El Sueño Imposible
Tanto me gustaban las interpretaciones que hacía de mis sueños que ansiaba dormir, no por la necesidad de descansar, sino para que los sueños brotaran en la noche opaca de mi cuarto y treparan como madreselvas inundándolo todo. No me preocupaba por entender (ni mucho menos resolver) algún problema de la vida de acuerdo a esas interpretaciones que surgían de mis sueños. El goce que me producían sus frases-maravilla era tal que no me importaba nada más.
Todo lo que estaba fuera de ese marco, de esas noches, de aquel consultorio parecía no tener ninguna armonía con ese destello alucinante; la vida era complicada, cruel, alguna vez feliz; yo misma, una inadaptada. Sin embargo, mis sueños, en su alquimia de palabras, superaban cualquier historia que Schahrasad pudiera haberle contado a su sultán porque el Gran Efrit que escuchaba mis sueños los hacía crecer, saltar fronteras, alcanzar cúspides inimaginables. Mi inconsciente era tan rico, tan sagaz, tan sutil, tan erudito, tan emocionante que me sorprendía que fuera mío, ya que en la vida no pegaba una.
Yo me decía «demasiado bueno para ser verdad» y, sin querer, me exigía noche a noche sueños que no lo defraudaran. A veces llegaba al consultorio con temor de que el sueño que le llevaba, poblado de restos diurnos banales, no alcanzará el nivel de originalidad que el Gran Efrit se merecía. Pero no, sus posibilidades de controvertir y elevar mis sueños hasta cualquier cima eran infinitas.
Una noche soñé que estaba en el diván contando el sueño que estaba soñando, en el que yo contaba un sueño que había soñado que contaba el sueño que estaba soñando para que el analista interpretara.
Me desperté angustiada, di vueltas por ahí, impaciente, hasta la hora de la sesión. Llegué puntualmente. Me recosté sobre el diván. Estaba incómoda. No sabía si contar el sueño en el que contaba que soñaba que contaba el sueño que había soñado para que el analista interpretara, ese sueño dentro de otro sueño dentro de otro sueño, o ponerme a soñar que ya no soñaba sobre el diván en el que contaba sueños para que mi analista interpretara. El vértigo me hizo presa y el Gran Efrit y yo nos sumimos en un compacto silencio que nunca pudo quebrarse.