Europa

Revista Número 16

NegroFiero

El último crónico que escribí antes de fin de año invitaba a brindar porque no teníamos una guerra que parar. En España me llamarían gafe, que es como me llamarán, sin dudas, mis lectores argentinos: mufa.  Lo cierto es que quizás sea verdad que soy un auténtico jettatore, y no slo por brindar en mi último escrito y ver ahora a Europa sumida –otra vez- en una guerra.

Hace unos días, el 5 de marzo, se cumplieron veinte años desde que fijé mi residencia en esta Europa. En aquel 2002 Europa era un milagro hecho realidad. Países que se cansaron de guerrear entre ellos se habían unido en una entidad supranacional que los incluía, los integraba y los protegía. La Unión Europea parecía ser un paso decisivo hacia una nueva era, donde Inglaterra, Francia, Alemania, España, Italia, en fin, muchos países europeos con un largo historial de agresiones y masacres recíprocas, dejaban el pasado atrás, porque solo era el futuro lo que importaba. Visto desde el otro lado del Atlántico, la Unión Europea era un anuncio, una promesa de una humanidad más unida, más abierta, más moderna. Democracia, libertad individual, seguridad jurídica, libertad de expresión, estabilidad económica, Estado presente, prosperidad, diversidad cultural, historia intensa y futuro brillante, todo se daba la mano para que un joven veinteañero como yo sintiese intensamente la necesidad de ser parte del futuro de la humanidad, que se anunciaba desde esa Europa soñada.

Al poco de llegar, sin embargo, comencé a notar alguna grieta, alguna fisura en aquella imagen que se veía tan nítida y perfecta desde la distancia. Si había diversidad cultural, faltaba mucha aceptación. Si había Estado presente, no era para todos, era solo para los que tenían “papeles”. Si había prosperidad y estabilidad económica, también había explotación, sueldos miserables y abusos. Pero más allá de estos pequeños inconvenientes que, quién podía dudarlo, se solucionarían más pronto que tarde, había también otros aspectos menos evidentes entonces, pero que iban a incidir en el futuro.

Posiblemente la primera señal de alarma fue la invasión a Irak en 2003, con la recordada “foto de las Azores”, donde un sonriente George Bush era acompañado, en su lucha contra las invisibles y nunca encontradas armas de destrucción masivas iraquíes, por Durão Barroso, entonces primer ministro de Portugal y luego premiado con el cargo de presidente de la Comisión Europea; Tony Blair, primer ministro británico y José María Aznar, presidente de España. Entonces fue cuando vimos cómo Europa, haciéndose la desentendida y por medio de un par de miembros de la Unión, se rendía ante las exigencias norteamericanas y se lanzaba a una invasión que, en aquel 2003, no le pareció a la prensa un acto demencial de agresión a un estado soberano. Y es que la prensa europea ha cambiado mucho en estos veinte años.

Nunca se preguntó Europa cuál era la nueva función de la OTAN después de la desaparición de la URSS y del Pacto de Varsovia. Simplemente ahí seguía estando esa organización, liderada por los Estados Unidos, secundada por el Reino Unido, y que desde el 2009 volvía a tener a la nuclear Francia entre sus miembros, por no mencionar a muchos de los antiguos miembros del Pacto de Varsovia, que ingresaron en 2004. ¿Contra quién iba dirigida la alianza? Eran los años posteriores al 11 de septiembre, así que el enemigo sería el terrorismo internacional, ese abstracto ente con barba larga y turbante. Y sin olvidar a los aliens, que Hollywood nos enseñó que en cualquier momento bajan de cielo con Dios sabrá qué intenciones.

Los años pasaron, y pese a mi acento argentino, logré integrarme a la sociedad española y, felizmente, pude disfrutar de los beneficios de pertenecer: sueldos bajos, explotación laboral, legislación laboral laxa, hipoteca eterna y cervezas baratas y buenísimas. Y eso que todavía no habían aparecido ni la ipa, ni la apa, ni la epa. Así llegó el 2008 y, con él, una crisis de las que dejan marca. Pronto los hipotecados debíamos dos o tres veces el valor de mercado de nuestras viviendas, mientras el Euribor, ese índice que marca el interés por el dinero interbancario, y que jamás fue manipulado por los bancos, (¿o sí?), se disparaba hasta más del cinco por ciento, por lo que muchos perdieron sus viviendas cuando no pudieron hacer frente a sus cuotas mensuales, para descubrir que, a pesar de haberlo perdido todo, seguirían endeudados en cientos de miles de euros. Ante esto, fuimos testigos de cómo el “Estado presente” dijo ¡basta!, y salió a rescatar entidades bancarias transformadas en inmobiliarias, entregándoles miles de millones, no sea que quiebren, pobrecitas, mientras los desahucios crecían sin que a ningún miembro de la UE se le despeine la peluca.

