Escribe Esther Cross

Hermanos en la lucha

Cuando el padre llegaba a casa, ponía fin a las peleas de los hermanos. Sólo ese gigante podía apartarlos. Los agarraba del brazo o el cuello, uno de cada lado, y al fin podías saber cuál era cuál. Los hermanitos pedaleaban en falso, como renacuajos indefensos. Tiraban trompadas a la nada por inercia. El mayor era petiso y corpulento. El más chico era fibroso y flaco. El padre no los separaba en pos de la armonía familiar. Llegaba a casa borracho y quería dormir. Después les daba una paliza y se metía en su cuarto mientras decía que los hermanos no tienen que pelear. Los chicos se quedaban viendo televisión. La luz azul y blanca les daba sueño. Veían películas de vaqueros y programas de lucha libre. Eran fans de Billy Roña Santos y del Solitario y sus lances suicidas.

Siempre se peleaban. Cualquier excusa les venía bien. Así los recordamos: unidos en la lucha, dos en uno, pegados por pegarse. Después llegaba el padre. Una vez el hermano mayor apareció en la escuela con un diente roto. Dijo que había chocado con un árbol pero nos dimos cuenta de que había sido un árbol de cinco dedos. Otra vez, el hermano más chico faltó dos días y nadie se animó a preguntarle qué le había pasado cuando volvió, rengo, a clase. “Yo no me atrevo a preguntarle”, decíamos todos al ver cómo nos miraba, desafiante, su hermano mayor.

El padre murió una noche de borrachera, cuando salió distraído de la cantina y lo atropelló un coche. Tiempo después, los hijos levantaron un altarcito en el lugar, con una cinta roja y una botella que alguien vaciaba religiosamente todas las noches y ellos volvían a llenar. El mayor tenía dieciocho años. Había quedado petiso pero era fuerte como un toro. El más chico tenía diecisiete, y compensaba en agilidad lo que le faltaba en fuerza.

Desde entonces se ganan la vida haciendo lo que mejor saben hacer: pelean. Son genios del llaveo y la lucha aérea. Entrenan en un gimnasio de Bragado. Como son los mejores, cada temporada terminan luchando entre sí cuando llegan las finales. Son un número fijo. Y ya no hay nadie que pueda separarlos.

Ec