Protocolos
Revista Número 9
Por Rodrigo Peralta
—Delfi, amor, mirá… ahí está tu amiguita.
—¿Dónde?
—Ahí, en la puerta del colegio. ¿No es Laura esa?
—¿La alta?
—No, la alta no. La que tiene botas y guantes rojos, y una máscara protectora con orejas de gatito.
—No la veo.
—No importa, vamos.
La puerta está cerrada, y nos paramos a un costado, con Laura y la mamá, Sandra.
—¿Cómo están?
—Todo bien, Juan. ¿Ustedes?
—Todo bien, por suerte. Esperando que dure.
—Ay, sí. Cuando me dijeron que cerraban la burbuja, le dije a mi marido: “Carlos, relajá, este año va a ser así, arrancar, parar, arrancar, parar…”.
—Calculo.
Sandra tiene una máscara con bordes de animal print y guantes anaranjados con brillos, a tono con el resto del traje protector. El mío es gris, como el de la mayoría de la gente que sale a la calle.
—Delfi, ¿querés darme la mochila, así vas a jugar con Laura?
—Bueno. ¿Me puedo sacar la máscara?
—Mmm… No, mejor no.
—Porfa, pa, cuando corro se me empaña.
—Bueno, está bien, pero no te saques el barbijo, eh.
—No, pa.
—Laura está igual, desesperada.
—Sí, pobrecitas. A Delfi la llevamos a la plaza y sale corriendo.
—Menos mal que retoman, ¿no? Era insoportable ya, todo el día con los chicos. Decí que uno los quiere, pero cansan.
—Sí… claro.
Una señora se acerca con un perro que tiene un traje de protección de lana fucsia, botitas de goma negra y una escafandra redonda de plástico, parecida a una pecera. El animal camina despacio, con la lengua colgándole de la boca.
—A ver, señor, permiso.
—Pase, señora.
—No, no, córrase más.
—¿Ahí está bien?
—A ver…
La mujer saca del bolso una regla plegable de madera, la extiende, la apoya contra mi estómago y empuja.
—No, no, todavía falta.
—Disculpe. ¿Y ahora?
—Todavía falta un poquito.
—Bueno, pero puede pasar igual, ¿o no?
—Hay que respetar la distancia.
—Es que no puedo retroceder más, está la pared.
—Por eso estamos como estamos, nadie respeta nada.
La señora me clava la regla una vez más y se aleja, arrastrando al perro, que con la discusión se tiró al piso y ahora no quiere levantarse. La mamá de Laura me mira y sonríe:
—Hay cada espécimen… El otro día nos cruzamos en la plaza con unos chicos que no querían usar barbijo ni máscara, y olvidate de que tuvieran los guantes o las botas protectoras. Cualquiera. Tuvo que venir la policía y aislarlos.
—Terrible.
La puerta del colegio se abre y asoma la seño Kary, termómetro en mano, barbijo y máscara. Tiene un traje de protección amarillo y, encima, el delantal azul a cuadros blancos.
—Buen día, familias, ¿cómo están?
—Delfi. Vení, que entran.
—Buen día, ¿cómo les va? ¿A ver las manitos? Ahí va.
—¡Delfi!
—¡Ya voy!
—Nos sacamos los guantes y nos ponemos alcohol en las manos… así, muy bien.
—Dame un beso, amor.
Me agacho a la altura de Delfi, ella se baja el barbijo y tose, llenándome la cara con gotitas de saliva.
—Tranquilos, es alergia.
—¿Seguro? ¿Por qué no te ponés un poquito de alcohol en la cara? Por las dudas.
—No hace falta, seño, está bien. Es un poquito de tos. No me va a cerrar la burbuja de vuelta, ¿no?
—No es momento para chistes, Juan.
—No, claro, perdón. Pero es alergia. Está en su ficha médica. Estuvo corriendo, y el polvo… y el calor… tose.
—A ver, Delfi, mirame, ¿cómo te sentís?
—Bien.
—¿Segura?
—Sí, seño.
—¿Cómo estuviste en casa?
—Aburrida.
—¿Nada de fiebre, tos, mocos…?
—No, nada.
—Vení que te tomo la temperatura… 35,6… Está bien, pasá. Ponete alcohol en las manos.
—Chau, Delfi… Gracias, seño.
—De nada. Pero, por favor, cuidemos las formas y los comentarios para la próxima.
—Sí, perdón.
Delfi sube la escalera con una sonrisa, mientras la baña una nube de alcohol al 70%. La saludo con la mano y me voy hasta el auto. Después de desinfectarme, llamo a mi mujer:
—Hola, vida, ¿cómo va? Ahí dejé a Delfi en el jardín.
—Buenísimo, ¿todo bien?
—Sí, tranqui. La seño se enojó un poco porque tosió.
—¿Quién?
—Delfi, amor, ¿quién va a ser?
—Pero ¿qué tiene de malo? Es alérgica, está en la ficha.
