Verano
Todo chilla a un tiempo y el estrépito es el aplauso de las cosas.
Elias Canetti
La emoción esconde una moral, algo efímero, apenas ruidoso, pero presente, muy presente. Algunos prefieren esconderla. Ella –emocional en un 100%− tiene 20 años. En realidad, le faltan cinco días para cumplir los 21. Su intención no es desentrañar lo que ve. Desconfía de los análisis apurados, prefiere librarse de lo que no sea inmediato. Los hechos, intuye, cuentan con una fuerza autónoma –como si pudieran autogenerarse− y esa energía se articula en su voluntad, la usa de pasaporte. En otras palabras, hace lo que se le da la gana y esa conducta, de por sí, la robustece, la vuelve invencible.
Ahora, camina por la vereda par de la calle Peña. Lleva puesto un jean y calza unas Converse negras. La acompaña una amiga un poco más alta que ella. Le saca casi tres centímetros y tiene el pelo largo y ondulado; pero hay algo que las vuelve idénticas. Quizás sea el clima de época o la forma de andar. Las dos tienen el mismo aire despreocupado. Se cuentan cosas. Ríen a carcajadas, como si nada las pudiera afectar; en realidad, esas carcajadas son un conjuro frente a algo que ni siquiera nombran.
Ella, la rubia, la que tiene los ojos claros, atraviesa, límpida, la atmósfera de Buenos Aires. Cruza Uriburu y da un saltito –dura apenas un segundo− para sortear el agua cristalina, insólitamente cristalina −parecida en velocidad y transparencia a la de los ríos de montaña− que corre entre el cordón y la vereda. Cuando la zapatilla –la del pie derecho, porque la otra está todavía en el aire− se apoya en una baldosa, cierra los ojos en un pestañeo fugaz y arruga la nariz por efecto de una súbita picazón. Es la que va a negociar, la que tiene la responsabilidad de cerrar el trato. Se acomoda el pelo, que se le abre sobre los hombros y se despliega en la espalda. Hasta en sus movimientos más insignificantes –sus secretos visajes musculares− se la nota decidida. Siente sobre los párpados y en una zona de la frente –en torno a un lunar que parece un adorno− una especie de fiebre. Sabe que se trata del estrés que le provoca la situación. Es joven, pero no está en tránsito hacia ningún estado, y este detalle, más que cualquier otro, la vuelve adulta. Se limita al presente y echa el cerrojo. La rubia no tiene espesor ni pasado, es evanescente –su levedad salta al primer vistazo− como una lámina de níquel; implica –sin que su biología se entere− el grado máximo de pureza, lo inasible.
En este momento, faltan veinte minutos para las doce de la noche y ella es tan humana que marea. Una brisa repentina –casi un viento− alivia por un par de segundos la escena. El calor es insoportable. Se desató hace una semana. Es la segunda quincena de diciembre.
Llegan a un edificio que está en mitad de la cuadra. Los adornos son los de siempre: plantas de hojas anchas y seis focos dicroicos. Antes de tocar el timbre, las dos chicas encienden cigarrillos –como si tuvieran todo el tiempo del mundo−, charlan, mueven las manos en el aire. La conversación deriva de una cosa a otra y terminan en un recuerdo común: Suck, un bar de yuppies en pleno downtown de San Francisco. La que no es la rubia dice que ahí conoció a un tipo con el que tuvo sexo en una terraza. Me lastimó la espalda, aclara. Cuenta que el tipo era el único en el lugar que llevaba traje. Tenía 38 años y era directivo de Shell. Después cuenta –paso a paso− el divorcio de sus padres y da la cantidad exacta de kilómetros que separan al uno del otro. Con ese dato, un poco repentinamente, termina el diálogo.
La otra, la rubia, se queda callada; casi sin darse cuenta, mete el pulgar en la presilla del pantalón y conecta la historia de su amiga con el argumento de una película que vio hace poco. Pasan doce segundos y se decide.
Toca el timbre: 1° C.
Atiende un tipo de voz grave. No gruesa, grave, como si estuviera ocupado resolviendo el teorema de Bolzano, por ejemplo. Somos las amigas de Nico, dice la rubia. El otro dice que no escucha. Las amigas de Nico, repite la rubia, esta vez casi gritando. Suena la chicharra de la puerta y las chicas entran. El hall tiene tanto de paraíso como de infierno. Hay olor a humedad y a comida recalentada.
En el 1° C tardan en abrir la puerta. La rubia pierde la paciencia a pesar de que es la cuarta vez que va a ese lugar y de que siempre pasa lo mismo. Se muerde una uña. Como si fuera una nena, tiene la plata en la mano. Dobló los billetes, los mantiene apretados en el puño. Las atiende un cíclope, el gordo de siempre: los ojos clavados en el entrecejo. La diferencia entre el tipo y las chicas no es mera cuestión física. El cíclope les franquea el paso y les pide que esperen. Señala el piso como diciendo: No se muevan de acá. Pero su aversión no es sincera, está encarnando un rol, es claro. Les pregunta: ¿Van a bailar hoy? La rubia dice que sí con la cabeza; la otra está parada dos pasos atrás. Entra en escena un panzón con slip rojo. Transpira y tiene el pelo pegado a la cabeza. Un papel de diez, dice la rubia. El tipo ensaya un gesto. Desaparece por un pasillo y en tres segundos está de vuelta. En su brevísima ausencia, la rubia vio un colchón parado contra la pared y tres mandarinas sobre una mesa.
El tipo del slip tiene un papel glasé dorado en la mano. El intercambio plata/papel glasé es un acontecimiento más –algo incomprobable− en la confusión del verano. Todos están fastidiados, pero la rubia más que nadie. Está ansiosa por seguir con su vida; más precisamente, por dar curso a la noche, al devenir de la noche. Se le cruza por la cabeza una imagen, un caballo corriendo por una llanura, y de inmediato la olvida. La humedad de sus axilas impregna la musculosa de algodón. La tela despide un olor dulce.
La rubia levanta la vista. Hace un paneo. A un costado, está el tipo del slip rojo; dos pasos detrás de ella –la siente, pero no la ve−, su amiga y, frente a sus ojos, el gordo como una pared humana. Nadie se mueve. De pronto el gordo dice: Están viniendo seguido. Ella, la rubia, la que de verdad importa, mueve la cabeza. Están viniendo seguido, repite el gordo. Y con esas palabras, torpes y enigmáticas, encrespadas, el gordo, ese hombre que supera los 160 kilos, sin darse cuenta, inaugura algo –una estridencia, un vitalismo, un afeite– que tiembla un instante en el aire –fragilísimo cairel− y enseguida se dispara hacia adelante, como un rayo, como una exhalación, adoptando la forma caprichosa de una espiral.