Escribe Mariano Favier

Paraná

Hoy es tu cumpleaños –feliz cumpleaños– y es probable que esperes que nos comuniquemos con vos. Aunque sea escribiendo a esta dirección que en algún momento usaste –¿la usás todavía o dejaste de recibir correos?– cuando nos mandaste tu último mail. De todas maneras, a pesar de que seguramente mamá estará escribiéndote ahora mismo, si es que ya no lo hizo, este mail es solo de parte mía. Quiero decir: quisiera que lo tomaras como una expresión singular y auténtica, mucho más que los mails anteriores, incluso aquellos que te escribí –te habrás dado cuenta por la hora, si calculaste la diferencia– cuando regresaba de tomar algo con los chicos, medio borracho, o me quedaba en casa tomando solo y de golpe miraba la computadora y pensaba “¿por qué no?” Bueno, ya no hago esas cosas. Me refiero a tomar, hace tiempo lo dejé. Hace tiempo también que no te escribía –me pasé por alto tu último cumpleaños: perdón– pero acá estoy otra vez. Perdón también por mi último mail, si llegaste a leerlo, fue algo raro, prometo no volver a decir cosas tan locas.

Como no sé bien qué aspecto tenés ahora, cómo llevás el pelo, de qué manera te vestís, la imagen que tengo de vos es muy particular. ¿Te acordás de la foto que nos mandaste recién llegada a España, con el pelo teñido de negro y el piercing en la nariz que te habías hecho antes de irte? Bueno, me pasa que a esa imagen se superpone la de una nena de ocho años, el pelo castaño atado en dos colitas. La imagen de esa nena, que no se corresponde a la de cuando eras chica ni tampoco sé de dónde salió, es lo bastante consistente como para disputarle tu nombre a la otra. De modo que al escribirte siento que me dirijo a dos caras. No, a tres. La primera es la de la foto, que imagino parecida a tu cara actual. La segunda es la de la nena de pelo castaño y colitas –que pueden ser dos o incluso más–. La tercera en realidad no existe, es una noción borrosa sobre la imposibilidad de que este mail te llegue. Una visión del mail en una pantalla que nadie lee.
Te contaba que ya no tomo y no salgo tanto –ahora que estoy más grande, cambié algunos hábitos–, de hecho salgo muy poco. Poquísimo; conseguí trabajo de programador y excepto para alguna reunión de proyecto, a principio o fin de mes, no tengo que moverme. Las compras las hago por teléfono y me traen todo a casa. Te confieso que por momentos tengo que hacer un esfuerzo muy grande para dejar la casa. Con internet y el teléfono soluciono casi todo.

La idea de escribirte para tu cumpleaños la tuve hace algunos días. Estaba con un proyecto de una empresa de mapas, no es muy divertido. Pero me tocó trabajar con uno de la ciudad de Paraná y me acordé de la vez que festejamos tu cumpleaños en casa de los padres de Damián. La novedad de pasar una celebración –nosotros que nunca hemos sido muy festivos– con la pareja de mamá y unos parientes a los que apenas conocíamos. El almuerzo en la mesa larga del comedor. Las conversaciones aburridas de los adultos mientras nos buscábamos con alguna mirada para reírnos de las palabras que usaban allá. Aunque de lo que más me acordé fue del viaje en la caja del camión. Del cumpleaños, más bien poco. O inicialmente quise acordarme del cumpleaños y terminé por desviarme al asunto del viaje. Las siete horas en el camión.

No sé por qué, pero las etapas de mi proyecto con el mapa de Paraná comenzaron a tener como telón de fondo las imágenes del camión estacionado en el frente de casa. La puerta oxidada y el ruido al abrir el candado que libera la palanca. Me acordé incluso del aspecto de la caja tal y como había sido acondicionada para el viaje. Me refiero a los colchones. El mío en la base y el tuyo en la parte de arriba, cerca de la cabina. Las comodidades que mamá nos inventaba para que aceptáramos las horas de viaje: las revistas y libros que leíamos. Los almohadones y las mantas escocesas de cuando éramos chicos. Alguna gaseosa y un paquete de galletitas. Así y todo nos quejamos, claro. No queríamos viajar así. Pero a esa altura ya estábamos resignados.

