Bath Spa railway station
Revista Número 17
Daniel Tevini
Al llegar a Bath se debe caminar unas cuadras, no muchas, hasta alcanzar lo que cualquier visitante podría considerar el centro. Nuestra motivación principal, conocer la casa de Jane Austen. Es verano, hay un clima agradable, la temperatura nunca sobrepasa los 26 o 27 grados centígrados. Es necesario precisar el sistema de medida en un país donde todos los usos difieren: un pie, una yarda, media onza. Eso sí, cada tanto llueve, una lluvia sosa, espontánea, muy inglesa, que no dura más de media hora. “Por eso Inglaterra siempre luce tan verde”, repetimos a esta altura como un chiste o un mantra. Apenas salimos de la estación, comienzan a rodearnos casas de estilo georgiano. Tempranamente el neoclasicismo se impuso al barroco por estos lares. Los ingleses no son muy dados al amaneramiento. Jane Austen hubiese estado de acuerdo conmigo. ¿Por eso los irritaría tanto la figura de Oscar Wilde? Un tipo que hizo de la ornamentación un arte y además, una forma de supervivencia. ¿Es que sobrevivimos de alguna otra manera, nosotros?, le digo serio a mi chico. Todavía no existen ni en el imaginario las futuras leyes de matrimonio igualitario. Viajamos como dos novios eternos, como si estuviésemos atrapados en una novela de Jane Austen. Pasamos junto a una estatua viviente, un par de músicos que improvisan, un tipo que hace pompas de jabón con un aro gigante: las burbujas doblan en tamaño a su auditorio. ¿No estaré poniéndome un poco sombrío para un ambiente que no lo amerita? Nos sometemos al mismo ritmo que el resto. Vamos directo hacia los baños romanos, esos lugares que confiados en su reconocimiento saben que todo turista sí o sí, los irá a visitar. Un patio de columnas de piedra rodea a una especie de piletón cubierto de agua con ese color verde que uno adjudica a los estanques. Una terraza con balaustradas sostiene estatuas de antiguos romanos, se replican en individuos vestidos de toga que rondan la pileta y amenizan la visita de los turistas con charlas, con representaciones. Nunca sabremos cuánto hay de actor y de guía en estos individuos. Abundan en casi todos los museos históricos británicos. Los hemos visto en Hampton Court, disfrazados de Enrique VIII o de Ana Bolena, y los veremos después en el museo de Jane Austen. Los ingleses siempre estuvieron demasiado atados a cierta concepción realista, quizá sea el precio que se deba pagar por un temperamento más bien mercantil. Pienso en Estados Unidos y en su arte carente de verdadera abstracción. Repito ideas que ya hemos discutido mucho con mi chico: el pop, una réplica de los objetos de consumo; Jackson Pollock, con su juego infantil. Él sostiene que no se puede tener definiciones tan tajantes. Estás pensando mucho, dice ahora. Tiene razón. Bajamos a un sector más subterráneo del museo, donde se exhiben objetos romanos, algún esqueleto en las vitrinas y hay otra cisterna como la exterior. Está casi a oscuras, apenas unos focos de luz chocan contra el agua y simulan un cielo de monedas hundidas que brillan. Parecen estrellas, digo. Sonreímos fascinados por ese cielo imposible. Las maravillas del ideario mercantil, pienso pero no lo digo. Salimos de nuevo a la calle. Estamos a unas pocas cuadras del Jane Austen Center, nos dirigimos hacia allí. Ya en la esquina, es fácil descubrir la ubicación del museo. Una réplica en tamaño natural que se supone de Jane Austen, indica la entrada. No hay ningún retrato de ella, más allá de un boceto bastante primitivo que hizo una de sus hermanas. Ingresamos. Subimos hasta un primer piso, entramos a un cuarto con láminas casi escolares: cuadros sinópticos que describen relaciones familiares entre personajes, paisajes ingleses, alguna