Campo minado
Revista Número 13
Ulises Martino
Es sábado. Una linda mañana de sol. Brenda está en la cocina interactuando con su celular. Desde el lunes que discutimos nadie emitió palabra. Antes de ese lunes tampoco abundaba el diálogo. Pongo a calentar la pava. Me interpela tanto silencio, como si la quietud fuera un movimiento tenso. Como si ella estuviera por hablarme y no supiera cómo empezar. “Va a dejarme”, es lo que pienso. “Que está buscando y no encuentra las palabras precisas”.
Lo único que me puede salvar es que con las mujeres nunca se sabe.
Paso de la cocina al comedor con la excusa de un cigarrillo. Vuelvo. Apoyo el atado en la mesada. Prendo uno y lo dejo en el cenicero. Descargo en el tacho la yerba de ayer. Lavo una taza. La enjuago. Cierro la canilla. Gotea. Preparo el mate. Le ofrezco. Acepta sin utilizar palabras, las que en cualquier momento parece que va a soltar.
Salgo de la cocina. Dos mates en el comedor y vuelvo, con la excusa de otro cigarrillo (el anterior se consumió olvidado). Los cambio de lugar intermitentemente.
También podría preguntar yo, comenzar la charla. Solo que esta vez no tengo una charla en mente. Y si es la charla para dejarme no voy a dar el puntapié inicial. Ya me pasó. Ya di el puntapié. Desde hace un año, cada vez que propuse hablar, amenazó con dejarme. Un circuito cerrado en el que yo ataco su manera de ser y ella me da el ultimátum. Cada charla un abismo, hace mucho que lo nuestro se transformó en la guerra.
“¿Cuándo fue que pasamos de ser tan lindos a dejarnos de hablar?”
Voy al baño. Debería masturbarme. ¿Por qué pienso en lo que pienso? Pienso en cualquier salida. Si la salida para una buena charla sería masturbarme, lo haría. Meo y tartamudeo solo. Tiro la cadena y el agua no corre. De pronto, algo pasa en el depósito del inodoro. Una buena razón para matar el tiempo, ocuparme ya mismo. Empezar por alguna de las metáforas del deterioro.
Vuelvo a la cocina a buscar herramientas.
Tercer cajón de la izquierda. Brenda sigue en su celular. Es probable que se trate de una adicción pero intuyo que exagera cada vez que me acerco. Detrás del silencio, la canilla del agua fría donde hace poco lavé la taza pierde más de lo que había notado. En el baño no hay agua, en la cocina pierde. ¿Habrá notado Brenda que la canilla pierde? Intento cerrarla con fuerza pero no es cuestión de fuerza. La canilla gira en falso y con demasiado ímpetu se vuelve a abrir. Es decir, la termino de estropear. Ahora hay que cerrarla en el punto justo. En lo más parecido al punto justo, gotea lo mismo. Más que gotear, es como si no la cerraras. “Debe ser el cuerito”, pienso.
“Después me ocupo”.
En el baño desarmo el depósito del inodoro. Enseguida, un pequeño desastre. Tendría que haber cortado el agua. Todo atado con alambre. Sigo adelante mojando todo. Saco el flotador, lo estudio. Decido que es cuestión de acortar el alambre. Está demasiado largo. Por eso el botón no ejerce la debida presión. Pruebo dos o tres veces distintas medidas. Hasta que logra funcionar más o menos.
Vuelvo a la cocina. Pongo a calentar más agua. Me concentro frente a la canilla. No puede ser tan difícil. Pienso que si consigo arreglarla, Brenda lo va a notar. Que va a declinar en su postura de querer dejarme. En el caso de que no decline, llevarme limpio el orgullo.
“Soy un desastre pero la arreglé, me voy, agua no te va a faltar”.
Pero ni bien toco, recuerdo. Es el vástago, ya me lo dijeron. Para peor lo dijo mi padre. Hace seis meses, en enero cuando me fui de vacaciones y cuidó la casa.
“Te lo arreglé con teflón –dijo–, un tiempo te va a durar”.
Un tiempo te va durar es que el día menos pensado se va a romper. El día menos pensado es uno en el que vas a tener que lidiar contra tu mujer, ella escudándose en el más artero silencio, buscando las palabras para herirte de muerte, pensando más que nunca, y quizás con razón, que está con un pelotudo.
Me visto. Decido ir a la ferretería y contarle al ferretero (que se ufana de saber un poco de todo) la avería. Va dar con la solución. Aunque tenga que pasar por su mecanismo. Te retacea la respuesta. Hace dos o tres preguntas para que quede en claro quién es el que sabe.
“¿Cómo no se te ocurrió?” Eso no lo dice, te lo hace sentir.
Luego suelta la respuesta correcta. No lo culpo. Es el ferretero que me supe buscar, al que elegí porque te cuestiona. Cada uno tiene el ferretero que se merece.