Salimos después del almuerzo, a la hora de la siesta. Agradecí que ningún vecino nos hubiera visto al subirnos. Vos te acomodaste apenas cerraron la puerta, pero yo me quedé unos minutos de pie, hasta que me cansé de sostenerme de los estantes del costado. El camión se movía mucho cuando doblaba. Recién cuando me descalcé y me metí en la cama tuve una idea aproximada de lo que era el camión, el ruido del motor, las paredes de la caja, el retumbar de la chapa cuando pasábamos por un pozo.

Al rato descubrimos el aislamiento. La imposibilidad de decidir cuándo parar, de preguntar cuánto faltaba, de mirar el paisaje por la ventanilla. ¿Qué viaje no tiene vista? Me acordé de esas películas en las que secuestran a alguien y lo llevan en el baúl del auto. Antes de subirnos había tenido esa ocurrencia pero no me atreví a contársela a mamá. Es verdad que a veces el paisaje está sobredimensionado. A veces puede abrumar. Como sea, nosotros íbamos adentro: sin paisaje y con poca luz, excepto por las linternas que usaríamos para leer.
Hablábamos poco, de a ratos yo te peleaba. Por nada en especial, aburrimiento. Había que pasar las horas ahí, aunque vos parecías llevarla mejor.

Pero hablábamos, sí. De varias cosas. En algún momento me contaste una historia de terror sobre una muñeca, era muy estúpida pero me acuerdo que esperaste a que llegáramos a lo de Damián. No querías hablar del tema en el camión. Debiste anunciar la historia casi al llegar, cuando sentías que faltaba poco. También me hablaste del colegio, de tus compañeras de primaria. Me contabas quiénes eran tus maestros y cómo se burlaban de cada uno. Ese año tuviste a la profesora de Lengua que se tomó licencia porque estaba deprimida. ¿Cómo se llamaba? Tenía un apellido que empezaba con Lis como Lihuán o Lisuán. A veces teníamos que hablar fuerte porque el camión se sacudía al pasar por un bache y las cosas que iban en la cabina rebotaban y hacían un ruido terrible.

Llevábamos muchas cosas. Comida para los días que íbamos a pasar allá, ropa, algún que otro mueble, herramientas de Damián. Si algo se caía había que levantarlo y cuidar que no se rompiera. Más de una vez interrumpimos alguna conversación para acomodar un paquete con un juego de cortinas o un turbo de los viejos.

Yo también te contaba cosas. De mí hablaría poco porque estaba en plena adolescencia y por momentos me molestaba todo. Hasta el viaje mismo, el hecho de no poder quedarme solo en casa. Mamá decía que no era seguro. Nunca entendí por qué. Qué podía pasarme. Paraná era inseguro; quedarse en casa, no. En los días que pasamos allá una tarde salí a caminar por el centro y me robaron, te acordás. Otra vez me bajé mal de un colectivo y caminé como veinte cuadras buscando la casa de Damián. Me volvió a latir el corazón cuando reconocí la antena gigante a la entrada del barrio de casas idénticas, construidas por la cooperativa. En Buenos Aires no podía quedarme solo pero allá me dejaban salir a recorrer el centro, tomar colectivos, perderme, atravesar la costanera. ¿Qué veía en esas salidas? Poco. No había nada para ver. Iba a los videojuegos, tomaba un helado en la plaza. Más o menos las mismas cosas que hicimos el día que fuimos juntos, pero con más silencio y a un paso más ligero.

En todo caso, te contaría lo que estaba leyendo. Esas colecciones de novelas juveniles que mamá retiraba de la biblioteca del colegio. Vos también las leías. Quizás nos contábamos cuáles nos habían gustado antes de intercambiarlas. También hacíamos planes para esos días en Paraná. Los paseos por la plaza, las visitas al río, los inventos para no aburrirnos en casa de los padres de Damián.
En un momento dejamos de hablar para ver si escuchábamos a mamá y Damián. Me acerqué a donde estaba tu colchón y grité a la pared que nos separaba de la cabina. No recuerdo qué dije. Alguna grosería, seguro, porque te preocupó que nos hubieran oído y frenaran para retarnos. Recién pararon horas más tarde y a esa altura nosotros mismos nos habíamos olvidado del tema, pero a veces pienso que Mamá y Damián, sentados en la cabina, mirando de frente esa ruta que para nosotros no existía, escuchaban nuestras conversaciones en silencio mientras se pasaban el mate.

