Jugar con fuego

Revista Número 19

Rodrigo Peralta

A Marcos lo velan en la casa de la Lucre. Sacaron el sillón, la mesa y las sillas, y acomodaron en el medio el cajón. Mucha gente fue a dar su pésame; hacen fila afuera y de a uno van pasando. La mayoría apoya la mano sobre el pecho de Marcos, dejan alguna flor y después saludan a la Lucre, que está sentada al fondo, en una silla de respaldo alto, apoyabrazos y tapizado rojo. A un costado lo tiene al Bruno y al otro al Chizzo. En el rincón hay un parlante que escupe cumbia, reggaetón y trap a todo volumen. 

—Pregunta Don Cosme, el carnicero, si puede pasar —le susurra Bruno al oído. 

—Sí, pero que espere hasta el final. ¿Los Benitos?

—Vinieron los dos. Están en la fila. Dicen que van a esperar su turno, como el resto. Además, mandaron la corona de claveles amarillos y azules. 

—Qué educados. Llevales gaseosa… a todos. 

—Sí, claro… Chizzo, dale gaseosa a la gente que hace fila. Agua también. Café no hay, cerveza tampoco. 

—¿Queda mucha gente?

—Unas veinte personas, Lucre. 

Pasan los Benitos, Alcides y Dante, se paran frente al cajón, inclinan la cabeza. Alcides apoya su mano sobre los ojos cerrados de Marcos, y murmura alguna plegaria, algún hechizo. Su hermano deja unos claveles rojos y blancos sobre el montón de flores que dejó la gente del barrio. Bruno se acerca: 

—Dice la Lucre que los rojos no, los blancos nomás. 

Dante sonríe. 

—Claro…

Después se acercan a la silla. 

—Sentimos mucho tu pérdida. 

—Es una tragedia, un alma tan joven y pura. 

—¿Quién fue?

—Pero Lucre, fue la hija del carnicero. 

—A esa tarada no le daba la cabeza para algo así. ¿Fueron ustedes?

—No. 

—Lucre, ustedes nos sirven bien. Armar algo así podría traer consecuencias… para el barrio y los negocios.

—Piba, que te quede claro: nosotros no tuvimos nada que ver. 

—Podemos hacer preguntas, si querés. Las estrellas están a punto para revelaciones.  

—Guardate las estrellas en el culo, Alcides, las preguntas ya las hice yo. 

—Como gustes, hermosa. 

Los Benitos se van. La gente sigue pasando. La pila de flores sobre el cajón se derrama por los costados. Algunas caen al suelo, en cascadas de colores. El Chizzo vuelve, se acerca a la Lucre y le susurra al oído, ella asiente. 

—¿Queda alguien, Bruno? 

—El carnicero, Lucre. 

—Hacelo pasar, y esperen afuera. 

—Pero Lucre… 

—Afuera, dije.

El carnicero está encogido desde la última vez que Lucre lo vio, y parece más pelado, más viejo, más canoso. Está vestido de negro, y aprieta una boina marrón con las manos. 

—Señora Lucre…

—Don Cosme. 

—Yo… quería pedirle perdón, Señora. La Betty no era mala. Algo tuvo que pasar, ella era incapaz de… 

—Veinte tajos le metió la incapaz. ¡Veinte! Al Marquitos, que era más bueno que la mierda. ¿Y para qué…?

—Yo… yo… no sé, Señora, perdón…

—Dejá de llorar, Cosme, estás grande para esas mariconadas. Andá, nomás… 

—Mi señora se quedó en casa con la nena, le pide disculpas también, dice que la saluda y la acompaña en su dolor. 

—Mandale un saludo a tu jermu. Decile que críe al nieto mejor que a la hija…

—Sí, Señora, sí…

—Don Cosme, otra cosa: después del velorio, van a agarrar sus cosas y se las pican, ¿estamos? El barrio se terminó para ustedes. 

—Pero… Lucrecia… Señora… es todo lo que tenemos.

—Y mañana se los voy a prender fuego, con ustedes afuera o adentro. Rajá de acá. 

El carnicero sale y vuelve Bruno, seguido de Chizzo. 

—¿Listo?

—Listo, Lucre. 

—Cerrá nomas, Chizzo, y traete unas birras. ¿A qué hora pasan mañana?

—A las diez pasa la cochería.

—¿A dónde es el entierro?

—En ningún lado, Bruno. La mami no quería que se lo coman los gusanos. Vamos a quemarlo.  

—Vino mucha gente, parece, ¿no? 

—Y sí, al Marqui lo querían todos. 

—Qué pendeja hija de puta, pero ya no jode más. 

—La Betty era una estúpida, pero el verdadero hijo de puta es el que armó todo, el wacho que laburó de callado y entre las sombras. 

—¿Quién fue, Lucre, sabés? 

—¿Te acordás del Polaco? 

—Claro que me acuerdo, si con él empezó todo. 

—El turri ese le entraba a la Betty y era el papá del nene, pero iban de querusa porque él tenía señora. Pocos sabían, casi nadie. El Chizzo se enteró de casualidad, ¿no Chizzo?

—Sí, Lucre… Me contó el primo de ella, al wachín ese se le va la lengua cuando está de lata. 

La Lucre se acerca al cajón. Apoya la mano sobre el rostro frío y blanco de Marcos, recorre su pecho con los dedos. Mete la mano entre las flores y saca una pistola, la misma con la que mató al Gordo. 

—¿Y quién más se cogía a la trola esa, Chizzo, contanos?

—El Bruni, Lucre… se la movía toda el chancho… 

—El Bruni… el pedazo de mierda botón del Bruni. 

Bruno esquiva el cajón, al Chizzo y corre a la puerta. Lucre le pega un tiro en la pierna que lo tira. 

—Traelo, Chizzo. 

—Lucre, Lucre… Escuchame…

—Callate, turro. El Marcos te adoraba. 

—Yo también, era mi hermano… pero se quería abrir, iba a cagarnos… Los Benitos se enteraron… Ellos mandan… ellos fueron. 

—Ya sé que fueron ellos, imbécil. 

—Por favor… dame una oportunidad… te los mato yo… por favor. 

—Ayer me preguntaste para qué quería un cajón tan grande. “Entran dos Marcos ahí”, dijiste.

—Lucre, te juro que lo hice por vos, por el Jony. 

—Chizzo, callalo que no lo aguanto más. 

El Chizzo lo dobla de una piña y le ata las manos y pies con unos alambres. Después lo mete en el cajón, a un costado de Marcos, lo tapa con las flores, pone la tapa y la clava. Lucre mira todo desde su silla. 

—Chau, Brunito, mandale saludos al Marcos cuando lo veas, sorete. 

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