El camino de vuelta

Revista Número 15

Ulises Martino

Cuello Blanco murió hace dos años. Hoy lo vi en mi terraza. Ambas cosas podrían no ser ciertas. En realidad, hace dos años que desapareció. Tenía más de una enfermedad avanzada. Se hacía pis caminando. A veces algo se le trastocaba en su mente de gato y no paraba de girar como un trompo. Aun así, seguía saliendo de noche, a los techos. Una mañana no volvió, al cabo de varios días que tampoco vino lo di por muerto.

No salí a buscarlo, no empapelé todo el barrio. Eso era cuando Cuello Blanco era joven, siempre lo terminaba encontrando.

El gato que vi esta noche estaba en la oscuridad. Algo en el andar me resultó familiar. El maullido también. Tan familiar que lo confundí con Cuello, que tuve la certeza de que se trataba de mi viejo gato.

De pronto me pareció entender lo tonto que había sido yo, al darlo por muerto. Me juzgué un cobarde, un ser débil de corazón apagado.

Por no creer lo suficiente en el amor.

Lo di por muerto porque a los 19 años de un gato, cuando desparece de repente y por varios días, lo das por muerto.

Pobre de mí, pensé. Tan racional. Tan responder a los hechos como se supone que tienen que ser. Tan cerrado al amor y al milagro. Cuello, mucho más enfocado, aun en la vejez y en la enfermedad había encontrado el camino de vuelta.

Más que un gato era un sabio, todo lo que tenía que aprender lo tenía que aprender de Cuello.

El asunto es que este Cuello, no terminaba de acercarse. Estaba su reemplazo a mi lado: un perro. Que le ladraba y lo asustaba no dejándolo aproximarse del todo.

Hasta me pareció ver algo blanco en su pecho, en el pecho del gato, lo cual corroboraba la identidad de mi compañero (lo raro fue haberlo llamado Cuello Blanco porque lo blanco era el pecho). La cabeza era igual. Yo sé que los gatos se parecen unos con otros pero hay ciertas características. Uno no confunde fácilmente al que ama con otro. Como no confunde a la mujer amada con otra, mucho menos cuando la reemplaza.

¿Por qué no podría haber resistido, perdido dos años, y volver una noche? ¿O acaso la vida no puede ser mágica? Condición primera para que sea mágica: estar abierto mentalmente al acontecimiento.

En eso apareció en la terraza Román, mi hijo.

−Papá hay un gato –gritó, y sin que yo lo induzca en lo que estaba pensando, añadió:

−Se parece a Cuello, papá.

−¿Te diste cuenta?

−¿Será Cuello?

Y allí estuvimos los dos: ¿Será cuello? Papá es cuello. No puede ser Cuello.

Decidimos bajar y encerrar al perro para que no lo espantara. También me procuré de un plato que llené con alimento, porque siempre hay alimento para gatos en casa. Es una locura seguir comprando alimento para gatos, pero no tanto: suelen aparecer gatos perdidos por el techo, errantes de la vida, ninguno parecido a Cuello.

Lo coloqué a cierta distancia. Cuello o el que fuera se fue acercando. Cuando se inclinó sobre el plato le acerté una caricia que aceptó sin remordimiento.

El pelo era suave. Román quiso acariciarlo también. Lo alcé. El gato se dejó acariciar.

−Tiene el pelo muy suave, papá.

Nadie decía nada sobre si era Cuello. Al fin, el gato empezó a irse lentamente por el techo cuando sació su apetito. Bajamos con Román en silencio.

−¿Papá, era Cuello? –me preguntó en la cocina.

No supe decirle que no. Seguía dudando de que fuera o no fuera Cuello. Algo en el pelo tan suave, algo en el pecho blanco.

El gato no iba a volver. No supe cómo decirle algo así.

−Mañana subimos de nuevo –atiné a decirle.   

−Y si no es Cuello lo dejamos entrar igual –me dijo.

A la mañana cuando subimos a la terraza apareció el gato, caminando a lo lejos. A paso lento, seguro del mundo en el que le tocaba vivir.   

−Papá, es Cuello –me gritó Román.

Y yo le dije que sí, con un gesto, que la vida puede ser mágica.

 

 

 

 

 

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