Los paseos
Revista Número 17
Jimena Ruth
Anoche soñé que me moría. No era una muerte dramática, en un sentido violento o desagradable, era como una disolución. Me volvía de a poco impalpable y traslúcida, y eso a los nenes les hacía gracia. Cuando se lo conté esta mañana a mi marido me dijo que no lo puedo dejar solo con todo esto. Esto significa los chicos, los arreglos de la casa, la perra, las cuotas, las plantas, el desayuno que estábamos preparando y que todos íbamos a dejar por la mitad. Lo dijo sin levantar la vista de su celular, mientras deslizaba el pulgar rítmicamente por la pantalla. Una caricia involuntaria sobre una superficie indiferente, como las que le hago cuando me caliento los pies en la cama frotándolos contra los suyos. Lo que no le dije es que en mis sueños, el que se muere seguido es él.
Desde que me desperté supe que iba a salir a pasear aunque no lo hubiera planeado. Las últimas semanas estuve ocupada con la refacción de la cocina. Dediqué horas a pedir presupuestos y a buscar los cerámicos que lograran un efecto de continuidad con los que elegimos hace ocho años. Con todo lo que elegimos hace ocho años.
Los paseos son paseos. Salidas que me organizo mientras los chicos están en la escuela. Que sean secretos no tiene nada que ver con los lugares que visito o con las cosas que hago. Lo son porque durante esas horas imagino que tengo una vida diferente, soy alguien que empieza el día de una manera y no sabe cómo va a terminar.
El primero fue hace casi dos años cuando mi hijo menor pasó a primaria y los dos empezaron a salir juntos a las cuatro y media de la tarde. Estaba yendo a cambiar unos regalos que le hicieron al mayor para su cumpleaños y pasé por la puerta de mi antigua facultad. No sé por qué metí el auto en el primer estacionamiento que encontré. Mientras recorría los pasillos empecé a pensar que un tipo de seguridad me iba a tocar el hombro y a decirme: “¿Señora, la puedo ayudar en algo?” Si hubiera tenido a mis hijos a la edad que me tuvo mi madre, hubieran podido ser cualquiera de los que hacían fila esperando el ascensor.
Cuando volví al auto no fui a cambiar los regalos ni a buscar el repuesto para la bomba de agua. Me fui al Hilton, a Puerto Madero, y pedí en la recepción un turno para hacerme belleza de pies y manos. Una amiga se había alojado ahí para festejar su aniversario y me había contado que el spa es una maravilla. Dijo: “Salís nueva”. Pero resulta que tenés que estar alojada para acceder a la peluquería y al centro de belleza. Entonces lo que pudo ser un hecho aislado, un arranque de ese día, algo espontáneo, se convirtió en una cita para la semana siguiente. Trece mil setecientos ochenta pesos en seis cuotas por una habitación estándar a la que también le agregué un early check in para aprovechar la mañana y un servicio de masajes.
Al Hilton le siguieron otros hoteles. Como no podía gastar esa plata todos los meses empecé a visitar lugares más sencillos y descubrí que ésos eran los que más me gustaban. Están diseminados por toda la ciudad, hay alojamientos muy buenos y mucho más accesibles en barrios como Coghlan o Parque Chacabuco. El Hotel Núñez Suites, por ejemplo, tiene un jardín hermoso para desayunar o para sentarte a leer abajo de una glicina. Las habitaciones del frente del Hotel de la Rue en Agronomía tienen balcones franceses que dan a un palo borracho que cuando lo visité estaba florecido. En El Duque la dueña preparó escalopes y almorcé con ella, su nieta y un matrimonio de Mendoza que estaba alojado desde hacía más de un mes porque la hija, que vivía en la misma cuadra, había tenido un bebé.
Desde la habitación de un hotel puedo imaginar que estoy en cualquier otro lado, que todavía puedo hacer miles de cosas. Por eso no se lo dije a Fabián la primera vez ni ninguna de las que vinieron después, quería que fuera solo para mí. Y tampoco sabría cómo explicárselo sin lastimarlo.
