El cuartito
Revista Número 10
Por Daniel Tevini
Saco el perro a pasear. Ahora lo saco. Le ato la correa al cuello. La aprieto bien duro, que no se suelte. El perro corre, yo también. Corremos.
Me saca el perro a pasear. Me lleva como si me atara él una correa al cuello. La tensa bien firme para que no me escape. Él corre, yo también. Corremos.
Nos sacan al perro y a mí a pasear. Nos sacan. Nos ponen una soga retorcida alrededor del cuello. La aprietan bien para que no escapemos. Él corre, yo también. Corremos, hasta que la soga atasca.
Hace años que estamos atados, desde el comienzo, desde que me iluminaron con un Carusita la boca y vieron lo de la espuma.
“Rabia, dijeron, tiene rabia el pendejo. Siempre fue un chico rabioso”, señaló Abuela y mirando a Madre comentó, “cuando estabas preñada pensaste que iba a ser una nena, “Negrita” le querías poner, te lo advertí: eso no es bueno, es nombre de perra”. Madre, en respuesta, escupió el chicle que andaba mascando, voló sobre mi cabeza y sacó a mis otros hermanos al patio. Abuela pareció conmovida, “en cuarentena nene”, me dijo, “a ver si se te pasa”.
Los días pasaron y a mí la rabia me seguía dando espuma. Y la rabia contenida, me daba más espuma aún. El viejo, que vivía con Abuela, no volvió a obligarme a acariciárselo y les ordenó, “que lo aten junto al perro a ver si así aprende y se cura”. Y nos metieron en el cuartito que está al fondo, en el jardín.
Al principio nos daban comida, la misma comida que se hacían ellos: restos de ensalada, fideos fríos, a veces, arroz. Pero el perro se la devoraba toda. Yo, entre la rabia que me producía el hambre y el perro que era enorme, no podía tragar nada y comenzaba a enflaquecer.
Después, Abuela, sugirió, “si es perro hay que darle hueso, a ver si así engorda”. Y nos dieron los huesos que sobraban, pero yo no era perro aunque anduviera teniendo rabia y hambre de perros, y seguí enflaqueciendo.
Después, probaron con mezclar las sobras con los huesos y recién ahí pude comer algo. Aunque el perro y yo, desde ese momento, nos quedamos flacos los dos. Tanto, que cuando él ladraba y yo sacaba la espuma, o cuando ambos tirábamos de la soga desde el fondo hasta arañar las baldosas del patio, se nos podían contar las costillas.
El otro problema fue el agua. Cuando uno tiene verdadera rabia no toma más y se la gasta en espuma. Pasé temporadas de una sequedad angustiosa, con la garganta áspera como estopa, hasta que se avivaron. Empezaron a atarnos de día junto a la canilla que está a un costado, para que lamiera de a gotas, y por las noches, nos volvían a meter en el cuartito.
Mis hermanos, al principio, se acercaban a chusmear como quien viene a ver algo malo. Me tiraban piedras, los muy giles, para que los asustase. Después se acostumbraron y dejaron de venir, cuando yo ya era pura mierda. Madre, nunca apareció, salía de la cocina al patio pero no miraba al fondo. Sólo Abuela pasaba todos los días, nos ataba a la canilla y después, nos metía en el cuartito por la noche.
El viejo, apenas perdió un poco de su recelo hacia mí, comenzó a venir cada semana a mojarme. Me tiraba baldazos de agua desde el patio, porque en mi rabia no lo dejaba acercarse, tensaba la soga como había aprendido del perro, arañaba las baldosas y sacaba espuma por la boca hasta hacerlo retroceder. Enfurecido, el viejo, me gritaba entre dientes, “¡perro puto!, ya voy a venir una de estas noches a darle el hueso blando que tanto le gusta y va a aprender a respetarme”. Después, de bronca, tiraba el balde vacío contra el gomero que crece sobre las otras plantas.
Una vez se aparecieron los de la escuela, uno de mis hermanos les cobraba entrada: una moneda, un sobre de figuritas de la selección, un pase para algún juego del Italpark, como escuché que les iba diciendo. Se tuvieron que rajar enseguida, porque la espuma se me puso verde como si tuviera mala la bilis.
