Escalas
Revista Número 9
Por Daniel Escolar
El sol calienta el living a través de las tablitas de aluminio blanco que agrisan los ventanales, de la cocina llega el perfume del café y las tostadas de pan de masa madre que hizo mi hijo Mischa para el desayuno, detrás de una puerta cerrada se escucha el violín, el celular está sobre la mesa ratona. Dejo de dar vueltas y me siento en la silla que uso como banqueta (¿cuándo me voy a comprar una banqueta de verdad?). Enderezo la espalda, saco los pies de los pedales (siempre pongo los pies en los pedales cuando me siento en el piano), apoyo las manos sobre el teclado, espero un instante (no sé por qué espero un instante antes de tocar) y empiezo a hacer las escalas. Primero las mayores, después las menores, dos veces cada una partiendo de cada una de las doce notas que tiene el piano; la primera vez fuerte y claro, los dedos hasta el fondo de las teclas; la segunda, suave (piano, dicen los músicos), los dedos también hasta el fondo pero como si caminaran sobre algo muy frágil, como si trataran de no hacer ruido al caminar; después vuelvo a hacerlas pero esta vez, al llegar al centro del teclado las manos se abren en un movimiento contrario, cada una hacia un extremo del piano y luego vuelven al mismo lugar para seguir adelante con la escala; y ese movimiento contrario de las manos abre un espacio grande y esponjoso en el medio de mi pecho y eso me da mucho placer. Cada vez me gusta más hacer escalas (los músicos dicen “hacer” en vez de “tocar” escalas, son gente llena de palabras específicas que solo ellos entienden, lo mismo que los navegantes), pero además, ese movimiento siempre idéntico, ese puro avanzar sobre las teclas, la distancia que hay entre una y otra, es lo que cada mañana hace que el tiempo se ponga en funcionamiento para mí (y aquí me refiero al tiempo de las horas, los días, las semanas, los meses, los años, las agendas, los televisores y los colectivos). Dicho de otra forma: las escalas me despiertan. Ese movimiento repetido de los dedos sobre las teclas activa en mí esa sensación de normalidad que se instala en el mundo cuando se está verdaderamente despierto. Y a medida que me voy despertando, el tiempo parece ensancharse y hace lugar a los pensamientos, y cuando los pensamientos tienen lugar suficiente para hacer eso que hacen, inmediatamente se activa la memoria, y con la memoria funcionando, ya me siento mejor (porque todavía no lo dije, pero hasta ese momento, en general, no me siento del todo bien; en estos tiempos las mañanas se han vuelto un poco difíciles para mí). Por eso me paso un buen rato haciendo escalas, a veces puede ser una hora o más (el tiempo pasa muy rápido haciendo escalas), y cuando termino de hacerlas, estoy listo para tomar el primer mate de la mañana y meterme de lleno en la Sonata para dos pianos de Brahms que estoy estudiando.
Gran parte de mi vida, tengo que decirlo, me la he pasado estudiando el piano. Cuando me preguntan a qué edad empecé a estudiar, digo que a los seis; según me contaron, parece que me encapriché con tocar la Sonata Claro de luna de Beethoven (la había escuchado en lo de un tío de mi mamá que era un señor muy serio, muy sabio y muy pelado que me hacía escuchar esas cosas cuando yo tenía seis años) y mis padres me llevaron a lo de una maestra que estaba muy de moda que enseñaba a tocar el piano jugando; aunque en verdad tal vez debería decir que empecé recién a los diez, cuando me fui a estudiar con un profesor de piano de verdad que me iba a enseñar a tocar el piano en serio para aprender a tocar bien y así poder tocar de una buena vez el famoso Claro de luna de Beethoven; o tal vez a los 18, cuando me di cuenta de que mi segundo profesor estaba convencido de que yo iba a ser su alumno para toda la vida y me fui, o más bien me escapé, muerto de culpa, a estudiar con la que fue mi última profesora. Fueron años y años de practicar con los dedos unos movimientos cada vez más raros y difíciles que, sin saber nunca bien cuándo ni porqué, terminaban volviéndoseme fáciles y naturales como si mis dedos y yo los hubiéramos sabido desde siempre, como las piernas y los pies que caminan fenómeno sin que uno sepa del todo cómo lo hacen. Aprender cada nueva obra fue como aprender a caminar de nuevo cada vez. Mirado así, despojado de la cuestión del arte y sus derivados, no resulta extraño que algún día, una mañana cualquiera, por ejemplo, justo antes de salir de la cama, me encontrara preguntándome por qué hago eso que hago y que, ante la clásica falta de respuesta que tienen las preguntas a esa temprana hora del día, me adentrara sin quererlo por unos caminos bastante oscuros del pensamiento en los que inevitablemente terminaría poniendo en duda el sentido de la vida, la muerte y otras cosas peores.
