Los Peces
Revista Número 13
Daniel Escolar
Pasábamos los veranos a bordo del barco en el puerto de Piriápolis. Nos recibía el Chicharra desde el muelle indicándonos con los brazos abiertos los lugares libres para amarrar como un señalero guiando un Jumbo entre cañas de pescadores y familias con canastos, y cada movimiento de los brazos lo acompañaba con un salto y una carcajada; “el hombre más feliz del mundo”, decía mi hijo Juan que para entonces tenía unos quince años. El Chicharra vivía en el puerto y siempre estaba feliz y con ganas de hablar, navegante de muelles y borracho de profesión nadie sabía qué comía, dónde dormía ni quién era. Cuando por fin nos acomodábamos en la amarra, Juan le tiraba los cabos desde la proa del barco y él los ataba a las bitas del muelle con unos nudos que después nadie podía desatar. El amarre era el final de la larga aventura de cruzar el Río de la Plata en velero y la risa sin dientes del Chicharra, un regalo de bienvenida y el aviso de lo que estaba por venir. Fueron veranos felices. Vivíamos un mes entero en el barco haciendo vida de puerto: veíamos entrar y salir los veleros y cruceros, algunos eran muy grandes y venían del otro lado del mar llenos de gente rara siempre dispuesta a darte de comer buena comida a cambio de escuchar sus historias; ajustábamos y desajustábamos las amarras según el viento y la marea, poníamos y sacábamos la toldilla al ritmo del sol, bajábamos a comprar pescado cuando llegaban los barcos de los pescadores cargados de brótolas y lenguados, ayudábamos con las maniobras de amarre a los veleros que iban llegando y comentábamos con los vecinos de amarra en voz bien alta los errores de sus capitanes; durante el día se iban todos a la playa menos yo que siempre prefería quedarme a bordo a mirar cómo subía y bajaba la marea, cómo entraban y salían los barcos; comíamos rico y tomábamos mucha cerveza helada de día y mucho vino tinto de noche; a veces el viento norte chiflaba en las jarcias y era un viento que iba en aumento durante días y días hasta que por fin asomaba por el sudeste el borde negro del Pampero que avanzaba como un gigante desde el horizonte; el puerto se alborotaba y todos corríamos de acá para allá alejando los barcos del muelle, ajustando amarras, atando velas, cerrando escotillas, sacando de cubierta lo que se pudiera volar o romper, y cuando todo estaba listo y asegurado, nos encerrábamos en las cabinas a esperar la llegada del temporal; el cielo se oscurecía hasta hacerse de noche, el chiflido del viento cesaba de pronto y el aire se ponía tan quieto y silencioso que no nos animábamos ni a hablar entre nosotros, entonces la lluvia y el viento explotaban como cataratas enfurecidas y el barco se acostaba contra el barco de al lado y el ruido del viento entre los barcos siempre era más fuerte de lo que la recordábamos, como si cada año nos olvidáramos de lo fuerte que era para seguir teniendo ganas de volver una y otra vez. También había mañanas luminosas y atardeceres sobre el mar esperando el rayo verde que nunca vino (aunque mi hijo Fran siga diciendo que sí), y noches llenas de estrellas en las que parecía que el mundo hubiera sido hecho especialmente para nosotros (en noches como esa mi hijo Mischa de cuatro años decía que en el barco el cielo estaba mucho más cerca), esas noches comíamos en el cockpit a pleno cielo, tomábamos y charlábamos hasta que los chicos se iban quedando dormidos; la noche seguía despacio con el reflejo de los faroles del puerto en el agua aceitada y a veces dormíamos bajo las estrellas. Una de esas noches se cortó la luz en toda la ciudad, de pronto el puerto quedó en esa oscuridad tan oscura que solo se ve durante los cortes de luz, y el agua bajo los barcos empezó a hervir, la superficie se levantaba en remolinos y burbujas con un ruido como de pájaros aleteando y golpeaba contra los cascos y las bandas de los barcos. Los peces se habían vuelto locos y saltaban buscando la luz que se había ido. Eran miles de peces, cientos de miles, nunca me había imaginado yo que en ese pequeño pedazo de agua que era el puerto pudieran caber tantos peces: caían sobre los muelles y los barcos y quedaban boqueando en el aire negro de la noche, la cubierta de nuestro barco se llenó de peces agonizantes y era tal el desconcierto, que no nos animábamos a devolverlos al agua. Entonces la luz volvió tan de repente como se había ido y el agua se calmó, apenas un temblor en el reflejo de los faroles encendidos. A la mañana siguiente, el Chicharra iba de acá para allá con una escoba de paja barriendo los muelles como si todos los días hiciera lo mismo, como si cada noche los peces se suicidaran en masa buscando luz. En el agua del puerto flotaban miles de peces muertos.
Pasaron unos cuantos años, es un día precioso, estoy solo en mi castillo en el aire, hoy los chicos no vienen a cenar ni a dormir, veo la luz de la tarde cambiar de color sobre los edificios, hacerse de noche, no hay luna, ceno en la cocina, lavo los platos, leo sentado en el sillón de pana que era de mi viejo, me quedo un buen rato hipnotizado frente a los ventanales pensando en esas cosas que pienso últimamente cuando se me da por pensar, me cambio, me lavo los dientes y me acuesto, estiro las piernas debajo de las sábanas frescas y apago el velador. El primer grito llega como un latigazo en el aire. Es un grito de mujer, imposible de describir y ubicar. Aprieto el interruptor de la luz, pero la luz no enciende. Suena otro grito, esta vez más cerca. Me levanto de un salto y antes de llegar a la puerta del cuarto, suena otro más. No es la misma mujer la que grita, este es un grito agudo y áspero, tampoco puedo ubicar de dónde viene. Estoy parado en la oscuridad del pasillo sin saber qué hacer. Entonces suena otro y otro más y esta vez son hombres los que gritan, gritos largos y desesperados, y mientras avanzo a tientas hacia el living, llegan más gritos: mujeres furiosas, hombres tristes, indignados, aterrorizados, gritos lánguidos, ásperos, duros, alaridos, llantos. Del otro lado de las ventanas la ciudad está a oscuras y grita. Me parece reconocer el sonido de la voz de la señora del piso de abajo, la del hombre del quinto, la del que estaciona la moto azul frente a la puerta de entrada, la de la florista del puesto en la esquina de la avenida, gritan en cada piso, en cada edificio, gritan los que alguna vez aplaudían a los médicos y enfermeras en las ventanas, los que golpean cacerolas, los que pasan con carteles y bombos cuando hay una manifestación, los que suben y bajan de los colectivos, los que salen a hacer las compras y cuidan a sus chicos y por favor pase usted, gritan en las ventanas, en los balcones, en las terrazas, gritan a la oscuridad, gritan porque sí, no paran de gritar; cierro las puertas, voy hasta mi habitación, me meto en la cama, me escondo bajo las frazadas, me tapo los oídos con las manos, me acurruco a esperar que pase, que vuelva la luz, que el Chicharra llegue con su escoba matinal y su sonrisa de borracho a barrer los despojos, a tirar los peces muertos al mar, al agua azul y profunda que lo traga todo, que se haga de día y vuelva a brillar el sol, ese que ahora rebota sobre los edificios, los balcones y las calles y se posa como una gasa blanca sobre las paredes y entra tibio por los ventanales en esta mañana llena de aroma a tostadas, a café con leche, a pan con manteca.