Por suerte, las noches, eran distintas, más calmas. El viejo ya no se animaba a acercarse y yo mordisqueaba mi rabia pegando la cara contra el piso del cuartito, esperando a que volviese una madrugada, arrastrando las bolas contra el pasto. Y una noche le adiviné la venida. Adiviné que la calentura y la bronca se le iban a anudar a la hombría y necesitaría desquitarse. El viejo esa tarde le confió a Abuela, “voy a bañarlo al perro desgraciado ese, porque hace tiempo que hay demasiado olor a mierda en esta casa”, y cerró de un manotazo la cortina que separaba a la cocina del patio. Abuela se persignó y rogó a Dios que me tragara la espuma y la rabia, para poder volver a estar junto a los cristianos.
Esa noche, el viejo, se animó. Oí las suelas de sus botas refregándose en el pasto, acercándose firmes hasta el cuartito, aunque noté cierta taimada inseguridad en los pasos. Es mi noche, pensé, puedo atacarlo en la oscuridad cuando se acerque con sus huevos grandes hasta hacerlo caer. Después, lo oí alejarse un poco hacia la canilla para llenar el balde de agua. Escuché cómo embebía un trapo y silbaba, entonces supe que la cosa venía en serio, pero yo tenía más olor a mierda que él. Lo escuché, más tarde, levantar el balde despacio y acercarse al cuartito. Cruzó el umbral, en la oscuridad le tiró un hueso al perro para que no ladrara. El perro se quedó chasqueando el hueso con los dientes. Me mantuve agazapado mientras lo oía entrar. No decía nada, su respiración me relataba los pasos que daba en la oscuridad y hasta las próximas cosas que haría. Se arrimó un poco más, me apoyó el balde fresco contra la espalda. “¿Dormís?”, preguntó en un susurro medio ahogado. “No”, contesté con la rabia contenida, como si Dios hubiese escuchado a Abuela y estuviese por volver, de un momento a otro, junto a los cristianos. Embebió el trapo nuevamente en el agua y comenzó a pasármelo por el lomo desnudo. Yo respiraba hacia adentro. Me contuve hasta cuando sugirió: “si se porta bien, perro puto, no va a oler más a mierda”; ni siquiera reaccioné cuando me pasó el trapo por el culo como se lo pasaba al guardabarros de la chatita, antes de abandonarla en los yuyos. Esperé mi momento, esperé a que me susurrara algo para no traicionarme en la oscuridad. Lo hizo con el coso medio duro, temblequeándole en los dedos, me dijo: “venga, chupe hueso blando, perro puto, como a usted le gusta”. Le respiraba entrecortado con la lengua afuera, imaginé que estaría tibio y cuando iba a arrimármelo a la boca, el viejo reculó, cayó de espaldas al suelo. Ahí fue cuando ya no aguanté más y salté. Me atenacé del cogote y le apreté tanto la nuez que la partí. Su grito, despertó a todos los de mi manada. O quizá, fue el silencio que sucedió previo al aullido de los perros del barrio. Mis hermanos entraron sin saber muy bien qué hacer. Vinieron, supuse, a rescatarlo. En la oscuridad, comenzaron a tirar patadas al aire y manotazos a los tumbos, pegándonos, en un punto, a los dos. El viejo estaba en el suelo desplomado y yo me quedé quejoso de los golpes en un rincón, con la boca llena de una rabia púrpura. Cargaron su cuerpo con fastidio, me dieron una patada en el culo y después, se rajaron. El perro ni se mosqueó, seguía chasqueando el hueso con los molares.
Nací en la Paternal. En el 2003 publiqué mi primera novela, “La noche más Polar”, que obtuvo un par de premios, el del F.N.A y el Municipal en CABA. Publiqué un libro de poemas, “Hotel des Bains”, que continua la historia de “Muerte en Venecia”. En el 2005, salió una segunda novela “Arlteana” y en el 2018, apareció la tercera, “Fuimos”, publicada por editorial Conejos. En la actualidad tengo una nouvelle a la pesca de algún editor, estoy trabajando sobre una falsa biografía acerca de Maurice Ravel y un libro de cuentos.