Autobiografía de un pizzero

Revista Número 13

Sebastián Ronchetti

El mundo en el que sé moverme, hablar y ganarme la vida, ha desaparecido.        

  (Autobiografía de un viajante – John Cheever)

 

 

Nací en Avellaneda en 1975. Los miembros de mi familia trabajaron de muchas cosas desde que llegaron de Europa a principios de siglo. En el frigorífico, en la fábrica de chocolates, en la portería de escuelas, en camiones, en taxis. Más adelante algunos lograron una profesión. Mi madre es docente y mi padre maestro mayor de obras. Pero antes de llegar al sur del Gran Buenos Aires, mi bisabuelo había recalado en Gualeguay, provincia de Entre Ríos y ahí tuvo su hotel y restaurante. Capaz de ahí me fue legado en la sangre el sueño de un local de comidas. Nunca tuvimos un buen pasar económico. En 1989, mi padre se quedó sin trabajo. La crisis fue devastadora. Millones de desempleados, saqueos, violencia, falta de luz eléctrica. Mi padre y mi madre con lo poco que tenían lograron asociarse con dos personas para poner una pizzería en el centro de la Ciudad de Buenos Aires, a sólo dos cuadras de la Casa Rosada. Como nuestro capital era menor, mi padre tuvo que poner todo el trabajo pesado en compensación. Por entonces yo tenía quince años. La pizzería fue mi primer trabajo y el único. Cada tarde esperaba salir de la escuela para ir a ponerme el delantal. Durante la noche no había mucho trabajo en esa zona céntrica,  después de las 18hs quedaba poca gente. El fuerte era el mediodía. Me quedaba un año de estudios y luego iba a poder sumarme al plantel de los mediodías.

La pizzería no funcionó como todos esperaban y la ganancia no daba para repartir entre tres socios. Mis padres decidieron hipotecar dos veces seguidas nuestro departamento de los monoblocks de Avellaneda del Barrio Obrero Mariano Moreno para pagar las partes de los socios. La pizzería pasó a ser un proyecto familiar. Si bien en el local sólo trabajábamos mi padre, mi hermano del medio y yo que era el menor. Mi madre y mi hermano mayor nunca dejaron de aportar su parte. De a poco el trabajo fue mejorando. Finalizando la década de los 90, mi padre volvió a ser convocado por la empresa que lo había despedido diez años antes. El negocio quedó en manos de mi hermano y mías. Aún recuerdo el mes en el que pasamos de ganar $300 a ganar $1000. No lo podíamos creer. Pero no fue obra de la casualidad. Jamás aceptamos vender mala mercadería. Desde el primer día y durante las siguientes tres décadas elegimos la mejor muzzarella del mercado, la mejor harina y teníamos el mejor horno.

Al principio usábamos leña, la llegada del nuevo milenio nos impuso el abandono de la madera y el traspaso al gas. Fue doloroso, lo sentimos como una traición, el final de nuestros principios, de una era. Pero fue el comienzo de una expansión, de una mejora que nos haría convertir en Pizzería Patrimonial de la Ciudad de Buenos Aires. Agregamos comidas y creció la carta a medida que crecían los clientes y las ventas. Pasamos casi sin sobresaltos la crisis del 2001. Aceptamos patacones, lecops, vales de trueque. Todo se encaminaba pero otra vez hubo que poner el pecho. El dueño del local nunca pagó una hipoteca (ilegal por cierto) que había pedido sobre el local alquilado por nosotros y se le puso la bandera de remate. Había dos opciones, o comprar el local o cerrar y abrir en otro lado. Y esta vez hubo que vender el departamento de Avellaneda y pedir plata a Dios y María Santísima. Pero pudimos comprar el local. Mis padres pasaron a alquilar un departamento cerca de donde nosotros vivíamos.

Ya era 2003 y fue el comienzo de la mejor época. La pizza se vendía bien, las empanadas también y la comida lo mismo. Teníamos un nombre que era marca de calidad. La siguiente fue una década ganada. Mis padres lograron recuperar su casa y mi hermano y yo tener la nuestra.

La juventud había pasado, me había casado y divorciado, tenía una hija hermosa, todo era difícil y trabajoso, jamás dejé de esforzarme, pero el trabajo rendía sus frutos. A esa altura ya podía decir que sabía todo sobre pizzas y empanadas. Me gustaba recorrer las pizzerías de Buenos Aires, pero ni necesitaba probarlas para saber si era buena o mala la pizza. De afuera me daba cuenta, no sé cómo explicarlo, pero es así, yo sé si una pizzería sirve o no, si hacen las cosas bien o qué gusto de pizza te conviene pedir.

Nunca me di una gran vida, pero viví bien, sin apuros, pude por primera vez en mi vida irme 10 años seguidos de vacaciones. Acá a la costa nuestra. Nada de viajes internacionales, ni aviones. Quince días en el Mar Argentino, algo que fue toda una novedad para mí. Con mi familia, mi hija mayor y la menor que vino en el segundo matrimonio. La pizzería siempre era una certeza, un lugar de tierra firme. Además, me gustaba vender la mejor pizza de la Ciudad de Buenos Aires, crear empanadas que solo vendíamos nosotros, saber que éramos imbatibles, que nada nos iba a voltear jamás.

