El caballero de la noche
Revista Número 10
De Alfred Hayes
Mi perdición
De Alfred Hayes
Me alejé a rastras del arbusto que crecía junto a la ventana y eché a correr. La huida era lo único que me daba seguridad. Si paraba, me pondría a aullar. Sabía que no tenía que parar. Llevaba aquello en las tripas. En mi garganta seca cerrada. Encorvado dolorido acobardado herido de muerte aullaría en la noche. Aterrando aquellas casas. Aquel césped bien cuidado. Aquellos pianos suavemente lustrados. Temblarían las salas. Se encogerían las alfombras. Si paraba. Si en algún momento lo dejaba salir. Aquel animal herido apaleado. Y no lo hice. No aullé. Seguí corriendo. Aún tenía puestas las zapatillas. Y no aullé.
El club estaba cerrado. Manejé hasta casa. El interior estaba oscuro. No paraba de decirme: estás acabado. Has llegado al fin. Quería quedarme quieto en un espacio vacío y juntar las manos de un golpe. Quería arrastrarme. Quería cavar un túnel. Caminar parecía poco natural. Quizá si hubiera andado en cuatro patas no habría sido tan doloroso.
La casa me miraba. Yo sabía que ya no era mi casa. Pero lo más espantoso era que aquello no era inesperado. Lo había visto venir. Había estado viniendo. Dando pasitos hacia mí. Por más que no lo hubiera visto claramente y por más que no lo creyera yo había sabido que se acercaba. Me estaba volviendo viejo. ¿Aquello pasaba simplemente porque me estaba volviendo viejo? Se deshacen de uno. Se cierra la puerta que siempre estaba abierta. El teléfono que siempre sonaba queda en silencio. Eligen a otros donde antes lo elegían a uno. En el suelo al otro lado de la ventana con la música inaudible estiró la mano bajo el pulóver suave y le desprendió el corpiño. Yo no había aullado. Había corrido. Estaba acabado.
Hice mi equipaje. En la valija puse las medias estriadas, los pantalones caros, las camisas con monogramas nítidos, los zapatos buenos, el saco sport de tweed, el traje negro de forro fino. En la valija puse el álbum con fotos de mí. No había libros que empacar. No quería libros. Ya compraría libros. En cualquier caso, leer me hacía daño. En la valija puse los calzoncillos, que en los últimos años se habían agrandado en la cintura, y un suéter sin mangas. Imaginaba que haría frío en Nueva York. Era enero y haría frío en Nueva York. Escapaba a Nueva York. Podía ir a cualquier parte: tenía suficiente dinero. Tenía el dinero de los años de abundancia. No iba a dejar que aquella perra metiera mano en el dinero que quedaba. En la valija puse el kimono de seda que había comprado en la fábrica de seda de Kioto. Habría podido usar el dinero que aún tenía para volver a Japón. Japón era el mejor lugar donde no ser nada. Los norteamericanos que había conocido en Japón estaban todos más o menos acabados.
En Japón el sexo había sido como solía ser el licor en la selva o en las islas. El sexo despertaba la misma obsesión que en otros lugares la bebida. Pero yo no quería regresar a Japón, y París, donde también había vivido, no era lugar para esconderse. Suiza era tranquila pero yo no quería una vida tranquila. No quería esquiar ni comprar relojes ni dar largos paseos por la campiña delante de los pequeños huertos. Quería perderme. Quería evaporarme. Quería ir a un lugar que me extirpara el dolor. Regresaba a Nueva York.
En la casa no destruí nada, aunque mientras hacía la valija pulsaba, palpitaba en mí el deseo de destruir cosas. Cortar la ropa de mi mujer. Destrozar los cuadros que había comprado en épocas de prosperidad. Abrir las canillas e inundar todo y desparramar las cenizas de la chimenea y acuchillar el tapizado del diván y prender fuego la cama de dos plazas. Después de empacar no hice nada de eso, pero en cambio recorrí la casa y encendí todas las luces. Cada lámpara, la cóncava, la convexa, cada luz del techo, la directa, la indirecta, en toda la casa, las luces del patio, las luces del garaje a cielo abierto, todas las luces que había. La casa ardía. Estaba por completo iluminada. Utilizaba todos los circuitos. Luego llamé a la empresa de taxis y esperé el taxi en la casa ardiente y la dejé relumbrando entre las casas oscuras o poco iluminadas del barrio. (…)
Extracto de Mi perdición de Alfred Hayes.
