Argentinidad
Revista Número 14
NegroFiero
El 5 de marzo del 2022 cumpliré exactamente veinte años desde que subí a un avión de Iberia para no volver a residir en Argentina. Pensar que en el secundario solía criticar a los que fantaseaban, allá por el 90 y 91, en emigrar. Pensar que me sentí lleno de orgullo cuando, en 1994, me tocó ser el primer soldado de la Fuerza Aérea Argentina en rendir honores en el Monumento a los caídos en Malvinas. Sin embargo, emigré en 2002 y, desde entonces, me encontré con el hecho de tener que construir argentinidad en soledad y distancia.
Dos décadas después sigo luchando en esa construcción, pero en el transcurso de esos años pude aprender que la argentinidad es algo totalmente despojado de sustancia. Encontré que el “ser argentino” habitual se sostiene sobre pilares falsos, mentiras reiteradas, contradicciones constantes, egocentrismo enorme y autoestima nula. Casi diría que “ser argentino” es un oxímoron. Ser argentino es como no ser.
Muchas veces estuve en situaciones en las que yo era el único argentino presente. En esos momentos, casi gloriosos, ser argentino era sencillo. Sólo había que seguir mi idea de lo que debía ser, tratar de transmitirla al resto, rebatir preconceptos sobre Argentina, y tratar de dar la mejor imagen posible. Soñaba con demostrar, y hacer constar, que un argentino es un ser educado, independiente, elegante, generoso, leal y seguro de sí mismo. Incluso quizás alguna vez hasta logré parecer todo eso.
Pero otras veces la situación se complicaba, y eran dos cosas las que normalmente daban al traste con mis intentos: la presencia de otros argentinos, o las noticias que llegaban desde Argentina. ¿Cómo luchar contra un argentino que entiende a la emigración como un aval para hacer cualquier cosa? ¿Cómo compatibilizar con un argentino que juzga a los otros connacionales según de dónde hayan salido? ¿Y cómo relacionarme con esos que, por ser argentinos, se sienten sencillamente superiores a todo el resto? Si a esto se le suman crisis económicas, impagos, pobrezas extremas, y todos los demás lugares comunes argentinos en las noticias, la imagen que pretendía vender se desmoronaba enferma de realidad.
Muchas veces pensé en estas circunstancias y busqué algo a lo que aferrarme. En la historia de nuestro país hay cosas que ayudan. Las luchas por la independencia, la frase del preámbulo de la Constitución, “asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino” o el chino del supermercado a la vuelta de la casa de mi vieja que una vez me agradeció el cambio diciendo, “gracias, negro” sin haberme visto nunca antes. Esos tan diferentes orígenes de todos nosotros, sean italianos, originarios, españoles, sirios, irlandeses o chinos. El haber oído tantas veces eso de que somos un “crisol de razas”, y eso que muchos no saben ni qué es un crisol.
Pero al mismo tiempo, cuando pensaba aferrarme a todo aquello, surgían sus contrapartidas: si luchamos por independizarnos nosotros y a nuestros vecinos, también tuvimos dirigentes que pretendieron boicotear esa lucha porque era preferible eliminar puertas adentro a sus rivales. Si garantizábamos los beneficios de la libertad en la Constitución, tuvimos a demasiados generales que prefirieron suprimir la Constitución, la libertad, los beneficios y, finalmente, incluso suprimir a muchos de aquellos hombres del mundo que habitaban suelo argentino. Y no voy a olvidar tampoco que, si fuimos un crisol de razas, parece que ya no lo somos más, ahora sólo vienen vecinos, y esos, según algunos, no son románticos soñadores en busca de una vida mejor, sino que son meros aprovechados que vienen a sacarnos lo que es nuestro, porque está claro que la diferencia entre un romántico soñador y un aprovechado ilegal es el tono: el tono de su piel y el tono de su acento.
Creo que, para poder lograr al final construir argentinidad sobre alguna base algo estable y real, debo centrarme en lo que se mantiene como una marca invariable en 211 años. Y esa marca se vislumbra pronto al echar la vista atrás.
Sobrevivimos a la independencia, a las luchas políticas, a la indefinición constante de la idea de país, pasando de liberales a proteccionistas, después a neoliberales y luego a quién sabe qué. Sobrevivimos a democracias de cartón, democracias reales, dictaduras, fraudes y proscripciones. Sobrevivimos a la hiperinflación y también a la deflación. Pareciera que ser argentino es ser un milagro. Y un milagro arrogante, que aún pretende asegurar beneficios para todos los hombres del mundo, siendo que todavía no logramos asegurar beneficio alguno para nadie, a excepción de una muy escueta élite de turno.
En mis 47 años nací en una democracia recién recuperada, pero que pronto se torció en una dictadura genocida, cínica y cobarde. Iba al colegio cuando un tipo los invitó al grito de “si quieren venir, que vengan”, aprendí que “estamos ganando”, aunque nunca dijeron por cuántos goles, todo eso mientras yo dibujaba infantiles A4 Skyhawks hasta que de golpe el mismo tipo que los había invitado a venir dijo: “el combate en Puerto Argentino ha finalizado”.
Ya adolescente, supe que si quería conservar lo que tenía, había que cambiar cada Austral disponible por cualquier cosa, inmediatamente. Y ni así conservé nada. Y después, cuando ya fui oficialmente adulto, me motivaron con una Argentina que “Volvía a tener Peso” y que para más felicidad, era un Peso “convertible”. Me sedujeron con entrar al Primer Mundo, con las cómodas cuotas, y hasta con el fin de la historia y con un justicialismo farandulero. Luego de todo eso vinieron los sucesos de hace 20 años ya, el sushi con champagne y los cinco presidentes en doce días, incluyendo uno llamado Eduardo Camaño, que gobernó 3 días y que descubrió, al aire en la TV, que había una estatuita de la Virgen en un cajón de su escritorio presidencial, momento en el que afirmó que “lo ayudaba a gobernar”. Y quizás fue esa ayuda de la Virgen la que nos llevó, uno o dos días más tarde, a que todos se quedaran tranquilos, porque otro Eduardo dijo que “el que depositó dólares, recibirá dólares”. Y corralín acorralado, yo me fui…
Por eso hoy creo que ser argentino es ser un sobreviviente. Pero no cualquier sobreviviente, sino aquel que cuando parece estar a punto de desfallecer hace algo inaudito, como cuando el crucerito ARA Nueve de Julio, en la ocupada República Dominicana, ignoró a los invasores yanquis y sólo saludó a los dominicanos. Como cuando el Diego, bailando a la selección inglesa entera él solo ante los ojos del mundo, les recordó a los hijos de Albión que no olvidamos ni olvidaremos. O como cuando la ONU aprobó, a instancias de una Argentina en default y bien paria, limitar el accionar de los fondos buitres y dar marco legal a las reestructuraciones de deudas de los estados en crisis.
Entonces, a casi veinte años de emigrado creo que, finalmente, tengo algo. Algo que me da identidad y que me permite luchar contra la asimilación que me pretenden vender como integración. Y sostener así mi acento porteño, mi manera surrealista de ver la realidad y mi arte para sobrevivir en un mundo cada vez más caótico, cada vez más argento. Porque al final reconozco que, después de todo entonces es verdad: ser argentino es ser un sobreviviente.