Al poco tiempo el viaje se hizo más tranquilo, debimos tomar la ruta porque el camión se sacudía menos y ya no doblábamos. Lo comentamos, estoy seguro. Vos apenas asentías porque ya te habías tapado con la frazada y decías que ibas a dormir. Dormite. Voy a aprovechar para revisar tus cosas.

Me puse a leer un diario de Paraná. Una nota de color decía que en un campo cercano a la zona de Victoria unos peones habían encontrado un sapo gigante, como los que hay en Corrientes. El texto enfatizaba el tamaño extraordinario del sapo de una forma burda. Por ejemplo: recuerdo que en la bajada o en las primeras líneas el periodista se preguntaba de qué se alimentaría ese animal. La pregunta se repetía al final de la nota, como dando a entender que se trataba de una nueva especie. Además se insistía en que el campo en el que había sido encontrado el sapo era una zona donde se echaban herbicidas, dato que no supe cómo interpretar. Finalmente se informaba que tras haber sido examinado, el sapo había sido devuelto a las profundidades del campo, adonde los peones lo vieron adentrarse cabizbajos.
Estas últimas palabras las inventé yo. Pero seguro decía algo parecido. Los peones dejaron ir al sapo, algo más o menos así. Lo vieron irse. Punto.

Me pareció una nota tonta, que en buena medida demostraba la poca seriedad o calidad de las cosas del interior. Tal vez por eso no te conté nada. Me guardaba las lecturas malas y te contaba las que valían la pena. O tal vez hubiese querido contártelo pero dormías.
Ahora mismo no sé por qué cuando pienso en lo del sapo la primera imagen que me viene a la cabeza es la del Pato Sirirí. El pato del monumento. El de cemento pintado de amarillo que vimos varias veces en la plaza, frente al río. El que tenía una de las alas rota desde la que sobresalía una viga y al que unos chicos le dibujaron un pene desproporcionado con grafitti. Ese pato.
Digo ese pato porque, aunque no lo creas, existe un pato real con el mismo nombre. Parece una obviedad, pero el monumento que nos hizo reír tanto se llama así en honor a una especie típica de Latinoamérica, aunque dicen que también los hay por África. En Europa no hay, así que no los vas a ver. ¿Seguís en Europa? ¿Recorrés el Viejo Mundo vestida con ropas de lo más comunes, como para no llamar la atención? ¿Disfrutás del anonimato en alguna pensión de Brujas o Verna?

Es algo raro. Pienso en el sapo y me viene la imagen del pato. No ocurre al revés. Digo sapo –no lo digo necesariamente, basta con pensarlo, con evocar la palabra– y ahí está: la estructura informe de tres metros de altura con las alas levantadas, como a punto de abrazar a alguien, la cabeza cónica y el pico en forma de broche, con los bordes carcomidos por la humedad.
Cómo nos reímos del pato. ¿Te acordás? Estuve investigando, parece que lo inauguraron en la década del setenta, poco después del túnel subfluvial. ¿Querés saber algo? Ojalá estés leyendo esto porque te va a encantar: el pato tenía una caña de pescar y un morral. ¿Cuándo se los quitaron?

Es increíble que algo pueda sufrir tantos cambios. De verde –no te lo conté: el pato en su origen era verde, pero voy a hacer de cuenta que lo sabías– pasó a amarillo. Perdió sus instrumentos y lo amputaron, le dibujaron un miembro, se oxidó. Tal vez en algunos años se convierta en otra cosa. En una ardilla o un pez, por ejemplo.

De todo esto hubiera querido que charláramos en el camión. Pero vos dormías. Asumo que dormías porque la sola idea de que alguien elija hacer creer que duerme en medio de un viaje en la caja de un camión para poder escuchar lo que no se escucha se me hace impensable. Yo no dormí, aunque lo intenté. Quise dormir, cerré los ojos y traté de relajarme, pero sentía como si en cualquier momento me fueran a llamar para algo importante y tuviera que estar listo.

