Escribe Ana Cerri

El acompañante

Esa noche no entró a la casa. Pasó la tranquera, dejó que Lila corriera a avisar con tres ladridos que había llegado, soltó  la yegua y dejó las varas del sulky mirando al cielo, con el farol de noche colgando del eje.

Solía hacer eso cuando venía del pueblo con unas ginebras de sobra, pero esa noche venía del trabajo. Más tarde que de costumbre, es verdad, pero seguramente no había resto de ginebra en ese retiro.

A las 5 de la madrugada mi abuela ya preparaba el café para la familia y los peones. Había olor a pan que empezaba a hornearse y el cielo era de una profundidad como solo se percibe en la llanura. Escuchó el agua cayendo de la boca de la bomba y se asomó. Ghío se mojaba la cara y el cuello; ella le alcanzó un repasador limpio y vio que ponía debajo del chorro helado, una y otra vez, el brillo de su cuchillo. Él no lo ocultó; lo sacudió y aceptó el repasador. Mientras se secaba, sin que hubiera preguntas, en medio de un amanecer con olor a pan, café y romero, le dijo:

-Maté a un hombre.

Ghío Facini era piamontés. Había llegado acompañando Delfina, la mujer de un amigo, a su hija Palmira y al otro que traía en la panza, José. Cuando llegaron, Juan, el amigo de Ghío ya había decidido morirse antes de enfrentar a su familia, con la otra que había armado acá, en la Loma Verde. Así que la viuda recién enterada de su viudez, enfurecida con el muerto y jurando no pisar el cementerio jamás, se quedó un tiempo en casa de unos paisanos, tuvo al hijo que Juan le había hecho seis meses antes en un viaje inesperado, trabajó, se dejó ayudar por Ghío, que evidentemente la quería, y juntos, sin que hubiera una relación más allá de la que da el ser inmigrante y hablar la misma lengua, fueron armando un capital y compraron un campo pequeño. José creció a su lado y aprendió de él a leer las nubes, a predecir las lluvias, a avisar que llegaban las mangas de langostas y a indicarle a los paisanos dónde hacer la parva de pasto para los animales según vinieran los aguaceros ese año.

Cuando José se hizo cargo del campo, que ya era bastante más extendido, Ghío compró dos percherones robustos y a diario, recorría en el sulky los 12 kilómetros entre el pueblo y Rosario. Había conseguido conchabarse con los tranvías a caballo que subían desde el puerto por Avenida Pellegrini. El caballo que tiraba el tranvía no soportaba el ascenso y Ghío, con los dos percherones, enganchaba el transporte y lo ayudaba hasta Alem o hasta Buenos Aires, según lo cargado de pasajeros que estuviera. Era cornetín de los tranvías a caballo. Cada dos o tres cuadras hacía sonar una corneta de lata anunciando el paso. El último viaje era a las seis de la tarde. Dejaba a los percherones en la cuadra de un amigo lombardo, panadero y bonachón; ponía los arreos en el sulky y tomaba la Calle Plata para entrar por el lado de las quintas al pueblo, a la casa.

Rosario estaba en el auge de la mafia. Chicho Grande y Ágata Cruz Galiffi, su hija, reproducían en la llanura pampeana, en la ciudad del puerto y del trigo, el actuar de la mafia siciliana. Robos, asesinatos, secuestros extorsivos, prostíbulos, juego clandestino, hipódromo. Bullía la delincuencia en el Rosario de los años 20 mientras se hablaba de los ojos negros y hermosos de “la pantera” o también, de “la flor de la mafia”. Así llamaban a la hija del jefe supremo que estaba en connivencia con la policía y los políticos. Eran gánsters, cobraban por seguridad a través de redes de protección contra ellos mismos y tenían esbirros de poca monta que asaltaban los caminos y las casas pobres.

Ghío sabía, porque ya había pasado con el dueño de ramos generales del pueblo, que los de poca monta merodeaban los caminos solitarios sorprendiendo a los desprevenidos.  A Umberto, el dueño de los ramos generales, lo bajaron del Ford T una noche, y él les entregó todo, hasta el auto, que no quisieron porque no sabían manejar, pero no quiso darles el anillo que era legado de su padre. No solo se quedaron con el anillo, le llevaron los dedos anular y mayor chorreando sangre y lo dejaron condenado a usar un guante negro para ocultar la ofensa hasta el día de su muerte.

Ghío no llevaba encima más que la faltriquera con tabaco, una cajita de regaliz y el cuchillo que en el Piemonte usaba para faenar los cerdos. Siempre lo llevaba sostenido en su cinturón de cuero rústico.

La noche que no entró a dormir a la casa, había tomado la Calle Plata cuando ya oscurecía. Lila, que lo había esperado todo el día, corría debajo del sulky, y el farol con la mecha apenas levantada se balanceaba haciendo larga la sombra de los álamos sobre el pasto alto de las acequias. Ya entraba en la zona de las quintas cuando un hombre salió del oscuro y se abalanzó sobre el paso cansino de la yegua. Todo fue en un segundo. Nada le podían robar al cornetín de los tranvías, pero tampoco la honra de ser sorprendido y quizás muerto por un mafioso del sur; nada menos que del sur, a él, honrado campesino piamontés. Con la misma velocidad que cortaba la yugular de los chanchos para que no sufrieran, pero esta vez sin piedad, su cuchillo se hundió en la carne del que lo asaltaba. Un destello breve del farol de noche contra el acero manchado y un ruido pesado sobre la tierra, le indicaron que el peligro había pasado. No miró al caído; recogió el sobrero que había volado en la breve contienda, subió al sulky, le habló despacio a la yegua y dejó que Lila, la perra, se sentara a su lado.

-Maté a un hombre- dijo. 

Entró, bebió despacio el café, esperó el amanecer y se metió en el galpón de los arreos. Buscó bolsas y chala; descolgó un sombrero viejo y con un tubo de alguna cosa, le hizo una boca al muñeco. A su futuro acompañante. Sabía que la mafia no atacaba sino cuando alguien iba solo. Él tendría compañía. De ida, llevaba al muñeco de paja acostado a los pies; de vuelta, armaba varios cigarros, amarraba al muñeco al asiento del sulky y con una ventriloquía perfecta, volvía conversando en dialecto y fumando, todo el camino. Ponía un cigarro encendido en el tubito del acompañante de vez en cuando y a veces hasta cantaban, ora uno, ora el otro, con la misma garganta.

Ghío murió con 98 años. Tenía infinitos aguaceros y canículas instalados en su cuerpo flaco. Nunca tomó un remedio; jamás habló de dolores. Al final, se sentaba en la silla baja y dormitaba la mayor parte del día.

En ese final, le dijo a Juan, un adolescente que lo adoraba y había heredado, quién sabe por qué misterio, sus ojos del color de las tormentas:

-Juan, dame un Geniol.

Mi padre le alcanzó el remedio y un jarro de agua.

-Maté a un hombre, le dijo.

Nunca despertó de esa última confesión.