Los fotógrafos de la oscuridad

Revista Número 10

Por Ulises Martino

Diez días antes teníamos decidido el destino. Fin de semana largo, primer viaje en familia. Habíamos debatido. Punta Indio, Pipinas, San Antonio de Areco. Al final nos decidimos por Capitán Sarmiento. Unas cabañas en el medio de la nada. Nos pareció lo mejor. Habíamos ido una vez. Vida al aire libre, animales. Vida en el campo, en familia.

La vida que estaba tratando de querer que me haga mejor.

El problema era el horario distinto porque en Buenos Aires no vivíamos juntos. La primera noche Renata se durmió a las nueve, después de cenar a las ocho. Cecilia, a las diez. Yo intenté copiarlas, me acosté con un libro. Pero lo del libro me funcionaba acostándome de madrugada, ligeramente bebido. Dos páginas y me desmayaba. De todos modos, apagué la luz, intenté dormir. Pero el hecho de permanecer acostado con la luz apagada y sin sueño desató una resaca de bronca. Verdaderas discusiones con mi padre y mi hermano en la almohada, que no iban a tener lugar en la vida, pero que en la oscuridad se propagaban hasta llenarme de angustia. ¿Qué mierda estaba tratando de hacer con formar una familia si de la que venía no me podía escapar?

Decidí levantarme a fumar. Me senté en la silla que estaba afuera de la habitación. Fumé mirando hacia el campo. Uno, dos cigarrillos. La noche estaba llena de estrellas. A lo lejos se escuchaba la ruta, el sonido lejano de los autos, principalmente camiones. Conductores llevando adelante una vida distinta. No dormían de noche porque tal vez, como yo, tampoco podían. Pero estando en la ruta parecían tener el problema resuelto.

De pronto, escuché risotadas que venían del quincho. Un sector en común que tenían las cabañas. Se me ocurrió que era la solución. Encontrar allí una cerveza, un buen vino. Tomar sin emborracharme pero lo suficiente como para poder relajarme y dormir. 

Los gritos provenían de un grupo de personas que jugaban al Jenga, que al parecer lo encontraban muy divertido. Eran cinco, rondaban los treinta. Dos parejas y uno suelto. El bar estaba cerrado, lo único que hallé fue un dispenser. Un vaso de agua hasta el tope y me senté a seguir la partida. Le tocaba el turno al suelto. Un metro noventa. Barba despareja, sandalias de cuero. A simple vista le faltaba alimentación pero ninguno de los amigos se lo estaba diciendo. Un esqueleto con algo de carne. Estudiaba la torre con la pieza en la mano. Al fin, la colocó sin que nada cayera y dio un pequeño saltito.

Dios me libre, salí a fumar a la parte de afuera. En la oscuridad vi montada una escena. Dos tipos con una mesa de plástico, en el pasto. Sobre la mesa, una computadora. Recordé que la dueña Marcela me había mencionado el asunto.

−Esta noche va a haber avistaje de estrellas.

−¿Y eso qué quiere decir?

−Van a venir dos astrónomos. Les presté el lugar con la condición de que los huéspedes pudieran acercarse a mirar. 

Saludé. Devolvieron un saludo apagado. Pero no lo tomé a mal. Pensé que los astrónomos se estaban dando importancia. Hasta llevaban chaquetas de astrónomos. En la mesa tenían de todo: telescopios, binoculares, cámara de fotos, computadora, aunque lo que más llamó mi atención fue una botella de whisky.

En silencio estaban con los preparativos, como si estuviera por pasar en el cielo una cosa distinta. Y yo estaba allí, para no perdérmela.

En la pantalla de la computadora se reflejaba la noche.

−Ahora, dale −escuché, y uno se puso a filmar.

Al cabo, pusieron la grabación. Me acomodé para ver mejor la pantalla. Nada especial. Ninguna estrella de cerca. Tan pequeñas como se veían en el cielo.  

−¿Está difícil? −se me ocurrió preguntar.

El de la computadora, claramente el jefe, movió la cabeza afiermando. Tenía ojos saltones, dos huevos que pugnaban por escapar de ese rostro.

−¿Son astrónomos, verdad?

−Sí −respondió el ayudante. 

−Disculpen, si no molesta me quedo mirando.

−¡Ahí está! −gritó el jefe.

El ayudante tomó la cámara en un segundo. Empezó a sacar fotos a repetición. El jefe tocaba la computadora a ciegas, como poseído. Hasta que gritó “Pará”.  