Hubiese querido dormir. No todo el viaje, claro. ¿Te imaginás cómo sería este mail si hubiese dormido, no ya dos o tres horas sino, por ejemplo, media hora? No te hablaría del sapo porque no habría leído la nota. A lo mejor exagero porque, ahora que lo pienso bien –ahora: frente a la pantalla mientras abro algunos archivos del mapa que la empresa constructora de la nueva autopista nos encargó. Te podría enviar alguno pero son muy pesados. Además hay protocolos de confidencialidad. Estoy mirando el atardecer desde este cuarto de la casa, que es el que uso como lugar de trabajo– digo, pensándolo bien me parece que la nota la leí en un viaje posterior que hice yo solo, también en la caja, sí, con rabia y muerto de vergüenza, a la casa de unos amigos de mamá. Sé que no fue el único viaje para vos tampoco. ¿Cuántos en total? ¿Tres o cuatro, hasta que mamá dejó a Damián? Pero el de Paraná fue el primero ¡y el más largo! La vuelta la hicimos en micro y fue todo lo contrario a un viaje. Pasaron películas, cierto. Nos dormimos –yo me dormí, y cuando abrí los ojos tenía esa sensación de la boca pastosa y el dolor en las piernas pero miré por la ventanilla y faltaba poco para llegar–, no nos detuvimos.

Lo que decía es que aquel diario con la nota del sapo debió filtrarse en la caja del camión los días que estuvimos en Paraná, porque recuerdo que lo leí solo. A lo mejor si hubiera dormido la siesta no habría cambiado nada, una coma de más o de menos en todo esto que escribo.
Además me habría salvado del momento en el que nos detuvimos por una inspección de tránsito. No habría visto, como vos, al inspector cuando abrieron la puerta de la caja por unos segundos para verificar que no lleváramos nada ilegal. El gesto de aprobación del inspector para que siguiéramos viaje, pero también, en ese gesto impreciso con el índice, una sombra de sorpresa, como dando a entender, cosa que me cuesta aceptar, que en su rutina de seis u ocho horas al control de aquel tramo de la ruta no había visto que en el interior de un camión viajaran personas. ¿O estaría sorprendido por los colchones? Pero, en definitiva, no habría visto esa inspección puramente formal, ya que no duró más de diez segundos, en cuyos momentos finales el inspector me miró fijo hasta que Damián cerró la puerta de la caja con delicadeza.

Así como tengo la sensación de que desde la cabina escuchaban lo que decíamos, a veces también creo que en el momento en que abrieron la puerta y me encontré con aquel inspector estabas despierta. No es una certeza sino algo que pienso a veces. Ahora mismo recreo ese momento y siento que no, que dormías. En todo caso, alguna vez lo pensé.

Una certeza tengo: leíste mi último mail. Un mes antes de que lo enviara te llegó una promoción de vuelos low cost con un archivo. Antes de programar en una empresa, con proyectos con plazos definidos y bien pagos, hice trabajos menos honrosos. Instalar virus, rastrear la IP de la computadora del ex esposo con dinero de alguien, acceder a sus bases de datos. No es algo que me enorgullezca.

Con vos solo utilicé un espía sencillo que me permite saber los datos de las cuentas de mails que fueron abiertos. No se lo conté a nadie. Si no fueras mi hermana, si pensara que podría molestarte, me asustaría confesarte esto. Aunque ya no lo sé ¿te molesta? No voy a verificar si leíste este mail, lo hice solo una vez para constatar que seguías ahí. Podemos seguir así, yo escribiéndote y vos leyéndome, sin decir nada.
Ya es tarde, debería apagar la computadora y acostarme, mañana tengo mucho trabajo. Pero quería escribirte de noche. En realidad tenía ganas de que se hiciera de noche mientras escribía. ¿Por qué? No sé. Bueno, sí. Se me ocurrió una idea bastante tonta, pero te la voy a contar en un rato, cuando termine de oscurecer.