Con el tiempo me animé a ir un poco más lejos. En una nota, de la que saqué varias ideas, lo llamaban “miniturismo”, escaparse a menos de doscientos kilómetros de Buenos Aires. Algunas veces elijo un destino y busco un lugar para almorzar o para hacer algunas compras. Así apareció en casa la silla matera con asiento de cuero que compré en Capilla del Señor, el espejo del recibidor que traje de una casa de antigüedades de Uribelarrea y los botellones de vidrio de San Miguel del Monte. El canasto de mimbre lo encontré sobre la ruta en la entrada a Carlos Keen. Fabián me lo agradeció porque ahí junta ramitas y piñas para los asados.
Una noche, cuando él estaba de viaje, le pedí a mi hermana que retirara a los chicos del colegio y me quedé a dormir en un hotel. La semana anterior había sido mi cumpleaños y quería ver cómo me sentía, si era capaz de hacerlo. Pasé toda la tarde en la habitación y a la noche bajé a cenar. Imaginaba que iba a sentarme en la barra como hacen en las películas, que se acercaría el barman y me deslizaría un trago, invitación del caballero sentado en la otra punta. Pero en el hotel no había barman y sobre la barra lo único que se destacaba era una bandeja de medialunas de manteca cubiertas por una tapa transparente.
También una vez armé la valija. Agarré el carrito que usa Fabián para sus viajes y lo dejé abierto sobre la cama. Alrededor fui acomodando mi ropa en pilas como cuando nos vamos de vacaciones: prendas de manga corta, pantalones, suéters, algún short, algún vestido, medias, bombacha, pijama. Un barrio de casas bajas con un gran cráter rectangular en el medio que parecía tragarse todo.
Son pocas las veces que salgo a pasear sin haberlo organizado pero hubo épocas en las que lo hice más de una vez por semana. Hace un tiempo dejé los hoteles y los galpones de antigüedades. Me alcanza con subirme al auto y manejar. Dejo a los chicos en la escuela, subo a la autopista y me alejo. Por el espejo retrovisor veo las luces que están sobre las cabinas de peaje y veo cómo se van achicando los autos que esperan para cruzar del otro lado, los que van hacia Capital. Las barreras funcionan como portales, cuando las cruzo ingreso en otra dimensión. Hay veces que vuelvo al colegio sin haberme bajado del auto.
Hace unos días, cuando Fabián llegó de trabajar, le metí la punta de la lengua en la boca y él saltó como si algo lo hubiera picado. Después me sonrió, un poco confuso pero entusiasmado, y abrió la heladera para sacar la jarra de jugo. La noche siguiente se acercó sin que lo viera y cuando me metió la mano por abajo de la remera, se la hice sacar de un codazo. Nuestros cuerpos se convirtieron en una rosca que gira en falso, y le damos vueltas sin saber si afloja o aprieta.
Ahora estoy sentada en la mesa de la cocina esperando que vuelvan de comprar helado. A los chicos les gusta ir con él porque los deja que pidan para probar todas las veces que quieran.
La silla de Fabián tiene el tapizado descosido. De lejos no se ve pero si lo sigue tironeando se va a terminar de abrir y se va a notar a simple vista. Lo descubrí un domingo, escuché un rasguño suave durante la cena y cuando me agaché, me encontré con sus dedos enroscando el hilo de la costura.
Cuando pienso en todas las cosas que me gustaría hacer, pienso si las voy a poder hacer cuando los chicos sean grandes. Nunca está Fabián en esas cosas, no le interesarían. Tal vez por eso lo sueño muerto. Esos días no salgo a pasear, paso todo el día nerviosa, doy vueltas por la casa esperando a que se haga de noche y que nos encontremos de nuevo, que estemos otra vez los cuatro juntos.