El dictador
Revista Número 17
NegroFiero
Llevaba días pensando sobre qué iba a escribir para este número de nuestra revista, y no había caso, no podía imaginar un tema que me animase. Una situación personal complicada, una situación mundial conflictiva y muchísimas incertidumbres en el horizonte, me impedían dedicar tiempo y esfuerzo al noble arte de aburrir lectores con artículos infumables como los míos.
Pero, por suerte, ayer vino mi hija del colegio a darme el escape que necesitaba cuando me contó que un profesor le había pedido a la clase que digan un momento de la historia que haya cambiado al mundo. Un grupo de alumnos indicó la Revolución francesa, pero al parecer, conocer el título y saber qué fue no van de la mano en la educación andorrana, y nadie pudo decir de qué se trató la susodicha revolución, hasta que mi hija, orgullo de su padre, levantó la mano y dijo, “¡fue cuando los franceses se cansaron de sus reyes y les cortaron la cabeza! ¡Mi abuelo republicano está felizmente representado por su descendencia!”
Animado y feliz por la anécdota, me apresuré a explicar a mi revolucionaria hija que, si bien era verdad, no solo de cercenar testas coronadas iba la cosa, y comencé una perorata sobre la discusión respecto a dónde residía la base del poder: si era una decisión divina, o si emanaba del pueblo. Mis palabras brotaban con la fluidez de quien acaba de encontrar una pasión y enseguida pasé a señalar que, sin dudar de los cambios provocados por la Revolución francesa, esta no era más que un efecto secundario de otra revolución, la Revolución estadounidense. Para entonces mi tiempo TikTok había acabado hacía rato y la atención de mi hija pugnaba por encontrar otros derroteros. Quise, entonces, seguir la lección con mi esposa, pero, como un Maradona en México, me eludió con elegancia y rapidez. Por último, intenté captar la atención de mi madre, santa viejita, quien luego de pacientemente escucharme unos minutos, cambió hábilmente de tema. Y entonces, el borbotón de pensamientos que había brotado por aquella anécdota escolar y que tenía que ser encauzado sin dilación, me obligó a sentarme frente al teclado.
Porque al final, es cierto, la Revolución estadounidense es la madre de la francesa. Los ideales republicanos de aquellos patriotas yanquis se colaron entre las filas de los soldados franceses que el muy estratega Luis XVI envió a Norteamérica para luchar contra el enemigo común británico. El Conde de Rochambeau y el Marqués de La Fayatte fueron los comandantes de las tropas francesas que asegurarían la victoria patriota, y no es casualidad que ambos participaran en la siguiente revolución, llegando el segundo a ser autor de uno de los borradores de la Declaración de los Derechos del Hombre que se presentaron ante la Asamblea Nacional Constituyente.
Así que sí, hay sucesos que cambian al mundo, pero ¿cuáles exactamente? Si separar las sabiolas reales de sus majestuosos cuerpos tuvo un innegable efecto en la posteridad, esos hechos estaban inspirados en los actos de aquellos a los que los yanquis llaman “padres fundadores”. Y sin pretender negar el poder transformador de los EEUU, que nos dieron desde la lamparita hasta Internet y desde el McAuto hasta la democracia moderna, hay que señalar que aquellos marmóreos padres fundadores tenían también su inspiración, así que entonces, ¿cuál es el suceso transformador que comienza todo esto?
Para encontrar esa inspiración que desencadenó las independencias americanas, la caída de monarquías y la idea de que, como decía Churchill, “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”, tenemos que remontarnos centurias en el pasado. Hay que viajar a la antigüedad, dos mil quinientos años atrás, para llegar donde a Occidente le gusta decir que nació: la cultura grecorromana. Allá por el 500 antes de nuestra era, cuando aún Alejandro Magno no había helenizado al mundo y aún faltaban cinco años para el nacimiento de Pericles, ya existía quien será el responsable de tanto cambio en el mundo, y, queridos lectores, el artífice de nuestras democracias modernas, el padre de nuestras independencias, fue, ni más ni menos, que un dictador.
Es el año 519 a.n.e. y Roma ya había celebrado su bicentenario cuando ve nacer a Lucius Quinctius Cincinnatus, un patricio, un político, un militar, y un campesino romano que cambiará al mundo. Tendrá solo diez años de edad cuando Roma dejará de ser una monarquía para convertirse en república, dando así inicio al camino que, quinientos años después, acabará en imperio. Es entonces el comienzo de la época de oro romana donde todo son virtudes: austeridad, honradez, virilidad, sacrificio y entrega. Roma es una simple ciudad que, a fuerza de voluntad, esfuerzo, dedicación y valentía, va a derrotar primero a los peligros que la acechan, para luego conquistarlo casi todo. Sin embargo los comienzos fueron difíciles y, si creemos a los cronistas que nos legaron la historia, fue gracias a las virtudes tan excepcionales de aquellos romanos que Roma pudo prevalecer.