Alfred Hayes nació en Londres, en 1911 pero creció en Nueva York. Escritor, guionista de cine y televisión, y poeta, trabajó en Estados Unidos e Italia. Escribió el poema “Joe Hill” basado en el organizador de la Internacional de Trabajadores del Mundo, ejecutado en Utah en 1915. El poema fue llevado a la música por el compositor Earl Robinson, y se transformó en un grito de guerra del movimiento laboral y de la música folk norteamericana.
Trabajó como periodista entre 1932 y 1935 en The Daily Mirror y The New York American. Luego ingresó en el ejército, y fue reclutado como soldado durante la Segunda Guerra Mundial en Italia, donde comenzó a escribir su primera novela “Todas tus conquistas”, situada en Roma. Tres años después le siguió la célebre “La chica en Via Flaminia”. También en Italia trabajó en los guiones de célebres películas como “Paisa” de Roberto Rossellini o “Ladrones de bicicletas” de Vittorio De Sica. Hayes falleció a los 74 años en California, en 1985. Entre sus novelas podemos mencionar “Los enamorados”, “Que el mundo me conozca” y “Mi perdición” de donde se extrajo el fragmento aquí reproducido.
Factótum, Capítulo 17
De Charles Bukoswski
(…)
Salí a por una botella de vino. Cuando regresé, cerré la puerta, me desnudé y me dispuse a gozar de mi primera noche en una cama desde hacía días. Me metí en la cama, abrí la botella, doblé la almohada y me la ajusté bajo la espalda, respiré con ganas y me quedé sentado en la oscuridad mirando por la ventana. Era la primera vez que me había quedado solo en cinco días. Yo era un hombre que me alimentaba de soledad; sin ella era como cualquier otro hombre privado de agua y comida. Cada día sin soledad me debilitaba. No me enorgullecía de mi soledad, pero dependía de ella. La oscuridad de la habitación era fortificante para mí como lo era la luz del sol para otros hombres. Tomé un trago de vino.
De repente la habitación se llenó de luz. Hubo un traqueteo y un rugido. Un puente del metro pasaba a la altura de mi habitación. Un convoy se había parado allí. Observé un manojo de caras neoyorquinas que me observaban. El tren arrancó y se alejó. Volvió la oscuridad. Entonces la habitación volvió a llenarse de luz. De nuevo contemplé los rostros escalofriantes. Era como una visión del infierno repetida una y otra vez. Cada nueva vagonada de rostros era más horrible, demente y cruel que la anterior. Me bebí el vino.
Continuó: «oscuridad, luego luz; luz, luego oscuridad». Acabé con el vino y fui a por más. Volví, me desvestí y me metí en la cama. La llegada y partida de caras siguió una y otra vez. Me pareció como si estuviese sufriendo una alucinación. Estaba siendo visitado por cientos de demonios que ni el Diablo mismo podría aguantar. Bebí más vino.
(…)
Extracto de Factótum de Bukowski.
Charles Bukowski nació en Andernach, Alemania en 1920. Hijo de madre alemana y padre norteamericano, vivió desde su infancia en Estados Unidos. Estudió Literatura algunos años en la Universidad de Los Ángeles, sin terminar la carrera. Marcado por la violencia de la relación con su padre, Bukowski se refugió en la literatura, y también en el alcohol, las apuestas a los caballos y las mujeres. En 1967 publica su columna “Escritos de un viejo indecente” para el diario The Open City. Después de trabajar en la oficina de correo postal, Bukowski se dedica de lleno a la literatura, convirtiéndose en un escritor de culto a nivel internacional. El protagonista de varios de sus libros es Henry Chinaski, alter ego del autor, inspirado en Bandini, alter ego de John Fante, a quien Bukowski admiraba. Algunos de sus títulos son “La máquina de follar”, “Mujeres”, “Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones. Relatos de la locura cotidiana”, “La senda del perdedor”. “Se busca una mujer” y “Factótum” de donde se extrajo el fragmento aquí publicado.
