Escribe Marcos Herrera

Cuatro relatos breves



EL CUIDADOR DEL CLUB NÁUTICO
 

Se despierta transpirado. La burla de la mañana cuelga del cielo, pero él no la ve. Sí siente el clima de agua venido del noreste y las figuras del sueño que se repite. Se rasca la cabeza y el cuello y mira la pared pensando en el saludo que le haría a Dios. Se viste con el jean viejo y la camisa desteñida, agarra su sombrero de paja y sale sin ponérselo. Lo mira y piensa que con ese sombrero cubre el farol en el bote, a veces, cuando pesca. 

Diez de la mañana: la desesperación previa a la sabiduría. Mira los botes que chocan entre sí, en el embarcadero. Más adentro, los veleros. Y el sol, sus horas sobre la tierra, sus estallidos abriéndole colores al agua sin repetirse.

Se acerca a la orilla, deja el sombrero en el piso y se moja la cabeza. Se pone de pie y piensa en su mujer que fue a la ciudad, de compras y a visitar a su madre. Volverá a la noche. 

El hará lo que hace todos los días: saludar a la gente que va a buscar sus embarcaciones, estar atento a las amarras, tomar mate, comer frugalmente, mirar la silueta de la fábrica textil en ruinas. Esperará a su mujer que llegará cargada, envuelta en la bandera de terciopelo de la noche. Zumbarán los satélites y, por supuesto, esto no importa.

Camina otra vez hasta la casa de cal y entra. Pone a calentar el agua y prepara el mate. Pone el agua ya lista en el termo y sale a hacer su ronda. Mira el agua y las embarcaciones. Se acuerda que tiene que terminar un trabajo, está arreglando la lancha de la familia Steiner. 

No es verano. Octubre deja caer su seda arisca. El sol sube, ya casi está en el medio del cielo. Yo llego y lo saludo: buen día, Quiroga. Él, a su vez, me saluda.

 

TREN

 Estoy en la sala de espera de la estación de trenes. No me acuerdo del nombre del pueblo: cuatro casas y ocho fantasmas y una estación de servicio Shell muy luminosa, llena de bichos nocturnos y de camioneros que recorren esa parte del país llevando el producto de las cosechas, máquinas agrícolas, fertilizantes, agroquímicos, etcétera; donde los reciben perros que ellos alimentan y con los que hablan. Uno de los perros (el líder) tiene sarna (la luce como una condecoración) y, a veces, vuela montado en un balde. Ese perro, al que el encargado de la noche llama Diablo, supo defender la recaudación cuando tres pistoleros intentaron llevársela. No le importaron las armas de los tipos. Ladró y mordió. Y cuando los otros perros vieron que los hombres empezaban a perder se sumaron hasta que los ladrones rajaron. Anoche estuve tomando café y fumando con uno de los empleados de la estación de servicio. Por eso sé esta historia. 

Pero ahora estoy en la estación de trenes. La llanura es la noche. Los camiones se hunden en los brazos de la oscuridad rumbo a destinos inexistentes mientras la noche dura. Yo camino, pateo colillas y cuento baldosas mientras se queman los cisnes del invierno. Pienso en los muertos que salen a beber por el pueblo con sus medallas de oro en el pescuezo. En el bar los reconocen y los atienden con especial cortesía. 

Entre las colillas del suelo, encuentro un cigarrillo fumado hasta la mitad con el filtro manchado con lápiz de labios. Pienso en esa boca. Y en la dueña de esa boca. Podríamos estar juntos, ahora, fumando el mismo cigarrillo, en una pieza limpia, escuchando la radio. 

Estoy solo. El tipo que vende los boletos se fue hace rato. No es la primera vez que espero un tren que no llega. Voy a ver si duermo un poco en ese banco.

 

 

LA MÚSICA

A Sebastián Jaka

 Se largó con todo, dijo Eusebio. A nadie. Al aire de la galería. Ayala lo miraba sin hablar. Ayala no hablaba si no era para pedir algo. La lluvia, espesa, hacía que la vista llegara más acá de la tranquera rota en la que estaba trabajando Eusebio. 

Los dos hombres fumaban. Ayala dijo: decile al chico que venga, que traiga el violín. Eusebio lo fue a buscar, lo encontró en la cocina.

Al chico se le veían los huesos. Sus huesos se parecían al violín. Eusebio recordó la yarará aplastada en la ruta. No supo por qué la música lo hizo pensar en la víbora esa. El chico hablaba guaraní y un poco español. Tenía 11 años. Sabía cortar leña, pescar y tocar el violín. Tocaba de oído las canciones que transmitían las emisoras brasileñas. ¿Vive el diablo en la vegetación? ¿Jugará a las cartas? Ayala bosteza y después le pide a Eusebio un cigarrillo. El diablo vive en el oro del dorado, en la piraña, en las hojas muertas que se van pudriendo en la tierra, en las moscas, tatuajes del aire. 

El chico toca el violín y distrae a los dos hombres. Los hace abandonar sus pensamientos. Esos molinos anaranjados que parecen volar sin alejarse del suelo.

 

ES NECESARIO DORMIR PARA PAGAR LAS DEUDAS

 Está acostado en el piso de una cocina suburbana, con el abrigo puesto. Y duerme así. Es tarde. A su lado están: el malvón casi seco, las botellas (algunas llenas, otras con un poco de líquido, otras vacías), el hurón de fuego, las cazuelas y los platos en una caja. Es tarde. Él no se sacó el abrigo. Trabajó. Una tarea mecánica en la línea de ensamblaje de una fábrica de electrodomésticos. Ahora, duerme con furia. La cocina no está desordenada. Aunque tampoco está perfecta. Cerca de la ventana están las vías de los trenes elevados. La noche es un animal andrógino que tiembla. Noche de paredes delgadas, en alquiler. Él duerme su pelea en esa cocina en un edificio de departamentos baratos. Sueña, como todos, que entiende. Es tarde y pasa un tren. La cocina y la noche tiemblan.