Cincinnatus fue el arquetipo de todas las virtudes, el ejemplo del único y verdadero republicanismo. Dedicado a sus campos, pero también al cuidado de la joven república, ocupó diferentes cargos políticos hasta que, cuenta la leyenda, en el 458 a.n.e. Roma se vio frente a su destrucción. Ecuos y volscos, pueblos que habitaban el centro de la península itálica y rivalizaban con Roma, se habían aliado y comenzado una invasión que amenazaba el futuro de la república. La defensa romana fue desastrosa y pronto se hizo evidente que solo una medida excepcional podría resolver el excepcional problema. El Senado romano decidió otorgar todo el poder a un solo hombre, nombrándolo dictador por un período de seis meses, y ese hombre no era otro que Cincinnatus. Se dice que la delegación del Senado que llegó ante el héroe lo encontró empuñando un arado. Informado de su nombramiento el viril prócer romano, de sesenta y un años, no titubeó un instante y enfrentó al peligro con decisión, valentía y rapidez. A la mañana siguiente se presentó ante el Foro, ordenó el reclutamiento total, organizó las legiones y se puso al frente del ejército con tal celeridad, que esa misma noche se situó frente al enemigo, que aún hostigaba a las fuerzas romanas enviadas anteriormente, y luego de fortificar sus posiciones, ordenó que sus tropas diesen atronadores gritos de guerra, lo que a la vez que sorprendió al enemigo, revitalizó a las tropas antes casi derrotadas. La reacción de estas, junto con el ataque de las tropas de Cincinnatus, bastó para dar por tierra con la invasión. El enemigo fue derrotado pero nuestro héroe, que además de valeroso y decidido, era magnánimo, perdonó las vidas de aquellos enemigos que entregaron sus armas. Apenas seis días después, cuando aún disponía casi totalmente de los seis meses del poder absoluto que se le había otorgado, Cincinnatus renunció a la dictadura y volvió a empuñar su arado.
Así, nuestro héroe, hoy homenajeado en EEUU con una ciudad, Cincinnati, fue convirtiéndose con el paso de los eones en el ejemplo más acabado de todas las virtudes que hicieron de Roma la dueña del mundo. Virilidad, austeridad, honradez, rústica simpleza, falta de ambición personal, valentía y entrega. Y son esas virtudes, que inspiraron a aquellos padres fundadores yanquis, las que cambiaron al mundo primero cuando empujaron a Roma a conquistarlo casi todo.
Pero, ¡ojo! no solo la presencia de estas virtudes cambió el mundo, sino que la falta de las mismas también lo hizo, cuando Tácito, más de quinientos años después, señaló la decadencia y la vergüenza de la Roma imperial, vidriera de las más bajas pasiones, ambiciones y corrupción. Una Roma que se volvió imperial cuando Octaviano venció a sus rivales y se convirtió en Augusto, después de haberse proclamado continuador y heredero de otro dictador, Julio César, asesinado en nombre de la república y sus virtudes.
Entonces, fue en el 98 cuando Tácito escribió una obra con la intención de despertar la conciencia romana, emborrachada con los mejores vinos, atragantada con los más extravagantes banquetes y corrompida por la riqueza y la lujuria extremas. Tácito buscó aquellos valores de Cincinnatus y de la república en otras tierras, para contrastarlas con la decadente realidad del imperio. Y, según él, los encontró en territorios salvajes y fríos, habitados por pueblos en los que vio, o quiso ver, aquello que deseaba recuperar para los suyos. No lo logró y Roma, que aún tendrá un último momento glorioso con los Antoninos, terminará cayendo de manera irreversible en la decadencia.
Sin embargo aquellas virtudes de la Roma republicana aún tendrían mucho que hacer, y así como inspiraron a los EEUU, a la Revolución francesa, a las Repúblicas americanas, y a la democracia moderna, también van a inspirar otros acontecimientos. El libro de Tácito se llamó Germania, y germanos fueron aquellos pueblos primitivos a los que el escritor hizo acreedores de las virtudes romanas. Mil ochocientos años después de escrito, ese libro creado para despabilar romanos, terminó trastornando modernos alemanes, que creyeron a pie juntillas ser herederos de todas las virtudes a las que puede aspirar el ser humano, virtudes que, como no podría ser de otra manera, otros pueblos no tenían ni tendrían jamás, pueblos a los que era correcto despreciar, y menester eliminar. Y así, ese concepto de virtuosismo republicano, viril, austero y abnegado, responsable de tantas cosas, es también la justificación histórica del más macabro de los hechos de la historia, la Shoá.
Aquel borbotón de palabras cesó finalmente y yo, más tranquilo, me quedé imaginando como una antigua propaganda de lo que debía ser un hombre público romano cambió la realidad, dos mil quinientos años después, de todo un continente del que los romanos jamás oyeron. O como un libro escrito para sacudir la vergonzosa modorra moral de un imperio en los albores de nuestra era, terminó justificando el exterminio de los judíos europeos, más de mil ochocientos años después.
Mientras tanto, mi hija se sigue sumergiendo en el mundo de TikTok o Roblox, mi esposa y yo seguimos luchando con nuestro presente incierto y el mundo se pone cada vez más conflictivo, sin que podamos imaginar si acaso todo esto también tendrá sus consecuencias dentro de milenios.