Si a este escenario tan diferente de aquel que creía ver en 2002 le faltaba algo, era el aumento de la extrema derecha y de los regionalismos anacrónicos y ridículos. ¡Extrema derecha en el continente que vio nacer al fascismo, al nazismo, a la falange! Lo impensable estaba ocurriendo, y aquella Unión que prometía futuro, empezó a dar pasado. Neonazis en Alemania, en Italia, en Francia, en España, empezaron a compartir espacio con separatistas de todos los colores y dialectos. Y así, de pronto, el futuro de la humanidad se parecía cada vez más a su pasado: intolerancia, xenofobia, racismo, odios, ignorancia, todo esto se mezclaba para convertir a Europa en cualquier cosa menos aquello que se anunciaba en los albores del nuevo milenio.

Por suerte aún nos quedaba la estabilidad económica y la libertad de expresión. Pero como cantaba Vox Dei: “Todo concluye al fin, nada puede escapar, todo tiene un final, todo termina…”, a la estabilidad económica la comenzó a resquebrajar la pandemia, dando por resultado los niveles de inflación más altos en décadas, con una guerra que podría significar, en el mejor de los casos, un agravamiento del cuadro. Y en cuanto a la libertad de expresión, en estos veinte años vimos cómo los conglomerados de medios de comunicación se fueron “orweilizando”, creando una realidad monolítica, única, incuestionable. Mientras, los nuevos espacios de difusión, nacidos de aquella otra promesa de los noventas, hoy también rota, que es Internet, se convertían en el caldo de cultivo de más xenofobia, conspiranoia, terraplanismo, antivacunismo y fakes news, pero por suerte, totalmente libres de pezones femeninos, gracias al gran moralista Zuckerberg.

La guinda de esta realidad la puso el conflicto en Ucrania, donde pude presenciar cómo, de la noche a la mañana, fui incapaz de diferenciar a los medios de comunicación europeos entre sí. Donde pude ver en la TV a presentadores burlarse de Putín y su afirmación de que el gobierno ucraniano está copado por neonazis, porque, ¿a quién se le ocurriría decir eso cuando Zelenski es judío?, y esto dicho en el país que lleva no menos de veinte años, ¡tratando de nazis a todos los jefes de estado de Israel! Donde veo que se prohíben medios extranjeros sin más, ante una población que no atina ni a sintonizar Radio Colonia, porque llevan años tragándose la realidad inventada, en la que nos ha enseñado que debemos agradecer que no somos Venezuela, que vivimos en libertad y democracia, que Putín es el nuevo Hitler, y que los muchachos del Batallón Azov son patriotas y héroes a los que debemos ayudar.

Por eso ahora, al echar la mirada atrás, contemplo los veinte años que, lejos de ser nada, han sido el período de tiempo en el que el sueño europeo se convirtió en esta actualidad mezquina, ignorante, ciega y patética, de la que ya quizás no haya vuelta atrás. Así que entiéndame si luego de haber brindado porque no había una guerra que parar, y luego de haber sido testigo de cómo Europa pasó de ejemplo y promesa de futuro, a ser una pesadilla de Orwell, yo hoy me siento un poco jettatore.

 

Sobre el ilustrador : 

Gabriel Buda es ilustrador, arquitecto y docente. Nacido y criado en la profundidades de la Provincia de Buenos Aires e Inspirado por la fotografía, el arte del grabado, el collage, el cómic, el tarot, la geometría, la síntesis, la perspectiva y su experiencia como arquitecto  y profesor de diseño y representación gráfica, no cesa en la ardua tarea de dotar de imagen a aquello que se niega voluntariamente a manifestarse con claridad.

 

 

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