imagen supuesta y edulcorada de Jane Austen. Nos recibe una Keitel, vestida de época. Mi chico y yo tuvimos una amiga que se llamaba Kety. Para unos era insulsa, desprolija, una joven vieja con un voluntarismo capaz de desquiciar a cualquiera. Para otros; aplicada, complaciente y aburrida, lo que la hacía igual de insoportable. Cada vez que nos cruzamos con un personaje así, nosotros le decimos Keitel en su homenaje. Nuestra Keitel nos hace sentar en ronda junto al resto de los visitantes y nos da toda una charla nerviosa, parece una clase escolar en la que imagino, acorde a su histrionismo, abundan datos biográficos, curiosidades históricas y citas de personajes. Nosotros nos divertimos, sin entender casi nada. En cierto momento, Keitel, que parece habernos descubierto, me lanza una pregunta. Contesto: Yes, yes, yes, como si supiera de lo que me habla. El resto de los concurrentes, ingleses en su mayoría, solapadamente ríen. Termina la charla, se aplaude en agradecimiento. Keitel va a recibir a una nueva camada de turistas. Pasamos a otras salas. Hay muy pocos objetos personales, nuevas láminas ilustrativas, y vestimenta de personajes exhibidas en maniquíes. Nos topamos con un sector con prendas que imitan a las de época para que el visitante se disfrace. Me coloco un chaquetón, un lazo ancho y una galera en la cabeza. Sonrío ante un espejo, me parezco más a un personaje de Dickens. Subimos hasta un segundo piso, que anuncia un Salón de Té. Nos sentamos en un rincón con una pared roja de fondo. Pedimos scones con dos cafés dobles, uno con leche. Los ingleses deben odiar esa afrenta a la tradición que cometemos algunos turistas, pero nunca lo comunican. Nos traen unos scones tibios, con una deliciosa mermelada de frutillas y la típica clotted cream que los acompaña. Veo los productos ofrecidos a la venta sobre el mostrador. No relajamos un poco. Mi chico revisa un mapa turístico buscando The circus, un conjunto de edificios georgianos en forma de círculo, que es el último punto de interés que deseamos visitar. Solo leí “Orgullo y Prejuicio”, pero yo sigo pensando en Jane Austen, si hasta la veo paseándose por el museo. Imagino que entra al salón, se sienta en nuestra mesa y charlamos.
La idea del orgullo, en nosotros, es distinta, le digo: tiene una carga negativa, pecaminosa, es parte de esas formas sutiles del sometimiento religioso. De qué podríamos estar orgullos los católicos, ¿de la castidad? No sé qué pensará usted, querido amigo, me contesta como si no hubiera escuchado, pero creo que el orgullo tiene otra significación en estas tierras. No olvide que la Iglesia Anglicana significa literalmente Iglesia Inglesa, ¿cómo no sentirnos orgullosos de una religión nacional? Sin embargo desconfío de ese orgullo asociado a nuestras costumbres sociales. Critico, en mi novela, su exceso de una manera quizá, sutilmente católica, eso irrita mucho por aquí, porque desnudo los motivos de orgullo de la aristocracia local. ¿Le sirvo un poco de té, Miss Austen? Ella asiente con la cabeza y le comento: sospecho que el hacer esa crítica con humor y centrada en un mundo más bien femenino, le evitó el escándalo. Ella no parece hacerse eco de mis palabras. Bebe un sorbo de té y continúa. Así que ya sabe, mi querido amigo de qué va mi libro, trata del orgullo y sobre el hacer juicios por adelantado. Me llama la atención su última expresión. A veces hay que desarticular las palabras para volver a entenderlas, dice ella, de eso se trata mi novela.
Thanks a lot, Miss Austen, digo en voz alta, sin notarlo, mientras la camarera me entrega la cuenta y sonríe, como si lo mío fuera un cumplido planeado de ex profeso. Me ruborizo. Antes de irnos, compro un frasco de mermelada de frutillas.