Héroes
Revista Número 17
Daniel Escolar
La cola era interminable. Empezaba en la puerta de la sala de conferencias y giraba por la feria doblándose y deformándose en los pasillos abarrotados, esquivando stands y cruzándose con otras colas (colas para entrar a otras salas, colas para la firma de libros, colas para comprar panchos y Coca-Cola) hasta desaparecer en el gentío como un río en el mar. En esa época la feria parecía desbordar el Centro de Exposiciones de Figueroa Alcorta. Si uno se paraba en el balcón del primer piso más cercano a la facultad de derecho, allí donde siempre había chicos pintando y dibujando, podía abarcar la feria completa y ver con claridad aquel fenómeno físico, casi milagroso, que sólo toda la literatura allí acumulada podía provocar: la feria ocupaba más espacio que el que la contenía. Después la feria se mudó a La Rural y se acabaron los milagros. Esa vez yo era el primero en la cola. Era la primera vez que era el primero en una cola y tenía una sensación combinada de superioridad y vergüenza (más vergüenza que superioridad); superioridad de mirar la cola interminable detrás de mí, toda esa gente peor ubicada que yo para entrar, y vergüenza de lo que eso significaba: haber estado frente al molinete de la entrada mucho antes de que abriera la feria, antes que todos los que tenía detrás. Me senté en la segunda fila (la primera estaba reservada para la gente importante) y vi cómo se llenaba la sala hasta que no hubo más lugar ni en los pasillos ni en el mismo escenario. El calor era asfixiante. El público que no había podido entrar en la sala se agolpaba en los pasillos de alrededor para estar lo más cerca posible de ese hombrecito pequeño de traje que entró esquivando gente, se sentó en la silla que había en el único espacio vacío sobre el escenario, y habló con vos monocorde e increíblemente aburrida durante no más de veinte minutos. Después vinieron las preguntas del público y de la gente importante de la primera fila, algunas eruditas e interesantísimas, otras más tontas y amorosas. Todas fueron contestadas con monosílabos y aburrimiento. El escritor más grande de Latinoamérica, tal vez uno de los más grandes de la literatura universal, el único hombre que alguna vez hizo hablar a los muertos, ese que estaba ahí sentado en la sillita, era un plomo. La siguiente vez que estuve el primer día entre los primeros de una fila, fue frente a la boletería del Luna Park para sacar entradas para ir a escuchar a Miles Davis que por fin venía a Buenos Aires. La cola detrás de mí daba toda la vuelta a la manzana. Fueron varias horas parado esperando que abrieran la boletería y un buen rato más hasta que pude comprar la entrada. Me sorprendió encontrar tanta gente que parecía conocer a Miles tan bien como yo; ahí mismo descubrí que el fanatismo era una experiencia absolutamente íntima que uno compartía con millones de personas más. Aun así, debo reconocer que durante los siguientes treinta años seguí interactuando con mis héroes como si fueran solo míos. El hombrecito del traje y yo, Miles y yo, Glenn Gould y yo. Glenn y yo nos conocimos durante mi adolescencia cuando escuché por primera vez el disco de su primera versión de las Variaciones Goldberg, un disco del sello Columbia que había encontrado por casualidad en una disquería de la calle San Martín al fondo de la batea dedicada a Bach. Nadie conoció a Glenn como lo conocí yo: ese Bach rebotaba en mi cuerpo como puro rock and roll; el sonido limpio, eléctrico, dulcísimo; el ritmo indescifrable. Nadie más que yo lo conocía, nadie sabía por qué yo usaba la banqueta del piano tan baja y cantaba al tocar. Su muerte inesperada fue la primera noticia que tuve de lo irreversible que es morir, de todo lo que se pierde cuando alguien muere. Pero un día llegó YouTube y de pronto había miles y miles de sitios dedicados a él, millones de personas en el mundo lo llevaban metido en el corazón como lo había llevado yo durante todos esos años; muchos lo imitaban y seguramente, si él hubiera podido sacar un nuevo disco (Glenn Gould no daba conciertos) habrían hecho una cola interminable para conseguirlo el primer día y escucharlo o simplemente para sentirse más cerca de él. Miles Davis no vino nunca al Luna Park. Murió unos pocos meses después de aquel día. Desde entonces nunca volví a hacer una cola para sacar una entrada. No sé si fue que al final aprendí algo sobre mi fanatismo o simplemente me fui quedando de a poco sin héroes a los que ver o escuchar (aparecieron algunos nuevos pero no era lo mismo, tal vez porque no nos habíamos conocido suficientemente a tiempo). Voy a la biblioteca, busco Pedro Páramo y se lo doy a mi hijo Fran (mis hijos siempre me preguntan qué leer, uno de esos privilegios que tengo y que no sé cuánto más durarán); le digo que es el mejor libro que leí jamás (ellos dicen que digo lo mismo de cada cosa que les recomiendo) y mientras lo digo, me acuerdo de aquel día en la Feria del Libro, del calor, del gentío y del hombrecito de traje que contestaba con monosílabos aburridos, y sé que si el tiempo no fuera como es y existiera la oportunidad de ir a verlo otra vez, volvería a hacer la cola frente al molinete de la entrada de la Feria del Libro para conseguir esa segunda fila, ese privilegio, esa fantástica decepción.