—Sí, pero yo hice un chiste y no le gustó.
—Siempre lo mismo vos, Juan.
—Bueno, che… están re sensibles todos.
—Y sí…. No es para menos.
—Bueno, bueno.
—¿Qué vas a hacer ahora?
—Me iba para casa.
—¿Pasás por el video y compras un kilo de tomates y algo de fruta?
—¿No podés ir vos?
—Juan, yo estoy trabajando, ¿en qué momento querés que vaya?
—Bueno, dale, preguntaba nomás.
En la esquina de casa hay un videoclub; uno de esos dinosaurios que empezaron a extinguirse con Internet, la piratería y el streaming. No sé cuántos quedarán, una vez leí que menos de 80 en todo el país. En el frente vidriado con letras doradas, algo despintadas, dice “Cachito Videoclub”.
Durante la pandemia Cachito dividió el local en dos: la mitad de adelante es una verdulería, la otra mantiene las estanterías de siempre, cargadas de películas en DVD y VHS.
Todo el local está iluminado por una luz violácea.
—Cachito, ¿cómo va?
—Juancho, campeón. Todo en orden, ¿vos?
—Bien, todo bien. Por fin pusiste la luz ultravioleta.
—¿Qué? No… Son los tubos comunes, les puse un celofán para disimular. Ni se nota, ¿viste?
—Bue… Dame un kilo de tomates, mejor.
—Perita o redondos.
—¿Cuál está mejor?
—No sé, me parece que el redondo.
—A ver, dame uno… y… sí, dame de los redondos.
—Kilito. ¿Qué más?
—Fruta, ¿qué tenés?
—Fijate ahí. Hay uvas, kiwis, melón, sandía…
—¿Cerezas?
—No, cerezas no … Fijate ahí, che, no seas vago.
—A ver… Dame unos kiwis y medio melón.
—No, medio no. Se me pone feo.
—Bueno, dámelo entero. Y manzanas.
—¿Cuántas?
—No sé, tres o cuatro. ¿Cuánto está el kilo?
—Ya te digo…. 250.
—Epa, salado.
—No es época.
—Bueno, dame un kilo.
Cachito separa las cosas, las limpia con alcohol y después las envuelve, una a una, en papel de diario.
—¿Algo más?
—No, nada más.
—Bueno… ¿Alguna peli?
—¿Siguen entrando?
—No, pero tenés muchos clásicos. El padrino, Apocalypse now. Las de Hitchcock y Kubrick están todas.
—¿Y salen? Pensé que ya nadie alquilaba.
—Tenés estudiantes de cine… Algún que otro cinéfilo. Los jubilados siguen alquilando, encima les hacemos descuento. Están chochos.
—Claro…
—Además, hay que resistirla, los videoclubes van a volver. Como las canchas de paddle o los discos de música.
—Los vinilos.
—Esos.
—Los parripollos no volvieron.
—Bueno, pero nosotros vamos a volver, vas a ver. Hay gente que no quiere pagar Netflix, por ejemplo. O que no tiene Internet.
—Yo no tengo Netflix.
—¿No?
—No, lo saqué. Las nenas querían el otro, el nuevo.
—Disney.
—Sí, puede ser, no sé, son una plaga. Como las hamburgueserías.
—O las cervecerías.
—También… Che, el otro día vi el trailer de una película con el rubio este que hace de Thor.
—Chris Hemsworth.
—Sí, ese, no sé… ¿La tenés?
—Es de Netflix esa.
—Ah, qué lástima. Parecía buena.
—Aguantame. Ya vengo.
Cachito se pierde por una puerta al fondo del local y vuelve cinco minutos después, con una caja en la mano.
—Tomá, guardala.
—¿Qué es?
—La película, guardala.
—Pero ¿no era de Netflix?
—Shhh. Bajá la voz, che. Me vas a meter en quilombos.
—Pero…
—Si alguien pregunta, la compraste en la calle. A un mantero.
—Cachito, los manteros de películas no existen más.
—Bueno, inventate algo, no sé, pero de acá no la sacaste, ¿estamos?
—Bueno, bueno. No sabía que tenías… copias, ¿tenés más?
—Después te mando el catálogo, pero no lo compartas.
—Sí, sí. Tranquilo, que ya entendí.
Meto la película en una bolsa estéril con las frutas y las verduras y le pago. Mientras él limpia los billetes con una toallita húmeda, me suena el celular.
—¿Hola? Sí, él habla… No, no… es alergia, le dije a la seño Kary que es alérgica al polvo… No, no tengo un certificado del pediatra, pero lo pusimos en la ficha médica. Además, no tenía fiebre ni nada… Pero ¡arrancaron hoy! Bueno, ok, ahora voy.
—¿Qué pasó?
—Nada, van a cerrar la burbuja de Delfi porque tiene tos.
—Y, sí, esto va a ser así por un tiempo: arrancar, parar, arrancar, parar… ¿Por qué no aprovechas y te llevas un par de infantiles?