En plena discusión, yo insisto con que tiene que ser el cuerito.
−No –dice con contundencia−. Es el vástago.
−Dame un vástago entonces.
−No. Tenés que desarmarlo y traérmelo para que te dé lo mismo.
De camino a casa, analizo. “Para que te dé lo mismo”. Es raro cómo utilizó las palabras.
“Para que te dé el mismo” –tendría que haberme dicho.
Me gustaría que me dé lo mismo con Brenda. Tan linda como el solcito, sentada en la silla, en bombacha.
Entro. Los niños me reciben como si papá hubiera estado de viaje. Están desayunando en el living. Eso quiere decir que Brenda se tuvo que haber movido. Cuestión que desmiente su posición en la misma banqueta con la mismísima vista en el celular.
Un poco vacila ante mi presencia. Hace un movimiento. “Me va a hablar”, pienso. “Ya encontró las palabras”. Pero no. Finge, porque me doy cuenta que finge, para que yo crea que levantó la cabeza por un acto reflejo.
Desarmo la canilla. Para llegar al vástago hay que sacar un tornillo, completamente oxidado. Veinte años en el mismo lugar. Logro girarlo un poco. Luego se atasca. Hago toda la fuerza posible. Nada. Lo mejor sería dejar todo así. Volver a foja cero. Lo ajusto en dirección contraria pero ya no se mueve. Tercer cajón a la izquierda. Manoteo el martillo. Sujeto el destornillador en la rosca y le doy. Dos veces, tres. Hasta que salta por el aire el tornillo oxidado, que suspendido en el aire parece no saber dónde caer, después de veinte años en el mismo hueco.
La consecuencia es estrepitosa. Por el hueco que cubría el tornillo, el agua brota inundando la mesada de a poco. Tapo con la mano que no cubre nada. Ya no es una gotera, son las cataratas del Niágara. Brenda, a mis espaldas, se debe estar relamiendo. Por dentro debe estar de fiesta. Ya está. Me resigno. Corto el agua y dejo todo así. A plena conciencia. Sin tornillo. Como si fuera la crónica de una resignación anunciada.
Me escapo hacia la piecita de arriba. El último refugio antes de la muerte. Atravieso como un fugitivo el lavadero que huele a mierda. El baño de los gatos que nadie limpia. Algunas moscas lo sobrevuelan. Una de considerable tamaño, verde, ampulosa. Me desafía volándome a pocos centímetros. La espanto de un manotazo. Llego a la escalera luego del campo minado. Un escalón tras otro es nuestro encuentro en la vida. Una charla que no sucede a tiempo. Dos, tres. Veinte charlas que no suceden a tiempo y son las cataratas del Niágara.
Me encierro. Prendo un cigarrillo. Miro hacia el horizonte por la ventanita. El silencio se abroquela entre mis pensamientos. Razono. Es triste el amor.
Porque aquello que comienza con felicidad, y a veces con dulzura, incluso con lujuria, termina acabándose. Se convierte en otra cosa. Uno se deja estar. Y si no se deja estar, es lo mismo. Lo bueno se convierte en malo.
Media hora. Junto algo de coraje. Para bajar y empezar la charla, ni sé por dónde. Para dejar de sentirme un cobarde. Para estropear lo que ya no tiene remedio. De fondo, escucho a los chicos jugando en el lavadero. El grito repetido de la palabra papá.
−Papá, papá, mirá lo que está pasando.
Ni bien aparezco por la escalera, Román se lanza para que lo ataje. Me dice que el lavadero está lleno de moscas.
−Papá, ¿me prestás la palita?
−La Matamoscas –le digo.
−Sí, sí, la palita.
Se la doy. Román tira palazos al aire, muy lejos de la mosca verde y otras.
−Mirá –pide.
Protesta porque dice que no logra matar a ninguna. Milena lo aconseja. Le dice que para matarlas tiene que esperar a que se posen.
Miro hacia la cocina. La Brenda de estatua en la silla de siempre. La inofensiva mujer de mis sueños. Su bombacha. Sus ojos claros que serían más claros si mirase el sol.
Yo soy como la mosca”, pienso, “en cuanto me pose me aplasta”.
−Papá, papá –vuelve a la carga Román–. Ayudame.
Pongo mi mano sobre la suya, entre los dos manejamos la palita de color naranja. No lo ayudo a cazar ninguna. Suelto mi mano. Me voy de la escena.
Prendo un cigarrillo en el comedor. Aparece Román festejando con la palita en la mano. −Papá, cacé la verde –grita de felicidad.
−Qué bueno.
−¿Te la muestro?
Volvemos al lavadero. Nos fijamos. No hay nada.
−¿Dónde está? –le pregunto.
−La cacé –me dice−, pero se fue volando.