En aquel viaje paramos dos veces. La primera en esa estación de servicio horrible. El baño de hombres olía espantoso y tuve que hacer pis aguantando la respiración. En ese momento odié a mamá, a Damián y al estúpido camión. Y hasta se me ocurrió escribir con una fibra en los azulejos del baño. Palabrotas no: algo en clave. Sirirí, por ejemplo, aunque todavía no habíamos conocido el monumento. ¿Vos qué hubieras escrito?
La segunda vez paramos en Victoria, cerca de Paraná. Bajamos en ese recreo pegado a la ruta con mesas de cemento y fogones. Cuando bajamos me di cuenta de que esa parada era una marca en el viaje, que después de haber esperado muchísimas veces ese momento, cada vez que el camión disminuía la velocidad o hacía alguna maniobra que nos confundía, ahora realmente faltaba poco para llegar. Entonces quisimos –sí: vos también, lo hablamos días después, en Paraná, aquella vez que salimos a caminar por el centro y que nos aburrimos como hongos– hacer todo rápido para volver lo antes posible a la caja. La lógica era irrebatible: cuanto antes subiéramos al camión, antes bajaríamos definitivamente de él. Lástima que mamá y Damián no lo entendieran así, ¿no? Era una simple parada. Había llovido ¡ahora me acuerdo! El pasto y las mesas estaban mojados. Ayudé a bajar un juego de sillas y la mesa plegable mientras mamá y vos preparaban sánguches. No me acuerdo si había mucha gente, creo que no. Pero la lluvia, el pasto mojado. El barro. Trataba de no pisar nada. Era de tarde, cerca de las siete, todavía había luz. Mirabas hacia el río mientras tomabas jugo, no decías nada.

Dimos una vuelta mientras mamá y Damián terminaban de comer. Había una araña grande. La luz se reflejaba en los hilos de la telaraña, que parecía resistente. Me hubiese gustado destruirla con una rama. Pero vos le hubieras contado a mamá –siempre te gustaron los insectos–, además yo no tenía una rama y no podía ir a buscarla porque casi no se podía caminar entre todo ese barro. Mejor salgamos de aquel recreo de Victoria.

Abro una ventana con imágenes de campings y recreos y mientras te escribo busco el que visitamos aquella vez. No aparece. Entro en una página de turismo de la ciudad, abro la ventana “Alojamientos”. Cuando estábamos por retomar viaje, antes de subir al camión te pusiste pesada y mamá te retó. No recuerdo qué le decías, pero ella contestó que había autos empantanados al costado de la ruta. Siempre que recuerdo esa frase me río como un loco. De hecho, me parece que en el transcurso de esos días que pasamos en Paraná, antes y después del festejo de tu cumpleaños, repetí la frase para hacerte enojar en varios momentos. El camping no aparece ¿habrá cerrado o estará irreconocible?

Cada vez que te repetía la frase lograba hacerte enojar. Aunque hay algo que no termino de entender. A lo mejor es eso lo que la hace graciosa. Autos empantanados ¿en dónde? Al costado de la ruta no había nada. Además no entiendo cómo podían empantanarse -¿existe ese verbo?- si iban por la ruta. ¿Cómo terminaban al costado? ¿Cuántos autos eran?
Volvimos a la caja sin ver ningún auto empantanado. La lluvia tampoco la vimos pero la escuchamos apenas arrancó el motor. Es probable que antes también lloviera pero menos fuerte y por eso no nos dábamos cuenta.

Tengo el mapa con la ruta que seguíamos en ese viaje. Voy ampliando la imagen y me imagino qué lugar indicaba mamá como la zona de los autos empantanados. El mapa es reciente, antes pudo haber descampados, lodazales, pozos, cualquier cosa en la que un auto pudiera quedar varado pero que ahora ya no existe.

Ya es de noche. Voy a levantarme un momento a apagar todas las luces de la casa y a cerrar la ventana de mi cuarto de trabajo. Mientras podés imaginar cómo es mi cara ahora, cómo me veo después de todos estos años.

Ya volví. Mi cara: no la reconocerías. Podría mandarte una foto junto con el mail –que confío vas a recibir sin responder– pero tendría que prender las luces y quiero estar a oscuras. Acabo de reproducir una pista de audio del sonido del mismo modelo de camión que tenía Damián. Vamos a viajar de nuevo, aunque sea por un rato.

