, mencioné mi cariño por Tito Flavio Vespasiano. Conté sobre su ascenso al poder, gracias a su reputación obtenida en su carrera militar, destacando luego como comandante en la invasión a Britania y en la primera guerra judeo-romana. De alguna manera lo considero un self made, un hombre que forjó su propio destino hasta alcanzar la mayor gloria, el trono de emperador de Roma. Y Vespasiano no sólo logró eso, sino que además fue un buen emperador. Eficiente, eficaz, austero. Sacó a Roma de la crisis social y económica que sufría luego del gobierno de Nerón y de la crisis política que sobrevino al suicidio de aquel gran artista que casualmente era emperador. La crisis política, conocida como “el año de los cuatro emperadores”, comenzó entonces, sumiendo a Roma en una guerra civil en la que cualquier comandante al mando de suficientes hombres podía aspirar al trono. Galba, Otón y Vitelio acariciaron fugazmente lo que finalmente fue de Vespasiano. Su carácter, el respeto que inspiraba y su administración austera y eficaz, lograron revertir los desmanes del emperador artista y el resultado de la guerra civil. Ciertamente, Vespasiano como padre no lo puso sencillo.
Tuvo dos hijos varones, quienes fueron también emperadores, Tito y Domiciano. Ellos tres conformaron la dinastía Flavia. Y en ellos vemos cómo, a veces, no es el padre, sino el hijo.
El mayor, Tito, lo sucedió en el trono, luego de diez gloriosos años. Tito, como Vespasiano, también se había destacado militarmente, y hasta se dio el lujo de terminar aquello que su padre había dejado inconcluso: aplastar la rebelión judía. Tito capturó y saqueó Jerusalén y destruyó el Templo, del cual apenas quedaron las ruinas que hoy conforman el Muro de los Lamentos. En Roma aún se sostiene en pie un arco del triunfo, el Arco de Tito. En sus relieves se puede ver a los soldados romanos portando el resultado del saqueo, donde destaca la Menorá del Templo de Jerusalén. El relato de la contienda nos llegó escrita por un judío, Yosef ben Matityahu, quien inicialmente luchó contra los romanos, pero luego de ser vencido, primero fue esclavo de Vespasiano, y luego le fue otorgada la libertad, pasando a llamarse Flavio Josefo, terminando siendo asesor e incluso amigo personal de Tito.
Tito tenía entonces ya la pinta de ser un digno vástago de su padre. Había crecido cuando su padre ya gozaba de las ventajas de su prestigio y posición, lo que permitió al joven Tito alcanzar una educación esmerada. Compañero en la Corte imperial de Británico, el hijo del emperador Claudio, Tito destacó rápidamente en el mundo castrense, pero también como poeta y orador. Definitivamente, Tito tenía lo necesario para reemplazar a Vespasiano y, finalmente, en el `79 cuando su padre se convirtió en dios[1], ocupó el trono.
Durante su reinado ocurrió la erupción del Vesubio, que destruyó Herculano y Pompeya. El emperador se ocupó con diligencia y asistió a las víctimas donando dinero de las arcas del Imperio. Cuando apenas había pasado un año del desastre, se declaró un incendio en Roma, y el emperador, nuevamente, asumió la responsabilidad de reconstruir y ayudar a las víctimas. No contento con todo esto, se encargó de una serie de obras públicas, entre las que se destaca la finalización del Anfiteatro Flavio, más conocido como Coliseo de Roma, que Tito inauguró con juegos que duraron cien días.
Sin embargo, apenas 26 meses después de ascender al trono, Tito falleció. De muerte natural, o asesinado, murió diciendo “sólo he cometido un error” y hubo quienes señalaron que ese error había sido mantener con vida a su hermano, Domiciano, el siguiente emperador.
Domiciano es la antítesis de su hermano y de su padre. En él vemos cómo la gloriosa reputación obtenida con esfuerzos del padre, o el cariño y respeto del pueblo por las generosas preocupaciones del hermano, se convirtieron en pesadas losas que ahogaban el espíritu del hijo menor del divino Vespasiano.
Lo cierto que al ser el menor Domiciano no recibió ni la misma educación ni la misma atención que Tito. No fue instruido en el combate, ni fue parte de la Corte imperial. Para cuando tenía 15 años de edad, su padre y su hermano luchaban en Judea, y su madre y su hermana ya habían fallecido, por lo que el joven Domiciano estaba bajo la tutela de su tío, Tito Flavio Sabino, quien era el prefecto de la ciudad de Roma[2]. Así fue que Domiciano continuó su educación, digna de su posición social, pero alejado de su padre y hermano, y sin ser parte de la Corte.