Inventamos pizzas que marcaron una época, la Fugazeta mágica (rellena de panceta, muzzarella y huevo), la Gran Caruso (una pizza gigante con 24 huevos fritos arriba), pizzas con calamares, con ñoquis a la bolognesa, con queso cheddar rellenas de hamburguesas. Y las empanadas se volvieron famosas, gustos únicos: la de pastel de papa, la de lasagna, la de pollo y salsa blanca, la bomba de mozzarella.

Venían de todas partes a comprarnos y la calidad era lo único que importaba, nadie preguntaba por el precio.

Cómo iba a imaginarme todo lo que pasó después.     

A finales de 2015 el país retrocedió en todos los aspectos. Y en los siguientes cuatro años se desplomó el sueldo de la población y la inflación disparó todos los precios, hubo despidos masivos, todo era caos y nuestras ventas y nuestros ingresos también se fueron en picada. La gente dejó de elegir calidad y empezó a elegir por el precio. El barrio se llenó de locales que vendían empanadas congeladas previamente, muy pequeñas y baratas. También pizzas que nadie sabía dónde se hacían, venían congeladas igual que las empanadas y cumplían con llenar el estómago, aunque no sabías que te metías adentro del cuerpo. A nadie parecía importarle ya comer una buena pizza o una excelente empanada, todo había cambiado.

Casi sin ganar un peso, apenas sobreviviendo logramos llegar al 2020. En el país se abría una nueva esperanza, otro giro de 180° y volver a empezar.

Y empezó bien, nos entusiasmamos, pero duró poco: el 20 de marzo todo se detuvo por la pandemia de Coronavirus. El gobierno argentino, como casi todos los gobiernos del mundo decretó una cuarentena total para evitar los contagios y debimos bajar las persianas. De golpe nos encontramos cerrados, vacíos, sin nada para hacer a días de cumplir los 30 años de existencia.

Habíamos pintado el local, habíamos hecho mejoras y reformas, habíamos hechos remeras, habíamos comprado mucha vajilla nueva y buena, nos habíamos endeudado para hacerlo porque no teníamos un peso, pero apostábamos a un nuevo renacer como siempre.

Sin embargo, cumplimos los 30 años cerrados. No hubo fiesta, no hubo celebración, no hubo renacer.

Recién en agosto pudimos volver al local, tantos meses cerrado había arruinado todo: la pintura nueva se había descascarado y estaba en el piso en pedazos, las paredes, las heladeras, los muebles llenos de humedad, el horno chico no funcionaba, la cafetera tampoco, tardamos días en poder calentar el horno grande. Tiramos toneladas de mercadería.

Pero lo intentamos igual. Levantamos la persiana y con la poca fuerza que nos quedaba salimos a pelearla cada día.

A veces he pensado que todo fue en vano, que no valió la pena, que se me fue la vida y finalmente hemos sido olvidados. La pandemia sigue, no hay nadie trabajando en esta zona y no sabemos cuándo terminará.

Faltaba poco para el día de la primavera, junto con el Día del Amigo y el Día de Fin de Año eran los de mayores ventas siempre. Nuestra última esperanza estaba puesta en ese día.

Nos preparamos, compramos mercadería, armamos cajas, hicimos volantes. Finalmente, el día llegó y no vendimos ni una sola pizza.

Ninguna.

Estuvimos todas esas horas en silencio.

Guardamos todo en las heladeras. Apagamos las luces. Nos fuimos a cambiar.

Ninguna pizza, pensaba, ninguna.

Al finalizar la jornada fui hasta el frente para bajar la persiana, pero de pronto me dieron nauseas, como si algo me hubiera caído mal, y me vi obligado a soltar la cadena y apoyarme contra la pared.

 

 

 

SOBRE EL CUENTO: “Autobiografía de un pizzero” es una reescritura del cuento “Autobiografía de un viajante” de John Cheever escrito en el actual contexto de pandemia.

La pizzería El Chiste está emplazada desde hace 31 años en Moreno 467 pleno casco histórico de la Ciudad de Buenos Aires.

BIO: Juan Sebastián Ronchetti -1975-. Escritor, músico y conductor de radio. Es licenciado y profesor en letras por la UBA. Participó de los talleres de escritura coordinados por Pablo Ramos.

En 2017 obtuvo la Mención Especial en Narrativa en el Concurso Nacional de Narrativa Adolfo Bioy Casares por su libro El primer campeón del mundo, el jurado estuvo integrado por Gabriela Cabezón Cámara, Ángela Pradelli y Vicente Battista.

El primer campeón del mundo fue publicado en 2020 por la editorial HORMIGAS NEGRAS.

Conduce por FM La Patriada el programa: Cosa de negros junto a su hermano Leonardo Ronchetti y la musicalización de Andrés Calamaro. Como baterista integra la banda de rock Pablo Ramos + Analfabetos.

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