Y todo por culpa de mi hijo Mischa, el de la masa madre, que está obsesionado con ser violinista y desde que empezó la secuencia interminable de encierros y cuarentenas estudia todo el día detrás de alguna de las muchas puertas que hay en mi departamento (es un chico muy considerado que trata de molestar lo menos posible); yo lo escucho ir y venir por esos estudios durante horas y horas, y esa insistencia, esa falta de preocupación, esa capacidad de seguir estudiando sin preguntarse nada y sin que tampoco le importe nada no preguntarse nada, de dormir de un tirón y levantarse despejado y listo para ponerse a estudiar todo el día como si él y su violín fueran un único y brillante tren expreso hacia el infinito y más allá, parecen haberme despertado a mí del sueño de normalidad en el que estaba metido desde los seis, los diez o los dieciocho años y, por primera vez, siempre en ese horario en el que uno recién se está despertando y puede ver claramente el desorden de su mente a plena la luz del día, me pregunte en qué estoy gastando el acotado y precioso tiempo que me queda en este planeta.
Fue durante una de esas mañanas difíciles, en pleno inicio de la segunda ola de contagios y cuando ya se avizoraba la llegada de un próximo confinamiento, que me acordé de las escalas. Porque las había olvidado. Habían quedado sepultadas bajo toneladas de partituras, sesudas cuestiones musicales y millones de horas de estudio; me las acordé porque sí, de esa manera inexplicable en que de pronto se recuerdan las cosas. Me acordé de la hoja pentagramada marrón y del marcador Sylvapén con florcitas (de esos chiquititos que había antes) con el que me las anotaba mi segundo profesor, y también de algo que me dijo una vez mi última profesora, una de esas cosas que ella decía: tócalas sin pensar, me dijo, tú no hagas nada, ellas se tocan solas. Y así empecé a hacerlas ése día, una tras otra, siempre iguales, ida y vuelta, de arriba abajo y de abajo arriba, con esos movimientos contrarios que se me han vuelto tan placenteros, sin hacer ninguna otra cosa que pasar de un dedo al otro, de una nota a la siguiente, sin ir a ninguna parte, sin corregir y sin pensar. Y ahora ya no puedo empezar el día si no hago mis escalas. Y cuando termino de hacerlas, y me tomo ese primer mate del que hablaba antes, y abro la partitura de la Sonata op. 37 para dos pianos de Brahms que estoy estudiando, y empiezo a tocarla, la música vuelve a sonar de este lado de la puerta, y seguramente sale por los pasillos y se escucha en los palieres y ascensores, en el piso de abajo en el que viven dos señoras grandes y solas, en este cielo de otoño que cada día que pasa se va haciendo más frío, en los oídos de los que me quieren y los que no, de los que me conocen y de los que no saben de mí, de los que ya no están y por qué no, de los que van a venir, sobre las calles, las avenidas y los barrios que de a poco, otra vez se van vaciando de gente, sobre las nubes y las estrellas que nunca se enteran de nada, sobre todas y cada una de las cosas de este mundo que, aunque en ese momento parezca que van a seguir siendo así para siempre, solo por un día, y nada más que por un día, vuelven a estar otra vez en su lugar.