Un año
Revista Número 12
Daniel Escolar
Un año
Apago el televisor como quien cierra una puerta y antes de estirarme en la cama y apagar la luz, voy y vuelvo por el pasillo hasta el baño; los pies descalzos sobre la madera, la mano en el picaporte, el cepillo de dientes, el radiador caliente en la pared. Mi amiga Cecilia me sugirió que pensara algo sobre este año que pasó y lo escribiera para festejar el primer aniversario de la revista, de esta revista que ya tiene un año; y yo enseguida pensé: no puedo escribir nada sobre este año que pasó porque no pasó nada. Año estancado, apagado, de calles vacías y casas como islas, año de mierda. Me acordé de cuando estaba encerrado sin poder ver a mi gente, me la pasaba ordenando y desordenando el departamento, hice y deshice la cama trescientos sesenta y cinco veces seguidas, al principio leí una montaña de libros que tenía pendientes que ya ni me acuerdo, después estudié y estudié piano, y la verdad es que aprendí un montón de obras: la Sonata en do menor para violín y piano de Bach, la Sonata K304 de Mozart, la sonatina de Dvorak, una romanza de Schumann y un concierto de Haydn, y todo eso lo ensayamos con mi hijo Mischa, que es violinista y estaba encerrado conmigo, y después, cuando pudimos encontrarnos con mi hijo Juan que es pianista, estudiamos juntos la Sonata K497 de Mozart para piano a cuatro manos, también estudié un millón de horas la sonata para dos pianos y las variaciones sobre un tema de Haydn de Brahms para tocarla con mi socia, y volví sobre mis dos viejos, queridos y nunca abandonados estudios de Chopin y el Coral Jesús, alegría de los hombres de Bach, y me aprendí la Milonga del ángel y Fuga y misterio de Astor que estábamos por empezar a ensayar con mi socia justo antes del parate, y Loro, Frevo y Baiao Malandro de Gismonti, y seguramente me estoy olvidando de alguna cosa más; alguien desde el otro lado del mundo me pidió que grabara las variaciones Goldberg y las subiera a un sitio en internet, lo hice; escribí unos cuantos capítulos de una novela (hubiera escrito más, no hay nada como escribir, es lo mejor, lo más sublime, pero no puedo escribir y estudiar piano al mismo tiempo); fui y vine un millón de veces de mi cuarto a la cocina, a veces para hacerme algo de comer, otras veces para sentir la madera pulida bajo los pies, mirar una vez más por los ventanales del living al pasar; me hice un poquito de este barrio que siempre me había resultado tan lejano; salí a navegar cuando por fin se pudo salir a navegar (hace muchos años que navego, a veces recuerdo los años por las navegadas que hice); mis hijos tuvieron Covid y se curaron; aprendí a cocinar para mí (un día me hice un asado clandestino bajo las estrellas); cerró el ABC de la calle Lavalle al que iba con mi papá (él se pedía la costilla de cerdo ahumada con chucrut y yo la salchicha alemana con puré), la Escalerita, la Puerto Rico y casi todos los boliches, negocios y restaurantes del centro; un cartonero se instaló a vivir en la ochava de mi edificio, diez pisos más abajo de donde tengo el piano, donde estudio, tomo mate y miro la ciudad; puse en el pasillo una foto de mis viejos cuando eran jóvenes (tan jóvenes que parecen mis hijos), puse otra de mis abuelos cuando ya eran viejos (mis abuelos siempre fueron viejos), puse lámparas en lugares en los que quería que hubiera luz, coloqué varios afiches en el sitio en el que Astor guardaba sus partituras y yo ahora guardo mis discos (un anuncio de los conciertos que había en los teatros municipales de Viena entre el 31 de enero y el 9 de febrero de 1997, otro de una obra de teatro que se llamaba Class Enemy para la que compuse y toqué la música en la trasnoche de los ochenta, y uno que había traído mi mamá de Londres en los años sesenta y estaba colgado en el living de la casa del médano en Villa Gesell: “flopping your arms you can be flying” en letras psicodélicas naranjas sobre un fondo verde, mamá siempre contaba que en ese mismo viaje había visto pasar a los negros abrazados con los blancos de vereda a vereda por las calles de Nueva York cantando We shall overcome, acababan de asesinar a Martín Luther King y ella nunca había visto tanta gente junta y tan triste); también me senté en el sofá del living (sí, tengo un sofá) a escuchar mil veces los mismos discos y pensar mil veces en las mismas cosas (¿a todo el mundo le da por pensar siempre las mismas cosas, una y otra vez?); leí el largo libro de los muertos que se fue escribiendo día tras día; nacieron hijos de amigos de mis hijos y, aunque no hubo fiestas ni viajes ni subtes ni colectivos, hubo talleres por Zoom y algo de teléfono, ensayos en lo de mi socia los sábados por la noche y algún restaurante en la vereda cuando se pudo; y muy poco más: una sábana voló lejos en mi terraza, me encontré con Astor en pelotas en el living de casa, una chica vino a nadar por las noches en el tanque de agua de mi edificio, escuché lagartos arrastrándose por las calles de San Telmo. Nada, no pasó nada. Vuelvo por el pasillo, la única luz que queda prendida es la de mi mesa de luz, todavía me dura la película de la tele, las imágenes se van filtrando y vaya a saber por qué sigo pensando en el cartonero de abajo, mi hijo Mischa a veces le baja un pan de masa madre de esos que él hace, cuando no le salen bien; yo le pregunto por qué no le lleva uno de los buenos, le voy a llevar dice él, y yo sé que cuando el pan salga maravilloso como sólo a él le sale, nos lo vamos a comer tostado con manteca, mojado en la salsa, cubierto de escalivada de berenjenas, en sandwiches de lomito y queso con mucha mostaza y mayonesa, sacado del horno solo por gusto de romper la corteza con los dientes. Me meto en la cama y estiro las piernas bajo las sábanas. A veces, cuando llego a casa tarde por las noches y veo al cartonero envuelto en sus mantas, pienso que podría invitarlo a dormir en mi departamento, que en un punto sería lo lógico. Le doy mil vueltas al asunto. En general llego arriba pensando en otra cosa, entro en mi castillo y el calor me envuelve como una manta de lana escocesa de las que me ponía mi mamá en Villa Gesell cuando hacía frío, más o menos como la frazada en la que me envuelvo ahora. Apago la luz, la ciudad brilla lejos en los ventanales, me encanta el olor del invierno, el olor a madera y estufa, ese perfume de la soledad.