Escribe Marcelo Caruso

Aria para un destello

La mujer entornó la puerta y encendió la luz. Del otro lado, la voz de su nuera daba indicaciones a la muchacha y le preguntaba a la mujer, en tono deliberadamente alto, qué pretendía metiéndose en el cuarto viejo cuando faltaban minutos para que Alfredo viniera a buscarla. La mujer respiró aire mohoso de la habitación; reconoció, detrás del polvo, la gran luna del espejo. Faltaba el juego de dormitorio, pero ahí seguían sus cuadros, la doble cortina de terciopelo y voile, el pequeño secretaire de siempre.

—El vestido azul no se lo pongo, mamá —dijo la nuera desde el pasillo—. En todo caso se los lleva después.

La mujer no contestó. Caminó hasta la pared de los estantes, acarició una campesina de porcelana y abrió un cajón del secretaire.

—Bien podría elegirse usted la ropa interior, ¿no? —dijo la nuera.

La mujer sacó una vieja carpeta con discos de pasta y fue a sentarse en una silla de paño descolorido. «Elegirme la ropa, para qué», pensó. Con cada movimiento de su mano aparecían un angelito sobre un gran disco en fondo rojo, o un perrito con las orejas alertas al lado de una victrola y numerosas manchas que alguna vez habían indicado con precisión erudita las partes de las obras grabadas. En uno de los sobres la mujer descubrió una fotografía. La extrajo junto con el disco y se la acercó a los ojos.  Opaco, agrisado por el tiempo, Beniamino Gigli, miraba a lo lejos, el pecho robusto de tenor contrastando con la dulzura de los ojos. Había algo ilegible, una dedicatoria manuscrita en una esquina. La mujer intentó descifrarla: la distrajo el ruido de un automóvil estacionando frente a la casa; después, el afán de entender lo que decía su nuera. Alfredo y ella estaban discutiendo. Siempre discutían. Pero el tiempo había hecho que Alfredo terminara eligiendo el silencio, que era una forma de derrota, y una semana antes la mujer y su hijo habían salido en el auto, con el pretexto de un paseo. Durante el viaje, curiosamente, la mujer había tarareado la melodía del disco que tenía en la mano. Mientras descubría un viejo aparato y colocaba la placa, reanudó el trayecto por las calles grises, ausentes de arboledas, la inutilidad de un semáforo en una cortada, el paredón de un colegio de monjas. Cuando accionaba el arranque del tocadiscos una imagen se alzó por encima de las otras y terminó desplazándolas. Era ella con sus veinte años, en un teatro del centro, trepada al escenario sobre el que Beniamino Gigli cantaba E lucevan le stelle con los ojos asustados: una multitud de fanáticos, entre ellos la mujer, habían irrumpido descontroladamente desde la platea y escuchaban a dos metros de él.
A los veinte años la mujer había temblado. Con los ojos fijos en el escenario, la vida le había parecido incomprensible sin esa aria de Tosca  y esa voz debajo de las luces. Ahora, en cambio, sólo recordaba los ojos brillosos del tenor y la boca crispada, vibrando en las notas sostenidas. Mientras la púa chirriaba al comienzo del disco, la mujer se levantó despacio, fue hasta una pared, miró un cuadro pequeño, de papel de cuaderno, con un dibujo en lápiz coloreado y una inscripción deforme; soportó un bombardeo de carteras escolares, miedos, doctores, risas, y bruscamente la visión incomprensible de un parque pulcro, con bancos y con cedros y jacarandás y trescientos viejos silenciosos, sentados a la sombra, resignados a una espera estéril, a la lentitud y la monotonía. Luego escuchó los primeros versos, la atmósfera tensa por debajo de los ruidos de la púa, algo que ya no alcanzaba a distinguir si era una flauta o un clarinete, pero que trataba inútilmente de surgir, se alzaba y volvía a derrumbarse en una agonía de tonos subterráneos. Entrando de perfil, como rasgando la cortina opaca de la música, la voz ascendía suavemente, diferenciándose apenas al principio, yéndose luego con la orquesta, trepando explosivamente encima de ella para caer de nuevo en algo parecido a un espasmo, a una convulsión.

A los veinte años la mujer había imaginado su propio destino con la grandilocuencia de una ópera, como una heroína debatiéndose entre tiranos, intrigas palaciegas y amores imposibles. Sin embargo su vida se le había consumido en un abrir y cerrar de ojos; había sido un destello, algo tan fugaz como el brillo de un metal precioso debajo de una luz repentina. Ahora sólo le quedaba el gesto mínimo de seguir con mucha torpeza el compás de la música, buscando, entre colgajos de recuerdos, un sentido para su infancia, para el hombre que le había hecho arder la sangre, para la mirada luminosa de Alfredo desde una cuna.

Decían que su nuera tenía miedo. Que la última vez había sido peor. Peor que desorientarse, que olvidarse de todo, que no reconocer a los nietos.

La voz de Alfredo creció en el pasillo. Hubo algo así como un susurro brusco, pasos, y la muchacha preguntando si llevaba los bolsos hasta la cochera. La mujer alzó la mano cuando sollozaba el tenor, la dejó temblando en los lamentos, la crispó cuando llegaba a la cúspide. Era el instante terrible del drama. Con la vida reducida a un segundo, el protagonista se despedía de todo. La mujer vio otra vez el amplio parque, los viejos en los bancos, y la cara de Alfredo asomada a través de la puerta, cuando Gigli sollozaba L’ora è fuggita, a punto de derrumbarse hasta el final.

—Ya está todo listo, mamá.

La mujer se puso de pie, con miedo. Apagó el aparato, encarpetó el disco y la fotografía de Gigli. Pero repentinamente irguió el cuerpo como a los veinte años, y sus movimientos casi olvidaron la debilidad y la decrepitud. Se sentía radiante. Finalmente le habían permitido ir al teatro y su novio la estaba esperando en el comedor con las entradas en la mano. «Oír a Gigli», pensaba. «Ver a Gigli».

—Yo también estoy lista —dijo y, con un movimiento rápido, casi infantil, rozó la perilla y apagó la luz.

Ilustración por: Pablo Bolaños