La carne blanca de la nuez
Londres era la última miga de pan que marcaba el camino de vuelta a Buenos Aires. Un año atrás había estado en esa misma casa cuidando a los niños. Un año atrás había decidido seguir viajando, no volver a la Argentina, no volver a mi carrera de Letras, no volver a mi novio, a mi familia, a las peleas feroces con mi madre, a mis amigas del colegio de monjas, a mis amigos fugaces de la facultad con su militancia susurrada por los pasillos, a mi culpa, a mis días de niña buena, religiosa, estudiosa. Un año atrás había cambiado mi valija por una mochila y había partido sin planes ni rumbo fijo.
Volver era claudicar. Me había asomado a otra manera de estar en el mundo, pero no había logrado ser totalmente otra y con cada miga de pan que recogía y guardaba en la mochila, me sentía más cerca de la que había sido, pero a la vez ajena a ella, como si me estuviera obligando a meterme en un traje que ya no era el mío.
Descubrí el club de jazz a cinco cuadras de la casa. Era otra vez invierno en Londres. A las cuatro de la tarde se iba la luz. A las siete empezaba a tocar una banda de viejos aficionados. No sé si sonaban muy bien, pero la que estaba claudicando se reencontraba con la que había sido al inicio del viaje. El club de jazz en ese primer piso era el futuro que había soñado y el pasado que dejaba atrás. Claro que yo no sabía todo eso entonces. Caminaba las cinco cuadras heladas con las manos en los bolsillos, la cara hundida en la bufanda, subía las escaleras y me metía entre los cuerpos calientes para desaparecer de mí misma. Empujaba hasta la barra, tomaba destornilladores hasta que se me acababan los billetes. Se me acababan bastante rápido.
El hombre estaba parado a mi lado y movía la cabeza a ritmo, todos movíamos la cabeza, como si fuéramos las serpientes de la Medusa. Era un hombre mucho más grande, tal vez veinte años más grande, pelado, bajo. Vio que me quedaba sin trago y me preguntó si no iba a tomar otro.
—No tengo más plata— le dije. Era, para mí, una respuesta simple, sin segundas intenciones.
—¿Qué estás tomando? — dijo, se abrió camino hasta la barra, volvió con un destornillador para mí y otro trago para él. Podría inventar qué trago era, pero no lo recuerdo. Da lo mismo.
En alguna parte de mí sabía que aceptar un trago me ligaba a él, pero siempre elegí el candor. ¿O era el candor una máscara para elegir el peligro? Seguimos uno junto a otro. Éramos de alguna manera cómplices, ahora. Cuando a las once de la noche, anunciaron el cierre del club, me invitó a caminar hasta otro lugar que no cerraba tan temprano. Acepté. No tenía ganas de volver a casa. No tenía ganas de volver a ninguna parte.
Cuando llamó un taxi, tuve mi primera duda.
—¿No era que íbamos caminando?— dije, creo que debo haber dicho eso.
—Es acá nomás.
Y yo me subí al taxi con él en una ciudad que no conocía bien y sin plata en el bolsillo.
Llegamos al otro club. Había mesas en este, gente sentada, música, no había ninguna banda. Acepté otro trago. Imagino, aunque no estoy segura, que seguí contándole cosas de mi viaje. Cuando estoy con alguien que no conozco hablo mucho, como si quisiera volverme simple y fácil. Imagino que el otro me teme tanto como yo a él y quiero tranquilizarlo. No sabía eso entonces. Pero como ahora lo sé, puedo decir que le hablé mucho. Le hablé como una niña, una niña de caperuza roja.
Se llamaba Michael y era camionero. Caperucita alta y bella le debe haber seguido hablando hasta que el lobo se cansó.
—Me gustaría sentir mi pene bien adentro de tu vagina— dijo.
—A mí no— dije.
Ah, mi bella indiferencia.
—¿Por qué me aceptaste los tragos?
—¿Qué tiene que ver aceptar unos tragos con querer tener sexo? — dije. Con esa respuesta no tenía veintiún años, tenía cuarenta, podía hacer entrar en razones a cualquiera, hasta podía liderar movimientos,
—Vamos, te llevo a tu casa— dijo Michael.
Caperucita salió a los saltitos detrás de él.
Me empujó dentro de la bajada de un garage. Me inmovilizó contra la pared. Me tiró el cuerpo encima. Apretó su erección contra el hueso de mi pelvis. Trató de meterme la lengua en la boca.
—No— dije.
Los golpes no me dolieron. Tampoco me vi de afuera. Solo sé que no estaba en mi cuerpo porque no puedo recordar un solo sonido, como si la noche se los hubiera tragado. Mi cuerpo, sin embargo, contó los golpes. Fueron cuatro. En la boca. Aunque no me dolieran, mi cuerpo sabía que eran en la boca.
Un grito de hombre me devolvió los sonidos. No sé qué dijo. Michael me soltó y se fue corriendo. Gritó mientras cruzaba la calle.
—Stupid cunt.
El hombre era un chico joven, de mi edad, creo, alto. Se acercó despacio, hablándome como a un animal asustado.
—No tengas miedo— dijo —. Estás lastimada.
Me llevé la mano a la boca. Se manchó con sangre. La sangre con su gusto a tierra y a óxido. Mis ojos eran lo único que me quedaba. No tenía cuerpo, ni brazos, ni piernas, ni pies. No era nadie. No era hija de nadie ni hermana de nadie. No tenía pasado. No estaba volviendo a casa. Estaba totalmente sola y del otro lado de mi soledad este chico inglés me ofrecía subir a lo de su hermana a lavarme la cara para no volver a mi casa así y me decía que escuchara la voz de ella en el interno, que no tuviera miedo.
Me lavé la cara en un lavatorio blanco. La boca seguía sangrando y empezaba a doler. Me debo haber mirado al espejo, pero no lo recuerdo. Bajamos, él llamó un taxi, le dio mi dirección, me dio plata para pagarlo. Volví a la casa, subí las escaleras hasta mi cuarto, dormí.
Al día siguiente la dueña de casa me pidió que no bajara a tomar el desayuno para que sus hijos no me vieran así.
— ¿Nadie te dijo que no se le aceptan tragos a desconocidos? — dijo.También dijo que nunca, por ningún motivo, le contara lo que me había pasado a mi padre. —Le romperías el corazón.
Era sábado. La familia salió por el día. Yo fui a una estación de subte y me metí en una cabina de fotos. Durante años tuve esas fotos en un sobrecito de plástico verde de mi carnet de estudiante. Debe estar en alguna caja si es que no se perdió en una de mis mudanzas. Tengo la boca hinchada, sangre seca en la comisura izquierda, los ojos brillantes, la piel muy blanca, húmeda porque esa mañana llovía, una campera azul claro con los hombros mojados y una bufanda de colores, con hilos brillantes, bastante fea.
A lo largo de los años, cuando me encontré la foto, me quedaba mirándola. Esperaba que me dijera algo más. Algo sobre el hombre, no sobre mí. Si se pudiera romper la cáscara y encontrar la carne blanca de la nuez.