Era el cielo
De Sergio Bizzio
Cuando llegué dos hombres violaban a mi mujer. La escena me impactó con dosis iguales de incredulidad y de violencia como si un niño acabara de golpearme con la fuerza de un gigante. Uno de los hombres, con el pantalón desabrochado, de pie frente a Diana, que estaba de rodillas, la sujetaba de la nuca con la misma mano en la que tenía un cuchillo, obligándola a hundir la cara en su entrepierna, mientras que el otro, desde atrás, inclinado sobre ella, le desprendía los botones del vestido.
Me paralicé en una torsión extraña, con las piernas a mitad de camino entre un paso y otro. Ahora escribo, selecciono y reconstruyo, y quizá sea esta la única torsión extraña (verdadera) pero que en aquel momento apenas si pude creer lo que veía; sentí la misma combinación de vértigo y lentitud, de morosidad y agitación que sienten los que acaban de sufrir un accidente y moví la cabeza allá y aquí acompañando el recorrido de mis ojos por el cuadro como si la imagen fotográfica de ese primer vistazo hubiera estallado, ampliándose hasta volverse inabarcable. Después, por fin, me aparté de la ventana y pegué la espalda a la pared.
Lo primero que pensé fue que, si me veían, Diana podía morir. (…)
Extracto de Era el cielo de Sergio Bizzio.
Sergio Bizzio nació en Villa Ramallo, Buenos Aires, en 1956. Escritor, dramaturgo, poeta y guionista. Publicó las colecciones de poemas “Gran salón con piano”, 1982; “Mínimo figurado”, 1990; “Paraguay”, 1995 y “Te desafío a correr como un idiota por el jardín”, 2008. Las novelas: “El divino convertible”, 1990; “Infierno Albino”, 1992; “Son del África”, 1993; “Más allá del bien y lentamente”, 1995; “Planet”, 1998; “En esa época”, 2001; “Rabia”, 2004; “Era el cielo”, 2007; “Realidad”, 2009; “Aiwa”, 2009; “El escritor comido”, 2010, y “Borgestein”, 2012. Los libros de cuentos “Chicos”, 2004; “En el bosque del sonambulismo sexual”, 2013, “Dos fantasías espaciales”, 2014, “La conquista, Iris y construcción” y “La pirámide”. Es autor de las obras de teatro “Gravedad”, 1999; “La China”, 1997 y “El amor”, 1997; las dos últimas en colaboración con Daniel Guebel, con quien también escribió la novela “El día feliz de Charlie Feiling”, 2006. Dirigió las películas “Animalada”, 2001; “No fumar es un vicio como cualquier otro”, 2005 y “Bomba”, 2013. Varias de sus novelas y relatos fueron adaptadas para el cine en la Argentina, Brasil, España y Francia. Ha sido traducido al inglés, francés, italiano, árabe, portugués, hebreo, búlgaro, holandés y alemán. El extracto aquí reproducido pertenece a la novela “Era el cielo”.
Parque de diversiones
De Grieta de fatiga
Fabio Morabito
Pasaron por mí a las cuatro. Rafa estaba sentado atrás y Ernesto adelante, al lado de su padre, que traía lentes oscuros y apenas me saludó con un gesto de la cabeza cuando entré en el auto y le di las buenas tardes. Durante el viaje el señor no abrió la boca, y Rafa y yo tampoco. El único que no paró de hablar fue Ernesto. Agobiaba a su padre con preguntas de toda clase, a las que el señor no respondía, cosa que a Ernesto no parecía preocuparle mayormente. De vez en cuando nuestro amigo giraba la cabeza para contarnos alguna hazaña memorable de su padre, que era piloto de helicópteros, y lo miraba a él para que confirmara sus palabras. Su padre se limitaba a mover la cabeza y creo que, de no haber estado Rafa y yo, le habría dicho a su hijo que lo dejara manejar en paz.
