Refrigerator

Revista Número 13

Bob Chow

En otro lugar, hicimos la atrevida sugerencia de que no se puede responder bien la pregunta qué hacer, si no se sabe qué hay (i.e., ¿qué es lo real?). Fueron muchas las tardes en las cuales no supe qué hacer y, en una de ellas, puse una TV dentro de la heladera. Y a unos insectos con gran trayectoria en la Tierra, les coloqué unos chips. Destapé sus peceras y varias docenas de artrópodos híbridos de seis patas entraron en un estado de deriva —aunque monitoreados mediante chips de última generación— en el cual emigraron hacia horizontes más complacientes. Ahora bien, la heladera a la deriva, es algo que me gustaría llamar PROBLEMA.

No hay mañana en la que no me despierte el small talk entre la heladera y otros electrodomésticos inteligentes. Vengo a decir que lo anterior ya advino inexacto. Hoy el silencio que emana de la cocina es reverberante, anormal, traumático. Lo han adivinado, la heladera —tuneada a discreción por quien les habla, un hacker de aparatos aficionado— se fugó. ¡Demasiada autosuperación es antisocial! Parado sobre el nuevo hueco que quedó, solicité al grupo feedback sobre lo ocurrido, en particular, a su confidente o «noviecito», Hermaphroditus, el horno de microondas. Mentiría si dijese que las explicaciones me dejaron conforme. De aquella catarsis, rescatamos una hipótesis atendible: el refrigerador pudo haber alcanzado una masa crítica de conexiones. Sí, sois epifánicos, lo habéis captado perfectamente. Sobre este piso de losa ocurrió una singularidad. Mi ex heladera es ahora un ser sintiente, políglota y móvil con una muy probable conciencia.

¿Vuestra sugerencia es que salga a pegar carteles en los barrios como si hubiese perdido un gatito? Por favor, enciendan las luces largas. La heladera marca Fantastic y estrella de este hogar, ya era superdotada cuando la compré. Ni bien elevé su coeficiente intelectual por arriba de 180, aprobó un curso de posgrado online en horas. No quise trazarle límites precisos a su crecimiento como ente perceptivo, emancipado y empoderado, y ahora tengo que ponerme la campera para volver a comprar brie y manteca.

Tal vez pronto escuchemos que mi Fantastic encabeza un putsch ético en algún país débil en el que reina la hambruna, por ejemplo, Malawi. Supongo pronto una heladera llena en el centro de su bandera nacional. Si un cerebro de silicio alcanza la superinteligencia, no son de ciencia ficción los subsiguientes cambios de paradigma globales sino universales. Lo que no queda tan claro es si superinteligencia equivale a superfelicidad y, si hubiera que elegir —podemos agregarle superlongevidad al combo—, con cuál quedarse. La pregunta qué hacer nos acosa en cada segundo de nuestro espacio-tiempo. Postulo que la primera máquina ultrainteligente es la última invención que habrá necesitado desarrollar un ser humano.

 

PS: Me informan que hallaron a mi heladera dando vueltas sobre las playas desiertas del atolón radioactivo de Enewetak. La catástrofe humanitaria sigue acosando a Malawi.

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