En estas circunstancias estaba cuando Nerón se suicidó, comenzando la alocada carrera por el trono. El primero en alcanzar su objetivo fue Galba, quien en su corto gobierno sólo logró el rechazo y la impopularidad. Pronto perdió el favor de las legiones que lo habían encumbrado y a principios del `69 fue asesinado. Ese mismo día, el Senado nombró emperador a Otón, pero al mismo tiempo, las legiones que antes apoyaron a Galba, ahora habían nombrado emperador a Vitelio, que comenzó su marcha hacia Roma. Otón no disponía de medios militares para enfrentar efectivamente a Vitelio y fue derrotado en la primera batalla de Bedriacum, donde, en lugar de huir, optó por suicidarse en una suerte de sacrificio para acabar así con la guerra civil, un acto que conmovió a Roma. Con esa muerte, Vitelio quedaba dueño de la situación y el Senado le nombró emperador. Sin embargo, las legiones de Vespasiano lo nombraron a él emperador, dando continuidad al conflicto.
Domiciano fue puesto en arresto domiciliario por Vitelio, para ser utilizado como rehén, pero eso no impidió que la situación de Vitelio se complicase hasta llegar a la segunda batalla de Bedriacum, donde las tropas que respondían a Vespasiano aplastaron a las de Vitelio. En Roma, creyendo que Vitelio ya estaba derrotado, muchos fueron a verlo a Tito Flavio Sabino para reconocer como emperador a Vespasiano. Pero aún quedaban tropas leales a Vitelio que atacaron a la custodia de Tito Flavio Sabino y Domiciano. En la escaramuza, el hermano de Vespasiano fue asesinado y Domiciano apenas alcanzó a escapar, disfrazado de adorador de Isis.
Quizás esta traumática experiencia haya dejado en Domiciano el germen de lo que será como emperador, o tal vez simplemente agudizó una tendencia natural. En todo caso, el último emperador de la dinastía Flavia no iba a ser como sus dos antecesores.
Una vez que las tropas de Vespasiano, al mando de Muciano, lograron restaurar el orden en Roma a principios del `70, Domiciano, ante la ausencia de su padre y su hermano, quedó como representante oficial de los Flavios, ostentando el título de César. Pero era apenas un cargo protocolar, el poder quedó en manos del comandante Muciano hasta la llegada de Vespasiano en septiembre de ese año. Quedó así configurada la posición de Domiciano durante los siguientes 12 años: honores sin poder.
La muerte de Tito elevará a Domiciano al trono cuando el Senado lo nombró emperador. Muchas fuentes señalan a Domiciano implicado en una conspiración contra su hermano y posible responsable de su muerte. No hay, empero, pruebas de que esto haya sido así, aunque tampoco hay dudas del desapego emocional entre ambos hermanos.
En su gobierno, Domiciano terminó por enterrar al Senado, que quedó como una mera fachada decorativa. El emperador acaparó todo el poder. Su gobierno se caracterizó por una estricta política fiscal y en lo militar por una estrategia defensiva antes que expansiva. Más allá de esto, lo que caracteriza al gobierno de Domiciano es la personalidad del emperador. Paranoico, supersticioso, poco social y sin el carisma de su padre o de su hermano. Durante su reinado no cosechó ni el respeto que logró Vespasiano, ni el amor que Tito obtuvo del pueblo.
Hacia el final de su reinado, cada vez más enfermo de paranoia, se desató una sed de sangre, siendo asesinados por orden del emperador opositores, senadores o incluso familiares. Cualquier persona que fuese sospechosa a ojos del emperador podía ser acusada de corrupción o de traición, donde acusación y culpabilidad tenían el mismo significado. Hizo asesinar, según cuenta Suetonio, a su primo hermano, hijo de su tío quien muriera en el `69 defendiéndolo de las tropas de Vitelio, porque cuando el primo fue proclamado cónsul, el heraldo por error lo llamó emperador.
El mismo Suetonio cuenta que Domiciano exclamó “¡Qué miserable condición la de los príncipes! No se les cree acerca de las conspiraciones de sus enemigos hasta que son asesinados” y finalmente su paranoia resultó certera: el 19 de septiembre del `96, en una conspiración palaciega, Domiciano fue asesinado. A diferencia de Vespasiano y de Tito, ambos deificados a su muerte, Domiciano sufrió una damnatio memoriae, es decir, una condena de la memoria, donde todo lo que lo homenajeara o recordase, fue destruido. Nerva reemplazó a Domiciano y así dio comienzo a la edad de oro del Imperio romano, con los gobiernos de Trajano, Adriano, Antonino Pío, Lucio Vero y Marco Aurelio.
Al final, creo que no he sido ni el Tito ni el Domiciano de mi viejo. Nunca superaré, ni tan siquiera alcanzaré, ni su mágica habilidad en el fútbol, ni su histriónica capacidad en la seducción. Lo asumí estoicamente hace ya muchos años, aunque reconozco que conservo con cariño el recuerdo feliz de haber hecho alguna vez un gol inesperado, y sé que pese a mi poca calidad en los lances del amor, el amor nunca me faltó.
Logré seguir mi camino, con mis propias destrezas y habilidades, y la vida de mi padre es un espejo en el que me reflejo, algunas veces para tratar de aprender e imitar, y otras para diferenciarme.
[1] Vae, puto deus fio! (¡Pobre de mí, creo que me estoy convirtiendo en dios!), frase atribuida a Vespasiano en momento de su muerte.
[2] El prefecto era un cargo equivalente al de un gobernador.