¿Por qué no aproveché para hackear tu computadora y filmarte? No me atreví. Prefiero imaginar ese video. Iniciás sesión, hacés un ligero gesto de rechazo cuando leés mi nombre. Lo abrís y lo leés hasta que te levantás de la silla. Volvés al rato, seguís leyendo. Te brillan los ojos, estás inclinada y no puedo ver si seguís teniendo ese piercing. Te levantás de nuevo. Volvés con un paquete de cigarrillos. ¿Adónde fuiste la primera vez? Pienso que a lo mejor buscaste los cigarrillos y no los encontraste.

Ahora, en medio de mi cuarto de trabajo a oscuras, imagino que viajamos en el camión, que en una hora y media llegaremos a Paraná. Que el camping de Victoria donde los autos se empantanan quedó atrás y que mamá y Damián viajan adelante, planeando tu festejo de cumpleaños.

“Feliz cumpleaños” vamos a decir en unos días, cuando la mamá de Damián entre despacio con la torta y la apoye en medio de la mesa del comedor. La mamá de Damián camina despacio por el reuma y porque es cuidadosa y no quiere que la torta se caiga. Cuando termina de acomodarla en la mesa, nos ponemos de pie y te cantamos el feliz cumpleaños en ese comedor amplio, fresco, apenas iluminado por la luz de las velas que mamá enciende despacio. Tu cara recortada por la luz de las velas es lo único que se ve mientras todos esperamos en silencio.

Es el momento del viaje en el que me decís que tenés una historia de terror pero no te animás a contarla. Apenas anticipás que se trata de una muñeca. Me la vas a contar cuando lleguemos. Bueno, está bien. Yo tengo algo para contarte pero no es una historia de terror. En realidad no sé bien cómo clasificarla. El camión se sacude por algún pozo y con la lluvia apenas nos escuchamos. Me acerco para hablarte al oído. Te cuento que si vieras mi cara no me reconocerías. Hace un año y medio tuve una entrevista en una empresa de soporte técnico. No supe que quedaría hasta que me presentaron al equipo a cargo del proyecto. Era un trabajo sencillo y rutinario para poner a prueba a los ingresantes. El equipo era mínimo: dos programadores nuevos y un supervisor. En realidad el supervisor se quedaba con nosotros hasta mediodía, rara vez volvía del almuerzo. El otro ingresante era un chico más joven, de aspecto frágil. Empezamos a conversar, era un buen chico. Un día llegó tarde y con un evidente aspecto de resaca. Al salir del trabajo lo invité a tomar un café y me contó que venía tomando mucho, pero aseguró que era su última vez. Nunca le creí. Después me habló de otras cosas, como de las bandas desconocidas que escuchaba por internet, de su hermana perdida en alguna ciudad de Europa. Unas semanas después me mostró el último mail que le había escrito. Se notaba que estaba impaciente por saber qué pensaba. Me mantuve callado hasta que me dijo, ganado por la ansiedad, que su intención era que, donde fuera que estuviera, ese texto le hiciera perder la serenidad de sentirse oculta. Para él eso equivalía a saber dónde estaba. Volvimos a hablar del tema muchas otras veces. Escuché versiones del viaje a Paraná durante semanas de procesos de trabajo, semi encerrados en oficinas pequeñas de las que salíamos un minuto para fumar en un balcón, cuando estábamos atrasados. De alguna manera ese viaje ya me pertenece. Para cuando tu hermano volvió a llegar tarde seguido y el supervisor lo despidió, ya había copiado tu dirección de correo, pero aún no sabía qué hacer con eso. La idea la tuve hace poco, cuando recordé la fecha de tu cumpleaños.
De alguna manera ese viaje ya me pertenece, te repito al oído mientras el camión se sacude pero menos, ya avanzamos por un tramo de la ruta sin baches. Falta muy poco para llegar a Paraná.

Vos escuchás mi historia con los ojos entreabiertos pero sin decir nada. Creo que al final admitís que estuvo buena. Quizá no era muy creíble. Cómo ibas a pensar que pudiera no ser tu hermano. Lo soy, aunque podría ser cierto aquello de volver al alcohol, a los trabajos como hacker. No, no es verdad. Pero si ahora mismo te estuviera filmando, te vería con los ojos entreabiertos, escuchando concentrada en medio de la oscuridad, porque cualquier distracción sirve para pasar el tiempo y que el viaje se termine.