Preparen, apunten, fuego
Revista Número 14
Por Demian Naón
Alejandro tenía una caja llena de soldaditos, tanques y cañones de plástico. Los fines de semana, H y él se sentaban bajo el árbol que tenía las raíces como muros de un castillo y se repartían los ejércitos. Los alemanes eran de color gris, los americanos eran verdes, los ingleses rojo ladrillo, los rusos naranja, los franceses azules, y los más difíciles de conseguir: los japoneses de color verde claro. Cuando H elegía a los alemanes, Alejandro le decía que eligiese otros, que los alemanes habían hecho cosas terribles y que encima habían perdido. H decía que la guerra a la que jugaban no era real y que no tenía nada que ver con lo que hicieron los alemanes de verdad. Antes de empezar a jugar discutían lo mismo, los alemanes sí o no, después hacían alianzas, intentaban hacer treguas, pero siempre se traicionaban, lanzaban piedritas o monedas un turno por vez, y las bombas no paraban de caer sobre el ejército contrario.
—¡Le di! —decía H tirado panza abajo, calculando al ras del suelo la trayectoria posible hacia donde apuntaba su tanque.
—¡Callate, no le diste!, no ves que los míos están cubiertos —respondía Alejandro tratando de calcular lo mismo que su amigo, pero desde su lado.
Los soldados, los tanques y los cañones quedaban esparcidos por la tierra, si alguno se rendía, el ganador negociaba el intercambio de prisioneros, y si no, juntaban todo, lo metían en la caja y se repartían los ejércitos una vez más.
La última vez que jugaron en el árbol de siempre, H metió la mano en la caja, revolvió un poco y sacó un puñado de soldaditos, después miró adentro.
—No los traje, jugá con otros —dijo Alejandro.
—A mí me gustan los alemanes —dijo H y guardó a los soldados en la caja.
—¿No sabés que alemanes son lo mismo que los nazis, y que quisieron exterminar a los judíos, no viste la película?
H levantó los hombros.
—¿Y qué?, los judíos mataron a Jesús y no creen en Dios, me lo dijo mi mamá.
—Nada que ver, el Dios de los judíos se llama Jehová.
—Mataron al hijo de Dios, ¿entendés?
—No se puede matar al hijo de un Dios H, aparte en esa época y me lo contó mi papá, los romanos mataban a miles como a Jesús, además, ¿cómo sabés que existió?
H no respondió, se quedó pensando un instante:
Alejandro dio vuelta la caja y cuando la levantó los soldados hicieron una montaña.
—Si no creés en algo es como si lo mataras, para vos no está, no existe —dijo H.
— ¿Tu mamá dice que los judíos no creen en Dios?
—Sí.
—Jesús era judío.
—Sí lo sé.
—Entonces él tampoco creía en Dios como dice tu mamá.
—Nada que ver.
Alejandro se mordió el labio inferior.
—¡Hambre tenés vos, yo no juego más!
—¡No juegues!
Alejandro metió a los soldados en la caja.
—No me importa llevátelos.
—Obvio son míos —dijo Alejandro.
—Para mí es fácil, mi mamá dice que está en la biblia —dijo H, se levantó y antes de darle la espalda a su amigo se persignó.
Por un tiempo estuvieron enojados y no se vieron. Después del colegio Alejandro pasaba por la cortada y buscaba a H con el pensamiento. A veces miraba Mazinger-Z con su hermano o se tiraba en la cama a leer ida y vuelta las únicas Condorito, o la revista que solo podía verse con unos antejos de cartón que tenían un plástico rojo en vez de vidrios. Otras veces jugaba sobre el acolchado de la cama de los padres con unos muñequitos de fútbol. Los jugadores y el arco eran los que se usaban para decorar las tortas de cumpleaños, Alejandro les cortaba la base de apoyo para que parecieran más reales. Como arquero usaba un soldadito norteamericano de la segunda guerra mundial, que estaba originalmente en posición cuerpo a tierra, le había cortado el arma que llevaba entre las manos y, poniéndolo de pie, le quedaba el espacio exacto para atajar en el ángulo del arco la pelota hecha de plastilina. Los partidos eran parecidos a un mete el gol entra: dos jugadores y un arquero, y las definiciones de las jugadas eran en el mismo arco. Alejandro hacía el ruido de las tribunas, relataba las jugadas y gritaba los goles. Su madre, le había pedido varias veces que dejara de gritar.
Un mediodía, la vecina recién mudada al departamento de arriba, tocó el timbre. Alejandro había llegado de la escuela y estaba concentrado en la definición de un partido. Su madre pasó por el pasillo secándose las manos en el delantal de cocina. Alejandro la escuchó saludar y dejó de jugar. La vecina se quejó por los gritos, y porque era imposible dormir la siesta, su madre se disculpó y le dijo que no se preocupara. Alejandro la escuchó cerrar la puerta, caminar por el pasillo, la vio entrar en la habitación, y sin mirarlo, metió el arco con los muñequitos de fútbol en una bolsa y salió diciendo que la tenía cansada.
Alejandro apaga la televisión, agarra la caja de soldaditos y sale a calle, da vuelta en la esquina de la cortada. El abuelo de H barre las hojas de los árboles con la pipa en la boca, cuando Alejandro está cerca, deja la escoba sobre la pared y le ofrece su mano.
—¿Qué dice soldado? —dice el viejo.
Alejandro siente el olor a tabaco, aprieta la mano con fuerza como le enseñó su padre, la siente áspera y llena de callos. H ve la escena desde la ventana, y cuando sale a la calle, Alejandro le muestra la caja de soldaditos.
—Al árbol —dice H.
—Los ruleros.
H señala los bolsillos de su pantalón. Caminan unos metros por la cortada y se sientan bajo el árbol. H golpea con el puño en el hombro de Alejandro.
—Mi abuelo me contó lo de los nazis, así que dame a los franceses, y a los americanos.
Alejandro sonríe, le palmea el hombro y revuelve adentro de la caja, reparte los soldaditos y se queda con los rusos.
—Faltan algunos —dice Alejandro, bate la caja, escucha el ruido en el fondo, y al darle vuelta unos soldados azules caen en la tierra.
Con cuidado ubican a los aliados sobre las raíces del árbol. Para la defensa enemiga usan cortezas de árbol como puentes, y cascotes como casas destruidas. Alejandro mira hacia atrás, a unos metros el abuelo de H prende fuego a las hojas, el humo sube hasta las copas de los árboles y el olor a quemado llega hasta donde ellos juegan.
Durante todo lo que queda de la tarde los dos amigos combaten contra el ejército alemán, el último ataque lo hace H con la aviación francesa, los aviones hechos con dos palos de madera en forma de cruz atados con lana arrojan piedras sobre las tropas alemanas. Con el ejército ruso Alejandro toma prisioneros. H camina unos metros y junta venenitos del suelo, pone globos en las puntas de los ruleros que agarró del baño de su casa y le da uno a su amigo. Alejandro, limpia el terreno, corre las piedras, y las maderas, acomoda de a uno a los soldados alemanes contra el tronco del árbol y con la última luz que cae sobre la cortada dicen al mismo tiempo:
—Preparen, apunten, ¡fuego!