Escribe Pablo Colacrai

Los Silencios (Fragmento)

Del libro “Ese mundo ya no es nuestro” (Modesto Rimba, 2022)

Rodolfo Walsh confesó que una vez se enfrentó a un cuento que no se dejaba escribir. A mí me pasa lo mismo. Hay una historia que siempre quise escribir. Una anécdota, en realidad, que condensa una historia.
Walsh insistió y al final escribió el cuento. Lo publicó en otro libro, más tarde. Yo no pude. Todo lo que tengo son apuntes, fragmentos, entradas aisladas.

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El protagonista de la historia soy yo. O el que era yo a los diez años.
Ahí radica, creo, el primer problema. ¿Cómo contar la historia de alguien que, al mismo tiempo, soy y no soy yo? En algunos borradores nombré al chico en tercera persona. Escribí: el chico cada vez que ese que fui actuaba, hablaba o pensaba. En otros le puse nombre: Andrés, Leonardo, Camilo. No me decidía. A veces creía que era lo mejor. A veces me parecía artificial (y algo afectado, también). En estas notas a veces escribo él, a veces escribo yo. Como sea: ese chico que fui, y que en algún momento se convirtió en el hombre que soy, es el protagonista del cuento. El otro protagonista es mi papá. También aparecen mamá y Alicia y Ramiro, pero ellos son personajes secundarios.

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Yo tenía diez años. Papá y mamá no sé: cerca de cuarenta, supongo. A esa edad no me preguntaba cuántos años tenían mis padres.
Mamá era ama de casa y, en los ratos libres, vendía productos de Amodil a sus amigas y vecinas. Perfumes, esmaltes, cremas; ese tipo de cosas. Yo la ayudaba. Llevaba y traía el folleto, los pedidos, los pagos y los vueltos. Papá era viajante. Trabajaba para una empresa mayorista de bazares. En general salía los lunes y volvía los viernes. A veces, volvía los sábados. Cuando volvía los sábados, los lunes se quedaba en casa y me llevaba a la escuela.

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Hay un cuento de Bradbury que me gusta mucho. Calidoscopio, se llama. Es un clásico. El argumento es muy simple: una nave espacial explota en el espacio y los astronautas son expulsados al vacío. Se alejan lenta, inevitablemente. Por sus radios, hablan entre ellos. Cada tanto un meteorito le corta a alguno una pierna o un brazo. Cuando uno queda en silencio, los otros lo suponen muerto y siguen conversando. Así esperan la muerte. Juntos. Separándose.
Esa es la imagen que tengo de mi relación con papá. Desde que nací nos fuimos distanciando, lenta, inevitablemente. Cuando tenía diez años nuestros mundos ya casi no se tocaban. Después vino el viaje. Y después se murió. Sobre eso quiero escribir.

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Por un tiempo el fútbol fue nuestro refugio. Nuestro lenguaje común. (Fútbol: el esperanto de los hombres, dice un talentoso escritor contemporáneo). Yo jugaba para un club del barrio. Papá me llevaba y me traía. Todos los sábados. No faltaba nunca. A la vuelta, comentaba el partido. Tenía una forma muy particular de ver el fútbol, papá. Al menos eso me parecía. Siempre hablaba mal de mis compañeros, del entrenador, de los rivales. Nunca de mí. Aunque yo no era bueno, nunca me criticaba.
De chico creía que lo hacía porque no confiaba en mí, porque sabía que yo no tenía pasta de futbolista. Ahora pienso que esa era su forma de quererme. De hacerme saber que me quería. Todo lo que decía papá, lo decía con silencios. Cuando dejé el fútbol perdimos la posibilidad de esos silencios.

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Si estaba de viaje, papá llamaba todas las noches. El teléfono de casa era viejo. De esos blancos, aparatosos, con un disco dorado. Hoy se venden en las casas de antigüedades. Estaba ahí cuando alquilamos el departamento y ahí quedó cuando nos fuimos. Ojalá que los nuevos dueños lo conserven.
El tubo era macizo y pesado como una mancuerna. Yo lo sostenía con las dos manos cuando hablaba con papá. Él me preguntaba qué había hecho durante el día y yo le contaba. No era una conversación, era un informe. Después nos despedíamos. Hablábamos como los astronautas del cuento de Bradbury.

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A veces pienso que si papá no hubiera muerto tan joven habríamos podido revertir la situación.
A veces pienso que no: el tiempo solo hubiera seguido separándonos hasta que no fuéramos más que dos diminutos puntos en el espacio, y ya no pudiéramos ni siquiera escuchar nuestros silencios.