Seguramente Ernesto nos había escogido a Rafa y a mí para festejar su cumpleaños porque éramos los únicos que le teníamos algo de consideración, en vista de que se juntaba con nuestras hermanas. Nunca habíamos visto a su papá, que se había divorciado de su madre. A juzgar por la escasa familiaridad que se notaba entre Ernesto y él, debían de verse muy poco. Era un día nublado, pese a lo cual el señor traía lentes oscuros, lo que levantaba una nueva barrera entre padre e hijo, y me pregunté si los traía puestos para evitar que lo reconocieran. Mientras manejaba, no dejó de lanzarme rápidas miradas por el espejo retrovisor. Rafa, que ocupaba el asiento detrás del conductor, estaba fuera del alcance de su vista. Tal vez, al vernos tan serios y callados, el padre de Ernesto se preguntaba qué tan amigos éramos de su hijo, y dedujo, por nuestra falta de entusiasmo, que estábamos allí por obligación. Yo me pregunté, a mi vez, si él era realmente el papá de nuestro amigo. Tal vez era un conocido de su madre, a quien ésta le había pedido que actuara como papá de Ernesto en el día de su cumpleaños, para que viéramos que tenía un padre. Eso explicaría los lentes oscuros, pero era difícil creer que Ernesto se hubiera prestado a esa comedia. O tal vez el señor era el amante de su madre, y Ernesto, aun sabiendo que su padre era otro, se había acostumbrado a llamarlo “papá”.
Llegamos al parque de diversiones después de media hora de carretera. Bajamos del coche y nos formamos en una de las colas para comprar los boletos. El padre de Ernesto, al ver que iba muy lenta, se cambió a la cola de junto sin decirnos nada, por lo que tuvimos que formarnos apresuradamente detrás de él, y Ernesto, como de costumbre, fue el más lento en reaccionar. Quedó separado de nosotros por una familia, cosa que lo angustió al grado de que empezó a llamar a gritos a su padre, que lo ignoró olímpicamente. La familia lo dejó pasar y Ernesto se nos unió con los ojos llorosos, tratando de disimular con una sonrisa su ataque de pánico. Comprendí que su padre se avergonzaba de él, y aquello fue un anuncio de lo que se venía.
(…)
Extracto del cuento Parque de Diversiones del libro «Grieta de Fatiga» de Fabio Morabito.
Fabio Morabito nació en Alejandría, Egipto, en 1955. Hijo de padres italianos, vivió en Milán durante su infancia y a partir de sus quince años en México, sin saber nada de español, lengua que adoptará como escritor a lo largo de toda su carrera, convirtiéndose en uno de los referentes de la poesía hispana. Narrador, poeta y traductor, escribió durante varios años una columna mensual en el suplemento Ñ del diario Clarín, donde entremezclaba ficción y recuerdos. Es autor de “Lotes baldíos” (1985), “De lunes todo el año” (1992) y “Alguien de lava” (2002), en poesía, y de dos libros de ensayos, “El viaje y la enfermedad” (1984) y “Los pastores sin ovejas” (1995). “Caja de herramientas” (1989) participa tanto del ensayo como del poema en prosa. En narrativa, además de “La vida ordenada” (2000), ha publicado los libros de relatos “La lenta furia” (1989, reeditado por Eterna Cadencia en 2009), “También Berlín se olvida” (2004) y “Grieta de fatiga” (2006, 2010, Eterna Cadencia), la novela “Emilio, los chistes y la muerte” (2009) y un libro para niños, “Cuando las panteras no eran negras” (1996). Varios de sus libros han sido traducidos al alemán, al francés, al inglés, al italiano y al portugués. El extracto aquí reproducido pertenece al cuento Parque de Diversiones del libro «Grieta de Fatiga».