Enseguida trataron de ubicar en la computadora las imágenes de la cámara. Yo seguía expectante, estaba a punto de ver una estrella de cerca. Su textura, su verdadera forma y color. Pero en la imagen seguían siendo comunes, ni siquiera estrellas del tamaño de una bolita.   

−Debe estar en el camino de la vía láctea −esgrimió el ayudante.

−No se deja ver fácil −respondió el jefe−, la Carina es siempre inestable.

La Carina en mi mundo era una chica del barrio de la que había estado enamorado y casi no me había llevado el apunte.

−Es la constelación de Quilla −arremetió el ayudante.

El jefe se quedó pensando, mientras sus ojos seguían pujando para escaparse.

−La Carina es siempre inestable −insistió. 

La Carina del barrio también era bastante inestable. Una vez me la había apretado. Al otro día un amigo me confesó que también se la había apretado. Estos dos no parecían haberse apretado a nadie, nunca. Ni entre ellos dos.     

En un nuevo intento, que también fracasó, escuché que era la nebulosa de Homúnculo lo que les impedía la visualización.

Luego el astrónomo jefe se puso más terco. Reacomodó el telescopio, tocó algo en la   computadora. Le ordenó al ayudante que tomara más fotos. Sacaba de a cinco y estudiaban en la pantalla. Seguían siendo pequeñas, pero estrellas a montones.

De pronto me centré en el whisky. El vidrio que brillaba con la luz de la luna. Pensé que íbamos en el rumbo deseado, que estábamos cerca del whisky. Porque yo estaba, sin dudas, esperando ese vaso. Era cuestión de paciencia. De aguardar a que la nebulosa de Homúnculo se alejara, o la Carina se dejara de ser tan histérica. Si eso pasaba, aquellos hombres festejarían el hecho. Sin dudas, con el whisky. Y no dudarían en ofrecerle al extraño. Ese líquido que, encerrado en el vidrio, parecía ansioso de ser liberado. Ese líquido que, viéndolo bien, era lo más lindo de todo.

Más lindo que cualquier estrella.

Pero los astrónomos ni la registraban y la botella parecía haber llegado por sus propios medios hasta la mesa. Luego el dos sacó un láser de su chaqueta. No sé de qué les sirvió. Tomaron más fotos, sacaban los dos. Todas fallaban. Hasta que el dos dijo:

−Le di.

Miraron la foto, la estrella deseada. Un punto en la pantalla como cualquier otro. Pero no dije nada. Lo importante era que se alegraran. Que se convencieran de que lo habían logrado. Que quisieran festejar el hallazgo. Que perdieran la cabeza un momento, como cualquiera que logra lo que viene buscando denodadamente. Como quizás la había perdido yo, queriendo una vida en familia.

Pero no festejaron.

Pasaron quince minutos. Seguía de pie junto a los hombres sin ninguna razón de ser. Hombres tristes que observando el universo en verdad lo desprecian.

No saludé, no hacía falta. Hice unos metros, alejándome, y me arrepentí.   

Les clavé la mirada. Ellos, suspendieron por un momento la actividad.

−¿Qué pasa si les pido un vaso de whisky?  

El dos bajó la cabeza. El jefe, en cambio, me desafió con orgullo.

−No se puede, es para una apuesta.

−¿Una apuesta de qué?

−Un amigo.

No siguió. Él estaba contento, prisionero, dentro de su chaqueta de astrónomo. Los ojos, en cambio, daban algo de pena, parecían rogar ser liberados de ese cuerpo, como si no hubieran tenido elección a la hora del armado.  

En eso, salió un fogonazo del cielo. Como un relámpago. No había nubes ni se venía una tormenta pero la noche se hizo de día, un segundo. 

−Debe ser la Carina −les dije.

El jefe, bajo el efecto de una pulsión, acomodó el telescopio y tocó unos botones. El dos, nervioso, no sabía qué hacer. Al fin, apuntó con su cámara. Parecían dos niños jugando en una habitación de niños. No iba a tomar ni que ofreciera 50 lucas.

Astrónomos de mierda, rezongué de camino a la cabaña.

Cuando entré, mis dos mujeres seguían durmiendo. Observé a Renata algo destapada y me puse a arroparla. O no, creo que no estaba desarropada pero me puse a taparla igual. Me la quedé mirando, con su chupete, sentado a su lado, no creyendo que yo tuviera que ver en algo con esa belleza.

−¿Está todo bien? −preguntó Cecilia desde la cama.

−Sí.

−No hagas ruido que vas a despertar a la nena. 

Me desvestí, lo más sigiloso que pude. Me metí en la cama. Y cuando abracé a Cecilia, me di cuenta de que yo no podía parar de temblar. 

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